Chinche

Allá afuera
Allá afuera

Hace un tiempo estuve saliendo con una muchacha que, según yo, era una excelente amiga. Cometí el grandísimo error de besarla -en mi defensa, voy a decir que ni siquiera fue la gran cosa; un simple piquito de amigos- y esto la llevó a malinterpretar nuestra relación. Comenzó a comportarse cada vez más como más que una amiga, y, para ser honesto, nunca la vi como otra cosa. No me gustaba ese rumbo, pero me daba mucho miedo que, si le decía algo, seguramente íbamos a terminar enfrascados en una conversación que sin duda arruinaría la amistad, y yo la apreciaba mucho.

Normalmente pido el consejo de mis hermanos en esos casos, pero en esta ocasión mi familia inmediata no hizo más que proponer sandeces e insultarme. Todo se lo conté a una tía mía muy especial, Tere era su nombre. Ella falleció unos cuantos años atrás. Me hizo entrar en razónde la mejor forma posible: con una historia que yo pudiese entender, una creepypasta.

“Había un muchacho que paseaba en bicicleta por el desierto; una actividad que practicaba cada sábado sin falta”, comenzó mi tía, más que seguramente para entablar una correlación conmigo (soy un ávido ciclista). “Ese sábado en particular había muy pocos autos en el aparcadero, debido a que se esperaban altas temperaturas. Bajó, cerró su camioneta, se puso su casco, su equipo de seguridad, y salió hacia la planicie que antecedía los altibajos donde estaban las pistas de carreras más difíciles.

Aquí y allá se veían remanentes de las lluvias que habían caído toda esa semana, pero el sol ya casi había extinguido la mayor parte de los charcos, la humedad y el lodo. Tan solo había ese aroma dulzón y concentrado de la resina herbal secretada por toda planta desértica, espinas, encinos, matorrales, nopales, cactus enanos, etc. El aroma invadía sus pulmones y salía a la par, invadía y salía, en su progresión a las pistas superiores. Estaba casi ahí cuando se detuvo a tomar agua bajo un roble. Se apoyó contra el tronco, sacó la botella de agua fría de su porta envases y bebió. No pasó ni un minuto cuando le habló.

«¡Quieto ahí!», exclamó una voz muy cerca de su oído. La voz sonaba adulta y peligrosa. Él se paralizó de inmediato, suponiendo un asalto. «Soy una chinche acuática y mi mordedura puede matar de dolor a un perro, y estoy en tu cuello».

Hasta ese momento, no se había dado cuenta de la leve opresión de su piel en un punto en específico de su yugular. Sintió el imperante impulso de llevarse la mano a ese punto.

«Si me tocas, te voy a morder. Si vivo o muero me tiene sin cuidado, pero te voy a hacer sufrir como nunca».

Bajó su mano sintiéndose invadido por una irrealidad petrificante. No había ninguna sombra proyectada de nadie detrás de él, nada más el tronco del roble.

«Sepárate del tronco despacio y gira para ver que no hay nadie».

Eso hizo y lo comprobó. Al no ver a nadie ni sentir presencia alguna detrás de sí, comenzó a creer que era cierto, y la irrealidad se hizo más sofocante. Quiso girar para ver al otro lado de súbito y el pellizco se intensificó, haciéndole quedarse quieto otra vez.

«¡Te digo que, si te mueves brusco, te voy a morder! No te voy a dar otra advertencia. Baja las manos», le ordenó al ciclista y él obedeció. «¿Ves ese canal? La lluvia de antier llenó mi charco y me arrastrócon el arroyo hasta ese canal, que me trajo hasta aquí».

Frente a sí, había un canal pequeño, pero el caudal era de buen tamaño, y zigzagueaba entre la flora. «Vas a seguirlo y me vas a llevar a mi hogar. Una vez ahí, voy a saltar y voy a perderme para siempre en mi laguna, y nunca más me vas a volver a ver».

El ciclista tomó su bicicleta y trató de subirse. «¡No vas a usar tu bici! Las vibraciones podrían hacer que me suelte. Llévatela si quieres para tu regreso, pero no te vas a subir».

«Así va a ser más rápido», dijo él, sintiéndose el absurdo de hablar con algo que ni sabía si estaba allí.

«No tengo prisa; y si no quieres que te muerda, tú tampoco».

Se internó entonces en la floresta siguiendo el canal. Sus pies se hundían en la arena suelta y las piedras se sentían por sobre sus suelas.

Quedaba muy poca de la humedad que había inundado todo el valle las noches anteriores, y el calor sofocaba. Quería acomodarse el casco, pero le daba miedo que la chinche se sintiera amenazada. No traía ni mochila ni su bolsa de herramientas, y la chinche no pesaba nada, pero sentía como si viniera cargando con una pared de hierro, ante la amenaza de ser mordido. “Quizá si me muevo rápido, la arrancaré”, pensó, pero pensó en la opresión en su nuca.

Ahora, él sabía lo que era una chinche acuática, las había visto antes, y sabía que su mordedura no era mortal. Era extremadamente dolorosa, sí, pero no representaba peligro de vida. Aun así, no podía evitar el volver a pensar en la horrible alimaña acorazada, de patas grandes y mandíbulas babosas que traía en el cuello, y el ácido que penetraría su piel y se consumiría en su interior, haciéndolo retorcerse ahí a mitad del desierto. Recordaba una horrible imagen de una de estas cargada con cientos de huevecillos. ¿Traería esta los suyos? Todo esto lo hizo obedecer y caminar. Cada paso era una tortura, y la tensión lo mataba.

