La casa del juez

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Corría el mes de abril y John Moore se preparaba para un examen muy importante. Cuando la fecha se acercaba, decidió buscar algún lugar en el que poder estudiar tranquilamente. Quería evitar las playas, por temor al exceso de entretenimientos, y tampoco quería ir a la montaña. Más bien quería un lugar apacible, una pequeña localidad en la que poder trabajar sin ser molestado. Así que preparó sus maletas, buscó en un horario de trenes una ciudad que no conociese y compró un billete. No dijo a nadie adónde iba.

Así es como Moore llegó a Benchurch. Era una pequeña ciudad que celebraba un mercado una vez a la semana. Ese era el único día que se animaba. El resto de la semana era un lugar muy tranquilo, incluso aburrido.

Moore pasó la primera noche en el único hotel que había en la ciudad. La patrona era muy amable y atenta, pero el hotel no le ofrecía la calma que él necesitaba, así que, al día siguiente a su llegada, comenzó a buscar una casa para alquilar.

Solamente una casa le gustó. Era más que tranquila —estaba abandonada y solitaria—. Databa del s. XVII , era grande y vieja. Las ventanas eran pequeñas, como las de una prisión, y estaba rodeada por un muro alto de ladrillo. Lo cierto es que resultaba difícil encontrar una casa más inhóspita. Pero a Moore le pareció perfecta, así que fue en busca del abogado del pueblo, el señor Carnford, que era el encargado de alquilarla.

Al conocer las intenciones de Moore se mostró satisfecho de poder alquilar al fin la casa.

—Me gustaría poder dejársela gratis —dijo— sólo para que esté habitada después de todos estos años. Lleva tanto tiempo vacía, que la gente ha creado en torno a ella una leyenda absurda. Pero podrá comprobar que esas historias no son reales.

Moore no juzgó necesario pedir al abogado más detalles sobre la leyenda en cuestión. Así que pagó la renta y salió de la oficina del abogado con las llaves de la casa en el bolsillo. El señor Carnford también le proporcionó el nombre de una vieja criada, para que se ocupara de las tareas cotidianas. En el camino, fue a ver a la señora Wood, la patrona del hotel.

—He alquilado una casa para instalarme en ella unas semanas —le dijo—. ¿Podría recomendarme lo que voy a necesitar, para ir a comprarlo? La verdad es que en cosas del hogar soy un completo ignorante.

—¿Dónde se va a hospedar, señor? —preguntó la señora Wood.

Cuando Moore se lo dijo, palideció y, horrorizada, exclamó:

—¡No, por favor, La Casa del Juez, no!

Moore le pidió que le hablara sobre la casa.

—¿Por qué la llaman La Casa del Juez? ¿Y por qué nadie quiere vivir en ella?

—Pues bien, señor —contestó la señora—. Hace un tiempo, no se cuánto exactamente, vivió allí un juez. Era un hombre muy despiadado y cruel. Pocos reos se libraban de ser ejecutados. No sentía compasión por ninguno. Pero, por lo que se refiere a la casa, en sí misma, lo cierto es que no podría decirle, porque aunque he preguntado por ello muchas veces, la verdad es que nadie me ha dado detalles… —le costaba explicarse—. La sensación que impera en el pueblo es la de que hay algo raro allí. Por mi parte, señor —dijo—, ¡no me quedaría en esa casa ni por todo el dinero del mundo!

Pero, inmediatamente se disculpó con Moore:

—Siento preocuparlo, señor. Pero si usted fuera mi hijo, no le dejaría pasar allí ni una sola noche.

—¡Cuánto le agradezco que se preocupe por mí, señora Wood! —replicó Moore—. Pero esté tranquila. Tengo mucho que estudiar y no tengo tiempo para horrores ni misterios. La señora le prometió hacer la compra por él. Moore fue entonces a ver a la señora Dempster, la vieja criada que le había recomendado el señor Carnford, la cual mostró una magnífica disposición de trabajar para él.

Cuando, dos horas después, Moore y la señora Carnford llegaron a La Casa del Juez, encontraron a la señora Wood esperándolos en la puerta. Había venido con varios hombres que traían paquetes, e incluso una cama.

