Una peluca para Sheila DeVore

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Era Sheila Devore una hermosa joven cuyos cabellos rubios platinados y sonrisa lánguida brillaban más que ninguna otra en la pantalla de plata. Tenía ojos azules e invitadores, y curvas que mantenían despiertos a muchos hombres. Sus retratos adornaban las revistas de cine, las de novelas cortas y los avisos de los cigarrillos; y era la actriz principal de una biografía repetida hasta el cansancio, en la que se relataban sus primeros años, su debut en sociedad, su fuga del suntuoso hogar en que viviera, su ansia de fama y de cumplir su deber para con la sociedad entregándose a millones de personas por medio de la cinematografía, etc., etc.

¡Magnífico relato! Lástima que había sido creado enteramente por la imaginación de su agente de publicidad.

En realidad, Sheila Devore nació bajo el nombre sencillo de Maggie Mutz, en un pequeño pueblecito de Missouri, cuyo único acontecimiento notable fue que un jefe indio se detuvo allí cuando iba a ser masacrado. Era ella una mujer artificial, y sabía cómo destacarse en las películas moviendo sus curvas (que eran lo único auténtico en ella) de una forma calculada, para distraer la atención y apartarla de lo único limpio que hubiera en la película, y que no era ella, por supuesto. Su iniciación en la vida de la fama era algo oscura, y aún actualmente era el tema de muchas habladurías, algunas comenzadas por ella misma con fines publicitarios. Entre sus íntimos de Hollywood se la conocía amablemente por un nombre de diez letras que la ley considera ilegal aplicar a nadie, por más testigos que existan del delito.

Olvidó a sus padres, y el tutor de sus días murió en un asilo de pobres. Se divorció de su primer y único marido y arruinó su reputación. No quiso dejar tranquilo al pobre director que la puso en el camino de la fama, y logró cortarle la vida por medio de un prolongado juicio en el que reclamaba la devolución del dinero que le pagara en los primeros transportes de gratitud, cuando vio su nombre en letras de molde. Era terriblemente egoísta, y nunca supo lo que eran los escrúpulos morales. Era, en una palabra, una de esas personas que no tienen excusa para seguir viviendo una existencia que no les brinda ningún placer y resulta cargante para todos los demás. Empero, en el haber de su libro estaban esos incontables millares de corazones que palpitaban acelerados en la oscuridad de los cines del país, al observar ese curvilíneo trozo de femineidad moverse en una y otra película, amando y siendo amada, como si todo fuera verdad y la señorita Devore no estuviera ganando mil dólares a la semana por desempeñar papeles que las mujeres como ella y todas las gatas han sido preparadas por la naturaleza para desempeñar sin necesidad de ser actrices.

Por el momento también debemos tomar en consideración a Herbert Bleake. Este era un muchacho rico, de muy buenos sentimientos y algo tonto, que vio el magnífico cuerpo de Sheila en una película e inmediatamente tomó un avión para ir a verla a Hollywood. Sheila no se hubiera molestado en darle audiencia; pero su agente de publicidad lo vio primero. Después de todo, la publicidad andaba algo mal, y convendría publicar algo nuevo en la vida de la preferida del público masculino. Así fue que Herbert resultó presa del agente; se 1e fotografió al descender del avión con un gran ramo de flores en la mano, y finalmente, con Sheila Devore, a fin de justificar la noticia de primera plana: Joven millonario vuela a Hollywood después de ver la foto de Devore.

¡Qué noticia!

Durante varias semanas el agente de publicidad de Sheila podía contar con que se publicara ese retrato del muchacho en todos los diarios y revistas, y después, siempre podría hablar con el cronista de sociales, Arabella Bearst, para que publicara algún comentario. Seguramente que escribiría unas doscientas líneas respecto a las posibilidades del compromiso de Sheila, la boda y luego la separación, logrando así una buena publicidad durante dos meses…, si es que Sheila Devore soportaba las atenciones de Herbert Bleake durante tanto tiempo, lo cual era dudoso.

Mientras tanto, allí estaba Herbert, y Sheila debía tratarle con cierta cortesía, por difícil que le resultara hacerlo, mientras buscaba la forma de deshacerse de él. El muchacho se vería en aprietos, y debió haberlo imaginado.

Sheila Devore nunca hubiera creído que también ella se vería en aprietos, y merecidos, sin duda alguna. Y hubiera reído a más y mejor si alguien le hubiese dicho que Herbert era el instrumento del destino, su némesis, y así por el estilo.

