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Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

A mediados de la década de 1930 el carnaval conocido como “Carnaval Heureux” gozaba de gran popularidad. Poco antes de Junio, las tiendas estaban enganchadas entre sí y aseguradas con 12 “clavijas de metal, distintivas por el color rojo óxido formado en sus empuñaduras.

“Carnaval Heureux” poseía todos los aspectos normales de cualquier parque de atracciones: payasos, animadoras, alimentos azucarados, amén de presentar con orgullo a los mejores acróbatas y a gente joven talentosa venida de los recovecos más recónditos de Francia, elegidos y moldeados para las artes del famoso carnaval.

El más joven de estos artistas era un joven llamado William Grey. Grey era muy delgado: medía seis y medio metros de altura. Su rostro pálido y una pequeña figura de azul pintada debajo de su ojo derecho. Amable, humilde y uno de los favoritos de los niños que solían acudir a la concurrida feria, aplaudiendo con fuerzas sus hazañas. Celebraban a menudo su sombrero de lunares y el pelo castaño que caía sobre sus hombros. Él siempre sonreía.

Grey practicaba a altas horas de la noche en la cuerda floja, calculando el equilibrio y llenándose de ánimo. Al principio le resultó desalentador, pero pronto fue capaz de llegar a la otra plataforma a un ritmo sincrónico y pleno de gracia.

Una noche el aire estaba muy quieto y fresco, como una débil brisa que acariciaba la hierba. Grey había tardado más de lo acostumbrado tomando su siesta, por lo que la hora de sus prácticas se correspondió con un tiempo más avanzado. Se desperezó y preparó las plataformas, afirmando la tensión de los alambres suspendidos. Subió por la escalera del muro y, una vez en la cima, enfocó sus hermosos ojos verdes en dirección al alambre de metal fino. Sometido al impulso de los dedos de los pies, comenzó a balancearse.

Cuando se encontraba en la mitad de su recorrido, oyó un sonido extraño a sus espaldas y luego sintió que el alambre se endurecía, oscilando levemente. Giró la mirada, manteniendo el cuello rígido: al otro lado lo contemplaba su hijo, no pasaba de los diez.

Grey respiró hondo: “¿Cómo lo hiciste sin ningún tropiezo?” El niño se encogió de hombros. Grey frunció el ceño, mientras el cable vacilaba:

-No te muevas… Voy a por ti.

Cruzó la pierna derecha hacia atrás, en torno a su pierna izquierda, y viró el cuerpo para hacer frente al niño. Retrocedió un paso y le sonrió: “Solo espera.”

El hijo observó detenidamente el alambre tenso y luego a su padre, haciendo el ademán de asirlo fuertemente con sus manos. Grey agrandó los ojos, atónito. Antes de que pudiese exhalar un reproche, su hijo sacudió la cuerda y Grey cayó.

Cerró los ojos, sintiendo lo inevitable: “¿Por qué? ¿Por qué se avergonzaba de él? ¿Tal era su sentimiento de desprecio que lo había asesinado? Su propio hijo…”.

Recordó a su abuela, quien lo crió desde niño. Grey sonrió esta vez con amargura y pensó en el bufón de muñeco que ella le había confeccionado hace tanto tiempo, reposado en su almohada como una reliquia de la infancia. Entonces con una cólera repentina y terrible maldijo en lo profundo de su corazón a su hijo, a todos los niños por sus caprichos y mentiras.

Con ese último pensamiento, Grey se estrelló contra el concreto del circo. Su cráneo abierto y el extremo derecho de este completamente destrozado, su ojos izquierdo convertido en una sustancia repulsiva y confusa. Ya no sonreía.

Los niños asistentes miraban por encima del borde de la plataforma, expectantes. Pero su querido acróbata, que se decía había muerto, hizo su aparición como de costumbre, vestido de payaso. Ellos presintieron que algo andaba mal, a juzgar por la horrorosa expresión de su cuerpo. Ya no sonreía y lo que era más angustiante: parecía un muñeco. El silencio dominó el ambiente, no las risas ni los aplausos. Las lámparas se apagaron de súbito.

Gimieron los niños, llenos de pánico. Las telas del circo se tornaron de azul y negro, reemplazando el rojo y blanco característicos. Los postes que sostenían los aros de metal se habían oxidado, y el suelo colorido transformado en una serie de placas de hierro envejecido, unidos entre sí por tornillos gruesos… Los niños se arremolinaron, aterrorizados, buscando una salida, solicitando a sus padres a gritos en medio de la oscuridad.

Una luz singular iluminó a su querido acróbata, en frente de la multitud de infantes. Sonreía lentamente: “Quédense quietos, ya voy por ustedes”.

— Via Creepypastas

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