Una planta solitaria

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

En una ciudad cuyo nombre no vale la pena mencionar vivía un anciano cuyo nombre tampoco tiene relevancia en la historia; sin embargo, por lo que él podía recordar, él era parte del linaje de una familia aristocrática. Separado a muy temprana edad del resto de sus hermanos debido a una profunda resignación a participar en los negocios de sus padres, se retiró a un pueblo escocés olvidado por la humanidad, donde dedicó el resto de su vida al área de la botánica.

Para él, presumir del precioso jardín donde reposaba una variedad de plantas exóticas detrás de su casa era algo que estaba fuera de discusión, lo hacía cada vez que podía, en forma de frases halagadoras hacia este; aun así, para él no era un simple objeto que podía ser enseñado a los demás con el fin de ganar popularidad, era una prueba de su amor hacia su trabajo y una conexión permanente con la naturaleza que tanto había anhelado desde pequeño. Aquella extensión cubierta de un verde brillante, que para los demás era solamente algo para admirar, era un verdadero vínculo que no deseaba romper.

En uno de sus recorridos diarios por los rincones más profundos del terreno, donde la luz comenzaba a disminuir y las copas de los árboles amenazaban con tragarse el jardín entero, descubrió una especie de altar hecho con tablas de madera muy finas, siendo devorado por las enredaderas. En el centro se hallaba un pequeño vaso con un líquido de un olor enfermizo y color rojo oscuro, al lado de una planta tan amenazadora como bella; sus hojas violáceas no hacían más que resaltar la parte seductora de su organismo, mientras que su tallo cubierto hasta la punta de espinas afiladas era una muestra clara de que estaba preparada para sobrevivir.

El hombre, cansado ya de las especies repetitivas que había visto a lo largo de aquel vivero a pesar de su hermosura, utilizó el recipiente con el líquido para transportar a la flor arrancada hasta la casa; la llevó todo el camino escondida bajo su amplia chaqueta por si resultaba sensible a la luz del sol. Una vez estuvo dentro de su salón, hecho en su totalidad por la madera de los árboles que limitaban el jardín, se tomó la molestia de buscar en cada libro de botánica que había en su biblioteca la especie a la que aquella planta pertenecía.

No hace falta decir que no había registro alguno sobre ella.

Tras haberla plantado en una pequeña parcela apartada que tenía dentro de la casa, como un invernadero, se sentó en el escritorio de su oficina y se puso a revisar cada texto antiguo sobre flores no descubiertas y otras que probablemente ni siquiera existían; pasó desde modernos libros de botánica a manuscritos arrugados sobre bestias con forma de planta. Ninguno de los tétricos dibujos que representaban aquellas irreales criaturas se asemejaba un poco a la flor que había obtenido un par de horas antes, ninguna descripción en idiomas olvidados lograba adecuarse a su aspecto.

La respuesta la halló cuando volvió a dar un paseo por el jardín y decidió desmantelar aquel “altar” donde había encontrado la flor, con el propósito de usar los materiales para armar algo más útil; dentro de una pequeña caja que servía como mesa para colocar las ofrendas frente a la tarima donde originalmente había estado el objeto se encontraba una hoja a punto de ser devorada por la tierra, húmeda, cuyas palabras eran casi ilegibles. Entre los pocos caracteres reconocibles se hallaban una foto de la planta y un título: Venus 824.

No se molestó en buscar información en Internet o en la biblioteca, sabía perfectamente que era improbable que ese nombre se hallara registrado en algún sitio, por lo que decidió no hablar de ello a ningún vecino o conocido; la guardó con recelo en una habitación bien escondida de su inmensa casa con tal de que nadie la encontrara cuando hubieran visitas. Pudo ver con el paso de las semanas el crecimiento casi exagerado de la planta, cómo su tallo se volvía tan fuerte como la madera de roble, cómo sus delicados pétalos se convertían en hojas gigantes y amenazantes.

Sin embargo, al mismo ritmo que parecía madurar sin control, notó que estaba comenzando a languidecer.

Sus pétalos, que originalmente habían sido de un agradable color carne, habían comenzado a tornarse de un gris oscuro y a perder fuerza, cayendo poco a poco o secándose; el tallo, que había crecido grueso, con un color verde brillante, se pudría por sí solo; el cambio en la planta había sido exagerado, algo que no podía suceder en sólo unas pocas semanas.

El anciano, desesperado por encontrar algún tipo de ayuda con la que rescatar a su querida flor, recurrió finalmente al lugar donde menos quería buscar: la biblioteca del pueblo. Muy a su pesar, estaba consciente de que allí debía de haber más información sobre botánica que en la suya propia, pero la simple idea de tener que conversar con los vecinos que anduvieran por allí o la misma bibliotecaria le desagradaba. Tomó el abrigo más pesado y oscuro que encontró junto a la puerta, salió y se dirigió al renovado edificio de la biblioteca.