Sheila debía desempeñar el papel de Meg Peyton, la asesina de Soho: cuatro hombres muertos, una pierna exhibida para el jurado, y la absolución. Se trataba de una película en colores, para la que necesitaría cabellos rojos, pues la verdadera Meg Peyton tenía cabellos de ese color…. o mejor dicho, usaba una peluca roja. Golpeó el suelo con el pie y afirmó que no tomaría parte en la película sin usar la película, y protestó y gritó durante todo un día respecto a la necesidad de obtenerla. Hubiera olvidado casi en seguida el asunto de no haberse rebelado su director, quien le ordenó callar y dedicarse de inmediato al trabajo. Eso fue demasiado para ella, y esa misma noche confió sus cuitas a Herbert. Antes de llegar el alba ya salía un cablegrama para el encargado de los negocios de Herbert en Londres, y dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes se había alquilado la peluca de Meg Peyton por una enorme suma, y la persona que la exhibía en Londres la envió a Sheila Devore.

El agente de publicidad se vio en la gloria.

Herbert se sintió completamente feliz.

Llegó la peluca; fue fotografiada sola y sobre la cabeza de Sheila, y la película comenzó a filmarse. Sheila Devore en Meg Peyton, la asesina de Soho.

Ni una palabra se mencionó de la carta que llegó junto con la peluca. Sheila la leyó, aprendiéndola de memoria, y la destruyó sin decir nada a nadie sobre ella. No la creyó importante, y la memorizó porque era bastante corta y un tanto rara. Su agente de publicidad se hubiera arrancado los cabellos de haberse dado cuenta de la noticia que la actriz despreciaba. La carta se refería a la verdadera Meg Peyton, explicando que nunca fue más que una modelo de artistas pobres; pero que, después de perder su cabello, compró la peluca roja, y su cambio de carácter coincidía más o menos con esa fecha. Más aún; había algunas insinuaciones que Sheila no tomó en cuenta para nada. Por ejemplo, que la peluca no debía usarse más que unos minutos por vez; que debía guardarse fuera del alcance de la vista; que tenía ciertas “propiedades” imposibles de explicar, y así por el estilo. Naturalmente, las fantasías de su actual dueño no eran cosa que incumbiera a Sheila Devore.

La peluca era realmente hermosa. No cabía la menor duda que estaba hecha con cabellos naturales; a decir verdad parecía proceder de una sola cabeza… de una forma que cualquier persona sensible no hubiera querido ni siquiera imaginar. Es más, estaba magníficamente conservada; decíase que databa desde la época de ciertos indios centroamericanos, algo que estaba más allá de los limitados conocimientos de la actriz. Era, en una palabra, algo tan maravilloso que Sheila se pintó las cejas y anunció que, a la manera de Charles Laughton y otros notables de la pantalla, usaría la peluca a fin de apropiarse del carácter de Meg Peyton, y poder de esa forma desempeñar su papel más efectivamente. Todo esto, por supuesto, con la cooperación de su gente, y de Herbert, quien ya estaba destinado al fracaso en sus amores, aunque aun no había interpretado correctamente los síntomas; al fin y al cabo, ya había cumplido su misión, y no había motivo para ser tan obtuso.

Pero Herbert era algo tonto. Su orgullo le hacía creer que había ganado el corazón de la actriz, y obraba de acuerdo con su creencia. Sheila se dijo que el muchacho estaba convirtiéndose en una molestia de la que debía librarse. Por fortuna -o por desgracia- para Herbert, estaba ella demasiado absorta en la peluca para ocuparse del asuntillo pendiente.

La actriz iba a todas partes luciendo la peluca. La fotografiaron en Hollywood y en Nueva York, y se publicaban en las revistas fotos de una película. Sentíase muy emocionada y tan alegre como nunca. Sentía también algo más, algo que se posesionaba de ella cuando estaba sola.

Era la ilusión rara, o mejor dicho, una serie de ilusiones, las que comenzaron con la convicción de que no estaba sola en sus habitaciones, que alguien la acompañaba siempre, alguien a quien no alcanzaba a ver. Sus fantasías eran bastante reales; una o dos veces creyó ver a alguien acechando cerca del estante donde guardaba la peluca; de modo que no tardó mucho en sospechar que alguien se la quería robar. Esta alucinación sirvió maravillosamente para fines publicitarios; aunque tuvo como resultado un detalle muy molesto cuando la noticia llegó a Londres. No tardó mucho en llegar un cablegrama de Grigsby Heather, el dueño de la peluca, en el que reclamaba su devolución inmediata.

Naturalmente, Sheila ignoró la irrazonable exigencia de Heather.