—¡Pero si hay camas en la casa! —exclamó Moore.

—¡Sí, pero nadie ha dormido en ellas desde hace cincuenta años o más! No, señor, no le dejaré poner en peligro su salud con una cama vieja y húmeda.

La señora tenía mucha curiosidad por ver el interior de la casa, pero, al mismo tiempo, estaba aterrada. Al menor ruido, se aferraba nerviosa al brazo del joven. Exploraron la casa juntos. Tras su visita, Moore decidió vivir en el salón. Era lo suficientemente grande para trabajar y dormir. Las dos mujeres se pusieron enseguida manos a la obra. Pronto los paquetes estaban deshechos, y Moore pudo comprobar que la pobre señora Wood había traído muchas cosas de su propia cocina. Antes de irse, se volvió y le dijo:

—Espero que esté bien, señor. Yo jamás podría dormir aquí, con esos fantasmas.

Cuando se fue, la señora Dempster se rió:

—¡Fantasmas! —dijo— ¡No hay fantasmas! Hay ratas e insectos y puertas que necesitan que alguien las engrase. Hay ventanas que se abren con el viento… Mire los viejos muros de roble de esta habitación, señor. ¡Son viejos! ¡Tienen cientos de años! ¿No cree que habrá ratas e insectos tras la madera? Sí, señor, aquí verá muchas ratas, pero no verá ningún fantasma —estoy segura—. Ahora, váyase y dé un agradable paseo. Y cuando vuelva, le tendré preparada esta habitación.

Y cumplió su promesa. Así, cuando Moore volvió, encontró la habitación limpia y fresca. El fuego ardía en la antigua chimenea. Le había encendido la lámpara y preparado la cena, que tenía lista sobre la mesa.

—Buenas noches, señor —se despidió—. Ahora tengo que irme y prepararle la cena a mi marido. Le veré por la mañana.

«¡Esto es una maravilla!» —se decía Moore mientras degustaba la excelente cena de la señora Dempster. Cuando hubo acabado, empujó los platos al otro extremo de la mesa. Puso más leña en el fuego y empezó a estudiar.

Moore trabajó sin descanso hasta cerca de las once. Entonces, se preparó un té y añadió leña al fuego. Estaba disfrutando mucho. El fuego brillaba. Su luz bailaba en los viejos muros de roble y arrojaba extrañas sombras por toda la habitación. El té era excelente y nadie le molestaba. Y entonces, por primera vez, se dio cuenta del ruido que hacían las ratas.

«¿Hacían tanto ruido mientras estaba estudiando?» —se preguntó—. «No, no creo. Quizá al principio estaban asustadas de mí. Ahora se han envalentonado y corretean por aquí, como de costumbre».

¡Qué ocupadas estaban! ¡Y qué ruidosas eran! Corrían arriba y abajo, tras los viejos muros de roble, por el techo y bajo el suelo. Moore recordó las palabras de la señora Dempster: «Verá muchas ratas, pero nada de fantasmas». Tenía razón, ¡sí que hay ratas!

Cogió la lámpara y miró por toda la habitación. «Qué raro —se dijo—. ¿Por qué nadie querrá vivir en esta casa tan hermosa?» Las paredes de roble eran elegantes y estaban cubiertas de cuadros muy viejos, pero tan sucios que no permitían ver lo que representaban. Aquí y allá afloraban pequeños agujeros en las paredes. De vez en cuando, una rata miraba con curiosidad. Entonces, con un chillido, desparecía.

Lo que más llamaba su atención, sin embargo, era la cuerda de la campana de alarma del tejado. Esta colgaba en una esquina de la habitación, en el lado derecho de la chimenea. Encontró una vieja silla de roble vieja y de respaldo alto y la acercó al lado del fuego. Se sentó allí y bebió su última taza de té. De nuevo alimentó el fuego y se sentó en la mesa de nuevo con sus libros. Durante un rato, las ratas le molestaron con sus ruidos, pero pronto se acostumbró a ellos y lo olvidó todo, concentrado, como estaba, en su trabajo.