No tardó mucho en llegar a pie, el aire fresco que había sentido cuando caminaba por la calle le resultó refrescante, pero al cruzar la puerta de vidrio la atmósfera se transformó: el dulce aroma de la comida hecha por la tarde y la alegría de los pájaros al cantar fueron reemplazados por el silencio sepulcral del vestíbulo y un olor inconfundible a papel. Eso bastó para que el mal humor del hombre regresara, y sus ojos cargados de ira debido a la falta de sueño cayeran poco a poco hasta quedar entreabiertos. La mujer que se encargaba de supervisar a los visitantes se hallaba detrás de su escritorio, como de costumbre, leyendo algún chisme que encontraba en las revistas pasadas de moda que había por allí. El ambiente era enfermizo.

El viejo señaló a cada cartel pegado a las inmensas estanterías buscando alguno que le indicara la sección de botánica. No tardó en encontrarla, se escurrió por el oscuro pasillo y metió en la canasta de paja que había llevado cada libro que hubiera encontrado interesante o contuviera alguna información que desconocía. La bibliotecaria, sumida en su propio universo asqueroso de revistas antiguas, no se molestó en fijarse si el anciano se había llevado algo o no.

De vuelta a su hogar, hojeó cada volumen grande que había tomado en busca de cualquier indicio sobre cómo tratar con algo llamado “Venus 824”, o al menos, la especie a la que pertenecía. Cada página acerca de plantas ficticias, con gigantescas fauces y el tamaño suficiente para aplastar un elefante no hacían más que confundirlo cada vez más, puesto que pocas veces se había sumergido en la literatura por placer. Pasó de los más modernos registros del reino vegetal a la más hórrida mitología lovecraftiana donde apareciera la palabra “planta”.

La respuesta la encontró en un cuaderno de cuero sin nombre, donde el primer artículo se titulaba “Mandrágora”.

Como era de esperarse, el anciano ya había oído acerca de las míticas mandrágoras y de su alimentación hematófaga, puesto que sólo podían ser nutridas con sangre humana; es más, una de estas raras plantas sólo podían ser originadas cuando esos fluidos caían a la tierra, por eso era frecuente encontrarlas debajo de los patíbulos. En un principio tuvo en cuenta dejarla en el sitio donde la había encontrado, porque de algún modo había podido sobrevivir en ese ambiente, pero no quería alejarla de su hogar. Era demasiado bella para dejarla a su suerte e inferir en la posibilidad de que muriera.

Pasaron años y años y parecía que la planta había vuelto a su estado normal, y es más, había encontrado el ápice de su crecimiento; en la maceta donde antes había estado una delicada flor hematófaga se encontraba un poderoso árbol carnívoro cuyas hojas se habían convertido lentamente en enredaderas que envolvían el precario invernadero donde residía. En contraste al brillo que desprendía su tallo verde lima y la habitación cubierta de sus raíces, parecía que la mansión donde habitaban ella y su dueño comenzaba a transformarse en una casa de fantasmas.

Las paredes de ladrillo blanco que daban un aire “medieval” habían sido lentamente perforadas por la destrucción, el descuido y las mismas ramas de la mandrágora; las ventanas habían sido tapiadas con madera, acero y cualquier material que sirviera para que la luz no se filtrara y fuera capaz de dañarla; el mobiliario permanecía casi intacto salvo por el polvo que lo cubría, pero cuando un simple cajón de un armario se abriera, un ejército de ratas invadiría la habitación.

Pero la parte más penosa del aire pesado que invadía todos los ambientes era el propietario, cuya vivaz mirada había caído hasta el punto de observar la inmensidad del vestíbulo sin ningún propósito, sentado en una silla mecedora. Se encontraba incapaz de moverse. Sus brazos, que habían sido gruesos debido a su sedentarismo, eran carcomidos por el tiempo, reducidos a huesos y carne arrugada; su prominente barriga había desaparecido por completo, al igual que su cabello canoso.

Un tentáculo viscoso de color violáceo se acercó con movimientos seductores hacia el hombre, se introdujo en su brazo y comenzó a absorber los nutrientes que necesitaba; el viejo comenzó a resoplar, intentó decir algo con un hilo de voz, pero le fue imposible.

(¿Me seguirás manteniendo, no es así, querido?)

Estaba consciente de que cuidarla podía ser perjudicial para su propia salud, pero… ¿qué hacer sino, más que cuidar aquella preciosa planta?

— Via Creepypastas

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