El Carretón del Diablo

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Corría el año de 1776 en la Capitanía General de Venezuela. Puerto Cabello era asolada por un brote de la peste negra, cientos morían a diario y las fuerzas reales habían cercado la ciudad en una cuarentena. El olor a muerto en las calles era insoportable, tanto, que el gobernador tuvo que ordenar incinerar muchos de los cuerpos, en otros casos, llevar los cadáveres al mar y, amarrados con una piedra, lanzados al fondo, sin embargo, la situación era cada vez más insostenible por lo que las fuerzas militares ordenaron abrir zanjas para arrojar a los muertos, y algunos vivos también.

Eustaquio era un zambo de Puerto Cabello, hijo del viejo carretero Eustaquio, trabajaba con denuedo llevando cadáveres a las fosas, sus pieles negras y expedían un olor putrefacto. Muy a su pesar, el zambo era obligado por las autoridades españolas a realizar esta macabra faena; desde transportar a los muertos, hasta lanzarlos en las fosas, cómo era de esperarse, el pobre zambo contrajo la peste. Al pasar de los días su piel era invadida por manchas negras y la fiebre se volvía insoportable.

—Me estoy muriendo, no puedo seguir trabajando más. —Decía el zambo a un comandante militar, un blanco criollo.

Al llegar al foso, el zambo descargaba los cadáveres cuando sintió nauseas, al vomitar, vio que era sangre la que se mezclaba con su bilis, ya casi sin fuerzas, soltó el cuerpo y cayó a la gran zanja, dándose cuenta que estos tenían aceite. vio a los militares con antorchas siendo invadido por el terror.

—Ese no es nuestro problema zambo. —Contestaba el Sargento Germán Jiménez, un joven español de 17 años, quien cogió una antorcha y sin más, la lanzó, encendiendo aquella fosa, algunos enfermos seguían con vida, entre ellos Eustaquio, quienes gritaban de dolor mientras eran consumidos por las llamas.

¡Malditos sean! —Gritó eufórico el pobre zambito. —¡Juro que no descansaré hasta llevarlos conmigo! —Agregó Eustaquio. Los militares empujaban la carreta y la lanzaron al fuego para que también se quemara, a los dos caballos les dieron de a tiros y empujaron sus cuerpos a la zanja. Una gran fogata se levantaba cercana al Fortín Solano.

40 años habían pasado desde aquel espantoso brote de Peste Negra, una cruenta y sangrienta guerra por la independencia de Venezuela asolaba las calles de todas sus ciudades, y Puerto Cabello, ha sido uno de los baluartes más importantes de las fuerzas realistas. El ahora comandante español Germán Jiménez custodiaba la fortaleza del Fortín Solano. Era media noche y el comandante, ya pasado los 50 años de edad, iba camino al pueblo, pues tenía amoríos con una moza.

Al llegar al pueblo, vio que las calles estaban solas, muchos habitantes habían perecido en los embates de la guerra, sin haberse recuperado del brote de peste de hacía 40 años. Muchas lámparas se habían apagado y otras estaban a punto de extingirse. De repente, un viento frío sopló terminando de apagar los pocos focos que quedaban, algunas ventanas se cerraron y su caballo empezó a relinchar con cierto temor.

—¿Serán los patriotas? —Dijo el comandante mientras sacaba su pistola.

A lo lejos se escuchaba el relinchar de unos caballos mientras una pequeña luz se aproximaba hacia él. Ya más cerca, el comandante pudo ver una carreta incendiándose mientras arrastraba unas cadenas, pensó por un momento que se trataba de una emboscada de los patriotas, pero al acercarse más, pudo ver a un jinete que daba latigazos, arreando a los caballos espectrales. Un olor putrefacto hizo insoportable su respirar, el mismo olor había sentido 40 años atrás.

¡Alto o disparo! —Amenazó. Al ver que no se detenía, disparó, sin lograr efecto alguno. El infernal carruaje se detuvo. El comandante Jiménez se vio espantado al reconocer, entre la putrefacción de piel y huesos, a aquel zambo que había condenado, en la carroza, muchos cuerpos se movían entre las llamas y gritaban por clemencia.

—Te he venido a buscar, ahora sentirás el fuego del infierno en tu piel. —Dijo el espectral Eustaquio con una risa macabra. Sacó una guadaña y la clavó en la barriga del comandante, alzándolo en peso y empalandole en el carruaje cual trofeo. El carretón empezó su marcha mientras, aun vivo, Jiménez veía todo aquel camino entre las risas macabras del carretón y los lamentos de los cuerpos. Desde el fortín veían el carruaje en llamas acercarse a las puertas, y, creyendo fuese una emboscada patriota, empezaron a disparar. Repentinamente y justo al llegar a la puerta de la fortaleza, el carruaje desapareció.

A la mañana siguiente, dos viejitas caminaban por la calle, conversando entre ellas.

—Chica, ese carretón anoche estaba bien bravo, pues sonó esas cadenas con rabia. —Dijo una.

—Pues sí mijita, fíjate que hoy tempranito escuché a unos soldados espantados, pues y que el carretón se les fue al Fortín y al llegar a la puerta desapareció, y lo peor, es que el comandante no aparece por ninguna parte. —Agregó la otra. Ambas se persignaron y siguieron su camino.

— Via Creepypastas

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