De repente miró hacia arriba. Algo le había alterado, pero no sabía lo que era. Se levantó y escuchó. «¡Ya lo sabía! ¡La habitación estaba demasiado silenciosa!»

El ruido de las ratas había cesado. Miró alrededor, recorriendo con la mirada toda la habitación hasta que vio una enorme rata. Estaba sentada en la gran silla donde un rato antes se había sentado él y le observaba con odio en sus pequeños ojos rojos. Moore cogió un libro y amenazó con arrojárselo. Pero la rata no se movió. Mostraba sus grandes dientes blancos con ira y sus crueles ojos brillaban sin compasión a la luz de la lámpara.

—¡Vaya hombre! —se lamentó Moore. Cogió el atizador de la chimenea y lo levantó. Antes de que pudiera golpear a la rata, sin embargo, ésta saltó al suelo dando un chillido. Corrió por la cuerda de la campana de la alarma y desapareció en la oscuridad. Curiosamente, los ruidos de las ratas en los muros empezaron otra vez.

A estas alturas, Moore no pudo estudiar más. Afuera, los pájaros cantaban: pronto sería de día. Se acostó y se durmió inmediatamente.

Durmió tan profundamente que no oyó a la señora Dempster entrar. Limpió la habitación y le preparó el desayuno. Entonces, lo despertó con una taza de té.

Tras el desayuno, puso un libro en su bolsillo y salió a dar un paseo. En el camino, compró unos bocadillos. «Así no tendré que parar para comer» —se dijo. Encontró un parque agradable y tranquilo y pasó allí la mayor parte del día, estudiando. De camino a casa, se pasó por el hotel para agradecer a la señora Wood su amabilidad. Ella le miró, escrutadora.

—No debe trabajar tanto, señor. Está usted pálido. No es bueno estudiar demasiado. Pero, cuénteme, ¿ha dormido bien? La señora Dempster me contó que seguía dormido cuando entró esta mañana.

—¡Oh! He estado muy bien —dijo Moore sonriendo—. Los fantasmas no me han molestado todavía. ¡Pero las ratas estuvieron de fiesta anoche! Había una vieja diablesa con los ojos rojos. Se sentó en la silla cerca del fuego. No se movió hasta que cogí el atizador. Entonces subió por la cuerda de la alarma. No pude ver adónde se fue. Estaba demasiado oscuro.

—¡Dios mío! —se lamentó la señora Wood— ¡Un viejo diablo sentado al fuego! ¡Tenga cuidado, señor, se lo ruego!

—¿Qué quiere decir? —preguntó Moore, sorprendido.

—¡Un viejo diablo! ¡El viejo diablo, quizá!

Moore empezó a reír.

—Por favor, perdóneme, señora Wood —dijo al fin—. No he podido evitar reírme ante la idea del mismísimo diablo sentado junto a mi fuego…

Moore se marchó a su casa a cenar, conteniendo la risa con dificultad.

Esa noche, el ruido de las ratas empezó antes. Después de cenar, se sentó junto al fuego y bebió su té. Entonces, volvió a la mesa y se puso a trabajar de nuevo.

Las ratas le molestaron más que la noche anterior. Chillaban y arañaban y correteaban y le miraban desde los agujeros que había en las paredes. Sus ojos brillaban como pequeñas lámparas a la luz del fuego. Pero Moore se estaba acostumbrando a ellas. Parecían más juguetonas que agresivas. A veces, las ratas más valientes corrían por el suelo y por encima de los cuadros. Una y otra vez, cuando le molestaban, Moore sacudía sus papeles hacia ellas. Enseguida corrían a sus agujeros. Y así, la primera parte de la noche pasó muy tranquila.

El joven continuó trabajando durante varias horas. De repente, le sobresaltó un repentino silencio. No se oían carreras, ni arañazos ni chillidos. La enorme habitación estaba silenciosa como una tumba. Moore recordaba la anoche anterior. Miró hacia la silla que había al lado del fuego y recibió un impacto tremendo. Allí, en la gran silla de roble, estaba sentada otra vez la enorme rata, mirándolo con odio.