Empero, las alucinaciones aumentaron, y una noche, cuando la película estaba a medio filmar, tuvo una experiencia particularmente extraña. Se hallaba sentada frente a su mesa de tocador, preparándose para salir al set, y acaba de ajustarse la peluca sobre sus cabellos platinados, cuando vio que se inclinaba sobre ella una persona a la que al principio confundió con su mucama. Realmente, llegó hasta el punto de darle una orden, cuando le llamó la atención la vestimenta de la criatura: un hábito flotante de muchos colores y una banda alrededor de la cabeza, y al mismo tiempo divisó el rostro de un hombre muy anciano, lleno de arrugas, huesudo y moreno, como el de un gitano, y vio el largo cabello rojo del hombre. Por un instante tuvo esa visión; luego, la criatura que se hallaba a su espalda pareció disolverse como una niebla y echársele encima para ser absorbida por su propio cuerpo.

Lo más extraordinario de todo fue que, mientras en el momento de la visión, Sheila se sintió terriblemente atemorizada, en cuanto la criatura desapareció en forma tan extraña, no se sintió turbada en lo más mínimo. La transición fue tan rápida que estiró la mano para oprimir el botón del timbre, y detuvo el movimiento a mitad de camino cuando la visión desapareció.

Fue más o menos en esos días cuando sus íntimos comenzaron a notar un cambio en ella. Sus uñas parecieron afilarse y alargarse, sus miradas más casuales parecían las de un ave de presa, y su andar, cuando entraba en algún sitio público, era felino, como si se dedicara ahora a una caza mucho mayor que la que le ocupó hasta el momento. Pero el cambio más grande que se operó en el carácter de la actriz fue su repentino e insaciable anhelo de carne cruda, y con preferencia los corazones frescos de las aves y animales que por lo general se comen de manera más civilizada.

Ni siquiera su agente de publicidad podía aprovechar esto. Realmente hizo todo lo posible por ocultarlo; pero, naturalmente, allí estaba Arabella Bearst, la cronista que en cierta oportunidad fuera ofendida por Sheila (¿quién no?) y ésta lo publicó en su columna, de manera que millones de espectadores lo leyeron y comenzaron a extrañarse.

Para ese entonces, Grisgsby Heather estaba desesperado. Envió a Herbert un largo mensaje, diciéndole firmemente que Herbert debía quitar de inmediato la peluca a la señorita Devore, sin demora alguna, bajo pena de las más graves consecuencias. “La peluca lleva un revenant consigo” escribió, “y se corre gran peligro al usarla. Nunca hubiera creído que la Devore la usaría más de un rato por día”.

Herbert, muchacho rico y de poco seso, consideró que las “más graves consecuencias” serian algo así como una batalla en los tribunales, y no le dió importancia. Lo que le extrañó fue la palabra revenant. Francamente, Herbert estaba mejor educado en cuestiones biológicas que en palabras de tres sílabas. La buscó en el diccionario. “Uno que retorna de la muerte o del exilio, etc., etc.” No muy aclaratorio, pensó. Sin duda alguna, Heather se había equivocado de palabra.

No obstante, preguntó a su valet qué era un revenant.

A diferencia de Herbert, su valet era hombre muy instruído, razón por la cual tenía su puesto.

-Un revenant es algo que queda detrás -explicó-. Algo así como un espectro… si es que me entiende usted.

-No, no lo entiendo -admitió Herbert.

-Pues bien, trataré de explicarle. Si yo muriese y dejase algo de mi carácter o personalidad en este cuarto…, pues, eso sería un revenant.

-Comprendo -dijo Herbert.

Pensó en el asunto por una semana, y al fin se quedó con su primera hipótesis: que Heather había empleado una palabra equivocada. ¡Qué imbécil!

Muy pronto llegó por el Clipper otra carta de Heather. Decía francamente que si no hubiera sido porque usó la peluca, Meg Peyton no habría cometido todos sus crímenes. Agregaba luego que hubo una característica especial en los asesinatos que nunca se publicó, algo horrible que era práctica común entre los sacerdotes aztecas al hacer sacrificios al sol. Los conocimientos de Herbert respecto a los aztecas eran tan profundos como los del hombre común respecto al cosmos.

Esa ignorancia resultó fatal para Herbert.

Las cosas andaban decididamente mal con respecto a Sheila Devore. Su pasión por la carne cruda era insaciable. Más aún, la joven se estaba convirtiendo en una verdadera torre de egoísmo: no se la podía reñir ni contradecir en nada. Despidió a su doncella, a su cocinera, a su ama de llaves, a su mayordomo y a su jardinero, y estaba sola en su casa aquella noche fatal en que Herbert fue a reñirla por su desagradable costumbre de comer carne cruda.

