Princesa

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

¿Alguna vez te has preguntado si algo puede ser malo de nacimiento? En estos días luminosos nuestros, conceptos como el bien y el mal suelen observarse como caducos, arcaicos incluso. De acuerdo al pensamiento moderno, la gente (y los animales, claro) son producto de sus escenarios y no más responsables de sus actos que una rama suelta en el curso de un rio.

Pero yo tengo una idea más clara. Algunas cosas nacen siendo malas.

Hace unos diez años, adoptamos una perra pastor alemán llamada Duquesa.

Duquesa tuvo una camada de siete cachorritos. Seis de ellos se veían como cualquier otro pastor alemán que hayas visto, el séptimo era blanco, como la nieve. No era realmente albina, sino simplemente de cabellos color blanco, nariz negra y ojos azules.

Nunca hubo ninguna duda sobre cuál queríamos conservar. La llamamos Princesa.

Después de los seis meses, cualquier plan que hubiéramos hecho sobre vender al resto de la camada o regalarla dejaron de tener sentido, la camada entera había muerto.

Encontrábamos un nuevo cadáver cada mes, sin lesiones ni nada, como si hubieran muerto mientras dormían. Al principio creímos que tal vez su madre los estaba asfixiando o algo así.

Luego no nos cupo duda de lo que los había matado.

Al acabar el año había dominado a su madre, su padre (siendo el viejo alfa que era) y en cierto sentido, incluso a nosotros. Sus padres huían de ella. Cuando servíamos la comida, comía todo lo que quería, sin que ninguno de los otros dos se entrometieran.

Una vez intenté ahuyentarla e invitar a que los otros dos comieran primero. Me gruñó, sacando esos colmillos blancos y perfectos de sus labios negruzcos y la advertencia adquirió un tono tan profundo que me hizo cosquillas en el estómago.

Después de eso, no volví a meterme con ella.

A menudo me pregunto si los padres de los asesinos seriales sospechan que están observando un monstruo crecer. Es decir, claro, muchos de ellos son responsables directos de cómo es que terminan sus hijos, productos de casas establecidas en un patrón de violencia constante; pero también están los que parecen ser simples y llanas aberraciones. Esas familias, las que saben que no han hecho nada para que a Junior le guste acuchillar perritos, me dan mucha curiosidad, ¿sonreirán y reirán, pretendiendo que todo está bien?

Intentábamos ignorar a Princesa, racionalizar su comportamiento, las cosas extrañas que solíamos descubrir que hacía, como matar conejos y dejarlos colgando de los arbustos del patio de atrás.

“Algunos perros suelen hacer eso para demostrar que te quieren, los gatos también”, decía mi papá. “Ellos creen que están trayendo comida”.

A mí me parecía que nos medía. Justo como sus hermanitos, los conejos no tenían ninguna marca.

Como su mamá y su papá, Princesa estaba bien cuidada y nunca habría tenido que matar nada para comer, así que no era como que lo hiciera por hambre.

Los pequeños e innumerables cadáveres aparecían sin ninguna marca. La única cosa a la que Princesa le clavó alguna vez los colmillos, fue a un gatito.

Teníamos muchos gatos salvajes en los prados alrededor de la casa, y una gatita decidió tener su camada en el cobertizo de nuestro patio. Salvajes, es una forma de llamarlos; la mayor parte de ellos eran tan mansos que buscaban las caricias. La gatita era así. Esa tarde fui a verlos después de regresar de la escuela.

La puerta al cobertizo estaba abierta y adentro, Princesa se terminaba al último gatito. Sus ojos me miraron directamente, y no me soltaron hasta que me fui.

Encontramos a la madre en lo que terminé llamando, la posición de “conejo al arbusto”.

El punto de no retorno ocurrió en ese mismo año, cuando encontramos a su papá muerto. Fue el mejor perro que llegamos a tener. Amaneció sin una sola marca, un sábado por la mañana. Puedo contar con una mano las pocas veces que llegué a ver a mi padre llorar y esa fue una de esas veces.

Esa mañana también entendimos su modus operandi, al sentir húmedo y suelto el cuello de su padre: los estrangulaba, como hacen los jaguares.

Enterramos a nuestra vieja mascota y luego mi padre me mandó, con mamá, a hacer alguna cosa. No se dijo nada, pero no había ninguna duda de lo que pretendía hacer.