Sin pensárselo, Moore cogió el libro que tenía más a mano y se lo arrojó. Pasó de largo, así que la rata ni se inmutó. Entonces, el animal se escabulló por la cuerda de la alarma. Y de nuevo, las otras ratas comenzaron su particular concierto. Moore no conseguía ver por dónde se había ido la rata, ya que la luz de la lámpara no llegaba hasta el techo, que era muy alto y la intensidad del fuego había descendido, y con ella la luz que emanaba.

Moore miró el reloj. Era casi medianoche. Añadió más leña al fuego y preparó más té. Después se sentó en la vieja silla de roble que había junto al fuego, para poder disfrutarlo.

«¿Adónde se habrá ido esa vieja rata? —pensó—. Mañana compraré una trampa». Encendió otra lámpara y la colocó de manera que iluminase la esquina del lado derecho de la chimenea. Preparó varios libros para arrojar a la criatura. Por último, levantó la cuerda de la alarma. La colocó en la mesa y puso el cabo bajo la lámpara.

Al manejar la cuerda, se percató de lo fácil de doblar que era. «Se podría colgar a una persona con ella» —pensó—. Luego dio unos pasos atrás para comprobar los preparativos que había hecho.

—¡Eh, amiga! —dijo en voz alta—. Creo que esta vez voy a conocer tu secreto.

Empezó a trabajar otra vez y enseguida se concentró en sus estudios.

Pero, una vez más fue interrumpido por un silencio repentino. Entonces, la soga se movió un poco y la lámpara que había sobre ella. También Moore se aseguró de tener a mano sus libros para arrojárselos. Miró hacia la cuerda. Mientras estaba mirando, la enorme rata cayó de la cuerda directa al viejo sillón de roble. Se sentó en él mientras le miraba airada. El cogió un libro y amenazó a la rata con tirárselo. La criatura saltó astutamente a un lado. Moore le arrojó otro libro, pero sin éxito. Entonces, la rata, al ver al joven dispuesto a seguir arrojándole libros y más libros, dio un chillido y pareció asustarse. Una de las veces, consiguió alcanzarla, golpeándola en un costado.

En aquel momento, con un grito de dolor y mirando a Moore con ojos de odio, la rata saltó al respaldo del sillón y de ahí a la cuerda de la alarma. Subió por ella como un rayo, mientras la lámpara se agitaba por su desesperada carrera. Moore la observaba atentamente. A la luz de la segunda lámpara, la vio desaparecer a través de un agujero que había en uno de los grandes cuadros de la pared.

«Por la mañana comprobaré la casa de mi desagradable visitante»—se dijo Moore, mientras recogía los libros del suelo—. «El tercer cuadro desde la chimenea: no lo olvidaré». Examinó sus libros.

Cogió el último que le había arrojado. «Este es el que le ha dado»—se dijo—. Entonces palideció. «Pero, ¡si es la vieja Biblia de mi madre! ¡Qué curioso!» Se sentó a trabajar otra vez y de nuevo las ratas de la pared empezaron a hacer ruido. Esto no le preocupaba. Comparadas con la horrible rata, aquéllas eran casi amistosas. Pero no logró concentrarse. Finalmente, cerró los libros y se acostó. La primera luz del amanecer brillaba en la ventana cuando él cerraba los ojos.

Durmió profundamente, aunque algo inquieto, y tuvo sueños desagradables. La señora Dempster le despertó como siempre con una taza de té y ésto le hizo sentirse mucho mejor. Pero su primera petición sorprendió mucho a la anciana sirvienta.

—Señora Dempster, mientras esté fuera, ¿podría, por favor, limpiar esos cuadros? Sobre todo el tercero desde la chimenea. Quiero ver qué representan.

Una vez más, Moore pasó la mayor parte del día estudiando feliz en el parque. De camino a casa, pasó a saludar nuevamente a la señora Wood en el hotel. En su confortable salita, había un visitante.

—Señor Moore —dijo la patrona—, le presento al doctor Thornhill.

Apenas fueron presentados, el doctor empezó a interrogar a Moore.

«Estoy seguro —se dijo Moore— de que el buen doctor no está aquí por casualidad». Se dirigió al doctor Thornhill:

—Doctor, con gusto contestaré a todas sus preguntas, si usted antes me contesta a mí a otra.