Primero, contó los pasos, luego de los cien, contó los metros, y luego de que perdió de vista la pista, contó los minutos, hasta que de verdad comenzó a hacer calor. No se dio cuenta cuando el sol ya estaba tan elevado para hacerle daño, tostando su piel. Caminó con mucho cuidado vadeando el arroyo seco, cuidándose de las piedras sueltas y los lodazales; no quería darle una sola excusa al insecto para que lo mordiera.

«¿Qué tan lejos es?», le preguntó.

«No sé. El agua me arrastró y me arrastró hasta que desembocó en esa acequia. Cuando lo vea, voy a saber».

Los minutos se hicieron interminables, al grado de que su cansancio mental ya era insoportable a los cinco minutos. Y así anduvo por tres horas, siguiendo la acequia. Los cerros que veía al suroeste pronto quedaron al sureste. Los ciclistas allá en las pistas pronto comenzaron a escasear. El calor se echó sobre él como un manto en llamas. Sin saberlo, ya había caminado cuatro kilómetros de arroyo. Una cosa sobre los ciclistas: cuando has pasado tanto pedaleando, pierdes condición para todo lo demás. Pronto, la bici le comenzó a parecer más pesada.

«Quiero descansar», le dijo a la chinche.

«Soy una chinche acuática: si duro mucho fuera del agua, yo también podría morir. No te vas a detener», respondió su captor. Aquí volvió a pensar en arrancarla. “Me debilito, pero todavía podría aguantar su mordida”, pensó. Luego volvió a recordar los jugos ácidos y el video que vio en el que el sujeto se dejó morder por uno y lo confesó todo. No hizo nada.

Las horas pasaron. El sol dio al oeste cada vez más, y su debilidad aumentó de manera exponencial. Sus pasos se hicieron más lentos. Su vista se comenzó a nublar. Eran cerca de las ocho y media cuando descubrió a la chinche y ya estaban por ser las tres en punto. El sol no podía estar más caliente. Había sudado toda el agua que había ingerido. Sacó su termo.

«¡Buena idea! Báñame».

«Necesito el agua para mi o me voy a desmayar», rogó el ciclista.

«La mitad para mí, la mitad para ti. Si quieres tomártela ya o dejarla para el regreso, tú decides».

El pobre ciclista comenzó a verter agua en su cuello, en donde sentía la piel prensada. La chinche le guió diciendo «a la derecha» o «a la izquierda» cuando debía. Pronto, sintió el termo peligrosamente ligero. Dejó de echar agua, sintió un pellizco, echó un poco más. Sabía que no era exactamente la mitad lo que le había quedado, pero no pensó más en el asunto. Apuró la mitad entera, pensando que de vuelta sería más fácil en bici. «Hay agua en mi casa, por si quieres servirte. A ningún animal le importa beber de ahí».

Calor. Se sentía abotargado de tanto calor, sudor y cansancio; sentía su rostro inflamado, tenía hambre, los músculos le temblaban; ya eran cerca de las cuatro.

Los cerros se habían vuelto una masa de rocas en la lejanía. Había caminado casi veinte kilómetros.

«¡Aquí es!», exclamó la chinche. Alertado, el ciclista miró a ambos lados y vio a la derecha un estanque de agua de unos cinco metros de diámetro. «Es mi casa. Ahí dentro. No es hondo».

Una sensación horrible invadió al ciclista estando tan cerca del final de esa horrible experiencia.

«Vas a recostarte contra el agua y, cuando me suelte, te levantas, ¡y te largas! No me busques, porque podrías encontrarme. Llena tu termo si quieres, pero hasta que salgas del agua. No hay por qué volver, pues no me vas a encontrar».

Al internarse en el agua, más que alivio sintió una sensación desagradable. Su calzado se hundió en el fangoso fondo y el agua estaba caliente al sentirla hasta la tibia. El agua, que al principio se había visto cristalina, comenzó a oscurecerse con el lodazal del fondo cuando él lo turbó. Sintió vértigo al dejar caer sus rodillas en el lodo y se echó con mucha aversión de espalda al agua, manteniéndose a flote con sus piernas.

“¡Suéltame pues!”, pidió. En ese instante, el suelo comenzó a moverse de manera nauseabunda.

“No, hay niños que alimentar”.

Sintió el peor dolor que jamás había experimentado en su vida. Y no había dejado de saborear en su boca el gusto metálico del primero cuando en sus brazos, piernas, torso, estallaron otra sucesión de dolorosas mordidas. Se llevó la mano al cuello, y sintió al menos tres cuerpos ajenos prensados a su piel, de los cuales arrancó uno y lo aplastó con su último movimiento consciente antes de comenzar a chapotear y patalear dentro del agua infestada de las crías de la chinche. Chapoteó solo hasta que se le acabaron las pocas energías que le quedaban.

Fue encontrado, sí, un mes y medio después. La expresión de dolor seguía pasmada en su cara ya verdosa e inflamada por el sol. El estanque se había secado en su gran mayoría, y él sobresalía del lodo como una planta. Su piel colgaba en girones. Nunca supo si el insecto que mató fue el que lo llevó hasta ahí”.

“Fin”, terminó mi tía. Han pasado dos años de su muerte y no se me olvidan sus palabras. “La moraleja es: si postergas el dolor ahora, cuando lo esperas, podría multiplicarse y volver a ti luego, cuando menos estés listo para él”, me dijo. Dos cosas logró con su historia: le rompí el corazón a mi mejor amiga, y taché el desierto como destino turístico para ir en mi bicicleta.

— Via Creepypastas

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