Estoy seguro de que hay, entre los que puedan leer esto, quién encuentre la ejecución de un pobre animal aborrecible, ¿pero qué otra opción nos quedaba, dejarla en un refugio para animales, regalarla a otra familia; quién podría hacer algo así y dormir tranquilo el resto de sus noches?

Pasamos la tarde en casa de mi tío. En una de las ocasiones en las que entré a servirme un vaso de agua a la cocina, escuché a mi mamá diciendo que a veces sospechaba si la perra no estaba poseída por algo. A veces yo aún me lo pregunto. Más tarde, papá llamó. Al parecer todo había terminado.

Para cuando llegamos a la casa, él ya se había lavado y se había cambiado de ropa, pero había poco que pudiera hacer para esconder sus heridas y menos para disimular el gesto nervioso de su rostro.

Tenía vendados ambos brazos y una pierna; pero lo que en verdad se ha quedado conmigo al pasar los años, era su cara; me han tenido que pasar muchas, muchas cosas para entenderla de verdad: era la cara de un hombre que acababa de evadir su propia muerte.

Mi padre nunca habló de esto él mismo, pero le pidió a un vecino que lo ayudara, y es desde lo que él me cuenta que tengo esta parte de la historia:

Princesa era muchas cosas (sanguinaria, malvada), pero no era tonta. En eso, si no en cualquier otra cosa, había salido a su padre; Rocky. Siempre nos encantó que pudiera entrar a la casa él solo, cuando llovía: aprendió que con algo de paciencia, podía empujar la puerta deslizante con una de sus patas delanteras. Lo más impresionante de todo, es que una vez adentro, tenía el cuidado de cerrarla detrás de sí.

Princesa había desaparecido en la pradera. No queriendo que las cosas se le fueran de las manos, mi papá llamó al vecino y transformó esto en una cacería.

En las palabras del viejo vecino: los estaba esperando.

Si suena absurdo decir que Princesa les había tendido una emboscada, entonces he fallado en describir qué tan extrañas eran las cosas con ella. Se les adelantó y dejó que la siguieran, ladrando de vez en cuando, para que los estúpidos humanos no le perdieran el rastro. Luego rodeó y se escondió en un plano bajo del descanso de un riachuelo, ahí los esperó.

En el instante en que pasaron por el río, Princesa sujetó de una pierna a mi papá y lo tiró al agua, luego se fue directo a su cuello.

Mi papá ya había perdido el rifle para ese momento e intentaba sujetarla con ambas manos.

En algún momento, logró distanciarla de una patada, permitiendo que su amigo tuviera un tiro limpio que atravesó a Princesa por el pecho. Luego la remató de un tiro en la cabeza, a quemarropa y llevó a mi papá a emergencias, diciendo que se encargaría de Princesa una vez que lo dejara en su casa.

—Se puede podrir en donde se quedó. —contestó mi viejo, y fue todo lo que llegó a decir al respecto.

Cuando aseguró a mi papá, el vecino regresó en su troca a levantar el cuerpo de la perra. Ama a estos animales, como nosotros lo hacíamos y nada más no le parecía correcto dejarla ahí. Si hubiera pasado tanto tiempo cuidando sus espaldas como nosotros, tal vez hubiera pensado distinto.

—No estaba. No había rastro de sangre, nada. —después de intentar encontrar alguna pista por unos minutos, notó algo más: un silencio enorme, nada de pájaros. El bosque entero estaba en silencio, como cuando está a punto de caer una tormenta. Sabiamente, decidió irse.

Sí, venía una tormenta.

Esa noche, Duquesa vino a empujar la puerta corrediza con su pata, algo que nunca antes había intentado y yo, tuve un sueño.

En él, estaba jugando football en el patio trasero con algunos amigos y persiguiendo el balón, terminé cerca de la tumba de Rocky. Cuando intentaba levantar el balón, Princesa saltaba de la tierra para sujetarme con su enorme hocico de una mano. Me desperté con un sobresalto y el miedo que entonces sentí me habrá quitado unos diez años de vida, al notar la silueta de un pastor alemán en el pasillo que da a mi habitación.

Era Duquesa. Estaba sentada en el pasillo, llorando y moviendo su cola con inquietud. Estaba mirando hacia afuera de la casa. Fui hacia ella y puse mi mano sobre su cabeza.

—¿Qué pasa, niña?

Fue en ese momento que noté el ruido de una pata intentando empujar un cristal. La puerta del patio.

Tomé a Duquesa del collar y me la llevé al cuarto de mis padres, cuando estuvimos dentro aseguré la puerta. Tenía catorce años y estaba muerto de miedo, pero no estaba buscando refugiarme del monstruo en el cuarto de papi y mami; ahí es donde las armas se guardan en nuestra casa.