El doctor se quedó sorprendido, pero enseguida aceptó.

-¿Ha sido la señora Wood quien le ha pedido que venga a aconsejarme? —preguntó Moore.

La señora Wood enrojeció y miró hacia otro lado. Pero el doctor era un hombre honesto y cordial, y contestó inmediatamente:

—Así es, pero no quería que usted lo supiera. Está muy preocupada. No le gusta que se quede allí solo y además cree que estudia demasiado y bebe demasiado té. Me pidió que le aconsejara. Yo también fui estudiante y sé de lo que le hablo.

Moore sonrió y le dio la mano al doctor.

—Gracias por su amabilidad. Y también a usted, señora Wood. Les prometo no tomar tanto té y acostarme sobre la una. ¿Se quedan más tranquilos así?

—Mucho más —dijo el doctor Thornhill—. Ahora, por favor, cuéntenos todo sobre la casa.

Moore les contó todo lo que había sucedido las noches anteriores. Cuando le dijo que había arrojado la Biblia, la señora Wood dio un grito. Cuando Moore acabó su historia, el doctor Thornhill estaba muy serio.

—Y… dígame, ¿la rata siempre sube corriendo por la cuerda de la alarma? —preguntó.

—Siempre.

—Supongo que sabrá —dijo el doctor— qué es esa cuerda, ¿no?

—No, no lo sé —contestó Moore.

—Es la soga del ahorcado —dijo el doctor—. Cuando el juez condenaba a algún reo a muerte, el infortunado era colgado con esa soga.

La señora Wood ahogó otro grito. El doctor fue a traerle un vaso de agua. Cuando regresó, miró seriamente a Moore.

—Escuche, joven —le dijo, mirándolo con inquietud—. Si algo le sucede esta noche, por favor, no dude en hacer sonar la alarma. También yo trabajaré hasta tarde hoy y estaré alerta. ¡No lo olvide!

Moore se rió.

—¡Estoy seguro de que nada de eso será necesario! —dijo, y se fue a casa a cenar.

—No me gusta la historia de ese joven —dijo el doctor Thornhill cuando Moore se marchó—. Tal vez él imaginó la mayor parte de las cosas que ha contado. En cualquier caso, estaré pendiente de la alarma. Quizá llegue a tiempo de ayudarle.

Cuando Moore llegó a casa, la señora Dempster ya se había marchado. Pero le había dejado la cena preparada. La lámpara ardía y había un buen fuego en la chimenea. La tarde era fría y ventosa, pero la habitación resultaba cálida y confortable.

Al principio, las ratas permanecieron tranquilas. Pero, tal y como solían hacer, pronto se acostumbraron a su presencia y empezaron con sus ruidos. A Moore le agradaba oírlas. Sabía que, cuando la gran rata aparecía, se quedaban muy calladas. Pronto se olvidó de ellas. Se sentó a cenar con optimismo. Después de la cena, abrió sus libros, dispuesto a trabajar de firme.

Durante dos horas trabajó intensamente. Entonces, comenzó a perder concentración y miró hacia arriba. Era una noche tormentosa. Toda la casa parecía temblar y el viento silbaba por la chimenea con un sonido extraño y sobrenatural. De pronto, sacudida por el viento, la campana se movió, agitando la cuerda, que se levantó y cayó, golpeando con su extremo el suelo de roble, y provocando un sonido duro y hueco.

Mientras Moore miraba la soga, recordó las palabras del doctor: «Es la soga del ahorcado». Se dirigió a la esquina de la chimenea y tomó la cuerda en sus manos. La miró fijamente, preguntándose cuánta gente habría muerto con ella. Mientras la sostenía, la campana del tejado tiraba de ella una y otra vez, con su balanceo insistente. Entonces sintió un movimiento nuevo. La soga pareció temblar, como si algo se moviera sobre ella. Al mismo tiempo, el ruido de las ratas cesó.