El joven oprimió el timbre, pero nadie le atendió.

Espió por una ventana y la vio sentada frente a su mesa de tocador, con la peluca puesta. Mas no fue eso todo lo que vio. En el espejo se reflejaba una horrible caricatura de cara: no la de una mujer, sino la de un horrible viejo arrrugado de ojos extraordinariamente malignos; y lo peor del caso es que ese rostro ocupaba el lugar donde debió estar reflejado el de la actriz. El muchacho dejó escapar un grito, y Sheila se volvió. Por suerte para la cordura de Herbert, no vio más que la cara de Sheila.

Ella fue a abrirle la puerta, y luego regresó a su mesa de tocador, con Herbert pegado a sus talones. Mas la joven no estaba arreglándose. Había estado observando fascinada un curioso instrumento de piedra de forma de herradura y con un mango especial, el que dijo haber comprado el día anterior en una tienda de antiguedades de San Francisco. Herbert no había visto nunca nada igual en su vida; mas como la atención del muchacho no se fijó nunca más que en bancos, mujeres, yates y diversiones, no debemos extrañarnos de su ignorancia.

Para Sheila también resultaba desconocido el instrumento; no obstante, no pudo menos que pensar que ya lo había tenido antes en la mano. Sabría lo que hacer con él cuando llegara el momento propicio.

No hay duda que no era ese el momento más propicio para que Herbert expresara el motivo de su visita; pero así lo hizo, con la torpeza que le caracterizaba. Sheila no pronunció palabra. Se volvió lentamente y le miró. Una sola mirada de sus ojos fue suficiente para acallar la voz de Herbert; no eran los de Sheíla, sino los ojos que viera en el espejo. Tragó saliva y se puso de pie.

Con la rapidez del rayo, la actriz se le echó encima.

Luego, con una tranquilidad notable, procedió a emplear el curioso instrumento que comprara en la tienda de antigüedades.

Y fue muy astuta. Recién después de una semana de la desaparición del agente de publicidad (que cometió más o menos el mismo error de Herbert), se descubrió el cadáver del muchacho, y dos días más tarde el del agente. El descubrimiento conmovió a todo Hollywood, luego a California y a todo el país, y sus ecos cruzaron el océano. Los titulares de los periódicos se sucedieron unos tras otros: La estrella de la “Asesina de Soho” complicada en un crimen; la muerte recuerda los asesinatos de Meg Peyton…; y así por el estilo.

Mas siempre hubo algo oculto, algo secreto, una especie de misterio. Algo que no se hizo público, aunque Arabella Bearst se dedicó activamente a descubrirlo. “La condición de los cadáveres…”. Algo respecto al estado de los cadáveres. Pero nadie quiso hablar. La señorita Devore fue encerrada en la cárcel, y de allí fue trasladada con mucha reserva a un manicomio, donde pasó el resto de sus días.

Arabella Bearst estaba furiosa. Y entonces se presentó en escenna Grigsby Heather. Al principio el hombre no quiso soltar prenda. Recobró su peluca y la mandó por correo a Londres. Pero Arabella no permitiría que se escapara su presa, y era maestra para atrapar incautos. Un día arrinconó a Heather en la estación y le mostró el instrumento “encontrado en posesión de la señorita Devore”.

-¡Qué extraño! -exclamó Heather, muy excitado-. ¿Dónde lo halló usted?

-¿Qué es? -le preguntó Arabella, con su sonrisa más simpática.

-Es un instrumento de sacrificio de los sacerdotes aztecas. Con él extraían el corazón viviente de sus víctimas sacrificadas al Sol.

Arabella era una mujer que nunca olvidaba un resentimiento, por insignificante que fuese. Y lo tenía contra Sheila Devore, sin importarle dónde estuviera ella ahora. Tan pronto como fue posible, apareció en su columna un comentario mordaz: “Pregunten a Sheila Devore, ex actriz del cine, si le resultó sabroso el corazón de Herbert Bleake”.

Eso resultó demasiado para el director del diario. Si Sheila hubiera podido apreciar la noticia, se habría alegrado mucho al saber que Arabella Bearst estaba buscando una nueva ocupación, gracias a la peluca roja de Meg Peyton.

El director del diario fue demasiado impulsivo. Nadie hubiera adivinado, por el comentario de Arabella, que, en vez de cautivar el corazón de Herbert Bleake -y de paso el de su agente-, Sheila Devore había seguido la costumbre usual de los aztecas… y se lo comió crudo.

August Derleth (1909-1971)

— Via Creepypastas

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