Los levanté en seguida y les dije lo que había escuchado.

—Ay dios mío. —dijo mi madre. Papá se levantó y revisó la puerta.

—Enciérrense en el baño.

Escuché la puerta deslizarse. Si alguno de nosotros tenía dudas sobre lo que acababa de entrar a la casa, no era Duquesa. La única cosa a la que le tenía miedo en esta vida era a su propia cría. Cuando la escuchamos aullar, se orinó. Yo no estaba muy lejos de terminar igual.

A continuación, ocurrió un fenómeno de terror puro, de seis horas de duración; puntuado por los ataques incesantes contra la puerta del cuarto y estallidos por toda la casa, conforme Princesa encontraba más cosas qué romper, oraciones en susurro de la boca de mi mamá y maldiciones en letanía de mi papá, mientras otro intento de salir del cuarto terminaba frustrado.

No teníamos teléfono. El que estaba en la mesa de noche de mis papás no tenía línea. Luego encontraríamos que el cable había sido arrancado directo de la caja de la casa. Mi mamá sugirió que intentáramos llegar hasta el carro y sobre todas las cosas, fue la respuesta de mi padre lo que de verdad terminó por ponerme mal; se suponía que él tendría que ser el pensador frío en una situación así, en cambio, dijo:

—Amor, creo que eso es lo que quiere que hagamos.

Mientras la oscuridad del mundo comenzó a volverse gris, un silencio cayó sobre la casa. Miramos por las ventanas, intentando alcanzar a ver la puerta del patio; pero por más que intentamos, sólo pudimos ver una parte del exterior, dejando mucho espacio para que un perro, incluso uno grande pudiera esconderse, esperar.

Después de una hora de silencio, mi papá abrió despacio la puerta del cuarto. Me recuerdo pensando en lo inútil que me pareció el gesto. Los sentidos de un perro son mucho más agudos que los de los hombres; bien hubiera podido saludar a la bandera a tiros, hubiera sido lo mismo. Papá se detuvo en el pasillo y regresó para detenerme.

—No salgas hasta que lo diga, ¿está bien?

Con cuidado, se abrió paso hasta la puerta del patio, lo escuchamos cerrándola antes de que nos gritara que no saliéramos todavía.

Pude escucharlo intentando poner orden, recogiendo cosas en una bolsa de basura. Luego de unos minutos, nos pidió que saliéramos.

Nos encontramos con un desastre. Cojines y almohadas hechos pedazos, muebles volcados y más allá de la reparación, papeles y libros hechos confeti; pero mucho peor eran unas manchas de sangre fétida y negra, junto a varios pedazos de carne en descomposición, con pelo, regados por toda la casa. Mi mamá se preguntó en voz alta por lo que había esparcido por toda la casa. Mi papá se limitó a guardar silencio y reunir los pedazos de Rocky, para sepultarlo de nuevo.

Limpiamos lo mejor que pudimos mientras papá manejaba a casa del vecino para hacer todas las llamadas. Después de todos estos años, sigo preguntándome por qué parte de un seguro de propiedad cubrirá “daños por perro no muerto demoniaco”.

Ninguno de nosotros habló sobre lo que la noche podría deparar.

El evento no volvió a repetirse, aunque Duquesa no volvió a salir de la casa.

El tiempo avanzó.

Ocasionalmente, encontrábamos un nuevo “regalo”, esparcido en el arbusto de los conejos. Un recordatorio amistoso, un símbolo de amor de Princesa.

Un par de años después, papá me llamó a la preparatoria para contarme que el vecino había muerto.

—Paro cardiaco durante el sueño, dice la autopsia. —ambos pensábamos en cómo no habían encontrado una sola marca.

He pasado varias noches preguntándome por lo que ese viejo cazador habrá visto en sus últimos minutos. Puedo garantizarte, que lo que fuera que viera, lo miró de regreso.

No mucho tiempo después de eso , mis papás vendieron la casa. Me encargué casi por completo del proceso. Una semana luego de que los nuevos inquilinos se mudaran, el jefe de familia me llama. Quiere saber si no abandonamos mascotas cuando nos fuimos. Ya temiendo la respuesta, le pregunto por qué me lo pregunta.

—Ah, yo y los niños solemos ver este lindo pastor alemán de color blanco, en el bosque.

Lindo.

— Via Creepypastas

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