El joven miró hacia arriba y vio a la gran rata bajar por la cuerda hacia él. Le miraba fijamente y con odio. Moore soltó la soga y saltó hacia atrás con un grito. La rata se volvió, subió corriendo por la cuerda y desapareció. Entonces, Moore se percató de que el ruido de las otras ratas había empezado de nuevo.

«Muy bien, amiga —pensó Moore—, vamos a investigar tu escondite.»

Encendió la otra lámpara. Recordaba que la rata había desaparecido por el tercer cuadro de la derecha. Cogió la lámpara y recorrió el cuadro, iluminándolo.

Entonces, un estremecimiento estuvo a punto de hacerle caer la lámpara. Instintivamente, se echó hacia atrás mientras empezaba a sudar y a palidecer de miedo. Las rodillas le fallaron. Todo su cuerpo temblaba como una hoja. Pero era un joven valiente y se adelantó otra vez con la lámpara. La señora Dempster había limpiado el cuadro y por ello Moore podía ahora verlo con claridad.

Representaba a un juez. Su expresión era cruel, astuta y despiadada. Tenía una gran nariz aguileña y los ojos eran brillantes y de mirada dura. Al mirarlo a los ojos, se dio cuenta de que había visto esa mirada antes, en los ojos de la gran rata. Era exactamente igual. Los dos transmitían la misma sensación de odio y crueldad. Entonces, el ruido de las ratas cesó de nuevo y Moore sintió dos ojos que le taladraban. La gran rata le observaba desde un agujero que había en la esquina del cuadro. Pero el joven no se dio cuenta y siguió examinando la pintura.

El juez estaba sentado en un gran sillón, de alto respaldo, al lado derecho de la gran chimenea. En una esquina, una cuerda colgaba desde el techo. Con una horrible sensación, Moore reconoció la habitación en la que ahora se encontraba. Miró en torno suyo, como si esperase encontrar otra presencia allí. Al dirigir la mirada hacia la chimenea… se quedó helado y la lámpara cayó de su mano temblorosa.

Y allí, en la silla del juez, estaba sentada la rata. La soga colgaba detrás, exactamente igual que en el cuadro. La rata miraba a Moore con la misma impiedad con que el juez se mostraba en la pintura. Pero había un aire de triunfo en aquellos ojos rojos. Todo estaba en silencio, excepto por la tormenta que se desarrollaba afuera.

«¡La lámpara!» —pensó Moore desesperadamente. Por suerte, era de metal y su caída no había causado fuego.

Mientras cogía la lámpara, pensó:

«No puedo seguir así. El doctor tenía razón. Dormir poco y tomar mucho té no es bueno. Me altera los nervios.»

Respiró hondo y se sintió mejor. Después, se preparó una taza de leche caliente y se sentó a trabajar.

Apenas una hora después, un silencio súbito le perturbó otra vez. Afuera, la tormenta silbaba y rugía más fuerte que nunca. La lluvia golpeaba los cristales. Pero dentro de la casa, todo estaba tan tranquilo como una tumba. Moore escuchó con atención, hasta que oyó un extraño chirrido. Venía del extremo de la habitación en que colgaba la soga. Al principio pensó que el ruido venía de la cuerda, golpeada por el aire. Pero, al mirar hacia arriba, vio a la gran rata. Estaba masticando la cuerda con sus horribles dientes amarillos. La había mordisqueado casi totalmente, de forma que cuando el joven miró, la cuerda cayó al suelo casi simultáneamente. Solo quedaba atado a la campana un pequeño trocito, y de ese extremo colgaba la rata. La soga empezó a moverse de un lado a otro. Moore sintió temor. «Ahora ya no podré utilizar la alarma» —pensó—. Entonces se enfadó de verdad. Cogió el libro que estaba leyendo y se lo tiró violentamente a la rata. Apuntó bien. Pero antes de que el libro pudiera golpear a la criatura, ésta saltó de la cuerda al suelo. Moore la persiguió, pero la rata escapó y desapareció en las sombras.

«Vamos a ir de cacería antes de acostarnos» —se dijo el joven.

Cogió la lámpara, pero… estuvo a punto de dejarla caer otra vez.

La imagen del juez había desaparecido del cuadro. La silla y los detalles de la habitación estaban aún ahí. Pero él se había ido. Paralizado por el horror, Moore se giró lentamente. Empezó a temblar. Las fuerzas le abandonaron y era incapaz de mover un músculo. Sólo podía ver y oír.

Allí, en el gran sillón de roble junto al fuego, estaba sentado el juez. Sus crueles ojos miraban fijamente al joven. Había una sonrisa triunfal en su boca cruel. Lentamente levantó un sombrero negro. El corazón de Moore latía violentamente y los oídos le pitaban. Afuera, el viento soplaba más salvaje que nunca. Entonces, por encima de los lamentos del viento, oyó el gran reloj de la plaza del mercado dando la hora. Se paró y escuchó, petrificado. El triunfo aumentó en la cara del juez. Cuando el reloj dio las doce, se puso el sombrero negro. Lenta y deliberadamente, se levantó de su silla y tomó el trozo de cuerda del suelo. Lo dobló meticulosamente. Despacio y con mucho cuidado, preparó un lazo con la soga y lo comprobó con el pie. Tiró de él hasta que le satisfizo por completo. Entonces empezó a moverse lentamente al lado de la mesa, en la parte opuesta al joven. Entonces, con un rápido movimiento, se colocó delante de la puerta. ¡Moore estaba atrapado! Durante todo este rato, los ojos del juez no se apartaron jamás de los suyos.

Moore miró fijamente los ojos azules del juez, como un pájaro mira a un gato antes de ser cazado. Vio al juez acercarse con el lazo y arrojárselo. Desesperado, se echó a un lado, haciendo que la soga cayera inerte al suelo. De nuevo el juez cogió el lazo y trató de alcanzarlo. Probó una y otra vez. Y todo el tiempo miraba con crueldad al estudiante. «Sólo está jugando conmigo —pensaba Moore—, pero pronto me cogerá… y me colgará.»

De vez en cuando, el joven miraba tras de sí con angustia. Cientos de ratas le observaban y sus ojillos brillaban en la oscuridad con ansiedad. Entonces vio que la soga de la alarma estaba cubierta de ratas. Mientras estaba mirando, cientos de ellas llegaban por el agujero que llevaba a la alarma y se enganchaban a la cuerda. Las ratas colgaban de ella y había tantas que la soga comenzó a moverse hacia delante y atrás.

La campana comenzó a sonar, suavemente al principio, con más fuerza después. Al oírla, el juez elevó la vista. Una ira demoníaca afloró a su cara. Los ojos le ardían como rubíes. Afuera sonó el fuerte crujido de un trueno. El juez cogió el lazo otra vez, mientras las ratas corrían desesperadamente arriba y abajo de la cuerda de la alarma.

Esta vez, en lugar de arrojar la soga, el juez se acercó a Moore, manteniendo abierto el lazo. Moore era incapaz de moverse. Estaba paralizado, como si fuera una estatua de piedra. Sintió los dedos helados del juez y la soga contra su cuello. El joven sintió el lazo que apretaba su garganta. Entonces, el juez tomó el cuerpo petrificado del estudiante en sus brazos. Lo llevó a la gran silla de roble y lo depositó en ella. Luego, se subió en la silla para alcanzar la cuerda de la alarma. Al tocarla, las ratas huyeron, gritando horrorizadas y desaparecieron por el agujero del techo. Entonces, cogió el cabo del lazo que tenía Moore alrededor del cuello. Lo ató a la soga que aún colgaba de la alarma. Luego se bajó y empujó la silla.

Cuando la alarma de la casa del juez empezó a sonar, una multitud vino corriendo con antorchas y linternas y pronto eran cientos de personas que se dirigían a la casa. Llamaron con fuerza, pero no obtuvieron respuesta. Entonces, echaron la puerta abajo y entraron abruptamente en el gran salón. El doctor fue el primero que localizó a Moore. Pero ya era tarde.

Allí, al final de la cuerda, colgaba el cuerpo inerte del estudiante. El juez volvía a estar en su cuadro. Pero en su rostro se dibujaba ahora una sonrisa triunfal. 

Autor: Bram Stoker

— Via Creepypastas

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