Perro del demonio

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Sí, yo maté al perro, lo tenía bien pensado desde hacía días. Era la adoración de mi novia, pero yo lo odiaba, odiaba con toda mi alma al maldito. Siempre que la visitaba se lanzaba contra mí poseído por más de un demonio; sin embargo, la cadena que lo anclaba al poste le impidió siempre lograr su antojo asesino. Nunca le tuve miedo, pero como ya dije, llegué a odiarlo con todo mi ser, así que cuando intentó romper sus cadenas el día de nuestro aniversario, decidí que yo mismo iba a matarlo.

Mi plan fue perfectamente detallado: primero, restauré con paciencia un viejo rifle que dormía oxidado en el sótano desde que mi padre había dejado la cacería. Conseguir balas fue el segundo paso, debía hacerlo con cautela y sin dejar rastro, por suerte un amigo mio me ayudó a comprarlas en el mercado negro.

Después de esto vino la parte difícil, vigilar al can cronométricamente, pronto supe la cantidad y la marca de las croquetas que tragaba el animal espiando a mi novia cuando compraba el alimento en el mercado; investigué también cada cuándo lo sacaba a pasear y el por qué de esa cicatriz horizontal en el lomo.

Cuando llegó el día “PM” yo sabía ya la cantidad de veces y el lugar exacto en el cráneo canino donde debía disparar; la forma de quitar el collar al cuerpo exánime y el tiempo justo para envolverlo en la bolsa plástica. De hecho, había practicado cientos de veces con un perro de yeso (de dimensiones y peso similares al real) que yo mismo esculpí.

La familia salió a la hora prevista y 33 minutos después, mi novia se fue, como cada jueves, a sus clases de piano. Como ya había previsto tras analizar el comportamiento climatológico de las últimas semanas, llovió. Sin gente en la calle me acerqué a la casa cubierto con una gabardina negra abierta que impediría a cualquiera reconocer mi silueta bajo tanto viento y lluvia en ese oscuro anochecer, así que, aprovechando el leve instante de luz de un rayo que me permitió fijar la mirilla, y disfrazando el sonido con el estruendo de un trueno, antes que el animal me ladrara de nuevo, yo le disparé. Todo estaba calculado: abatido al instante, de inmediato lo envolví y lo guardé en el baúl de mi camioneta.

Una inmensa satisfacción me inundó mientras subía yo también a la camioneta. Manejé durante 48 minutos exactos bajo las rutas más solitarias que hay en la ciudad, y cuando llegué al basurero, toda esa alegría se convirtió en una sonrisa de júbilo que coronaba mi rostro. Junto a la fosa cubrí el cuerpo inerte con la cal y lo aventé a la sima con orgullo, pronto no habría rastro alguno de lo que había pasado allí aquella noche.

El problema ahora era mi novia, lo quería demasiado. Extrañaría al perro, a tal punto que enfermaría, como le había ocurrido aquella vez en que estuvimos dos semanas afuera, por vacaciones, y comenzó a levantar fiebre y a pronunciar el nombre del maldito perro entre sueños.

“Se acostumbrará”, pensaba. Lo extrañará unos días, pero le compraré otro perro y al mes ni siquiera se acordara del otro animal. Por supuesto: el nuevo perro debía ser minúsculo, insignificante, cosa que no molestara en lo más mínimo cada vez que vaya a visitarla.

No me equivoqué, por lo menos no al principio. Mi novia tuvo un par de noches de fiebre, pero luego pareció aceptar la realidad y se sumió en un profundo aunque gratificante silencio. Al menos había dejado de decir que un hombre malo le había matado el perro. La familia entera había llegado a la conclusión de que el perro había roto la cadena y luego había saltado la reja. Pegaron carteles y pusieron anuncios en los periódicos con la foto del perro, aunque por supuesto, nadie llamó ni reclamó la recompensa. Pasó un mes, y el tema parecía disolverse. Y mientras tanto, mi novia y yo compartíamos más tiempo juntos, disfrutaba de su compañía ahora más que nunca.

Aproximadamente cuarenta días después de la desaparición del perro, le dije que le compraría otro. “No será tan grande como el que tenias, de hecho será muy pequeñito, pero te gustará”.

Ella asintió, no muy entusiasmada. Y fue así como aparecí, al día siguiente, con un perrito muy minúsculo, que deposité sobre su cama.

-Aquí tienes. Puedes ponerle el nombre que quieras.

-Pelito- dijo ella de inmediato, como si lo hubiese pensado toda la noche. Y lo abrazó, entonces pensé que, al menos en su mente, el can había quedado definitivamente enterrado y sólo quedaba seguir adelante.

Esa misma noche, comenzaron los problemas.

Sus padres me invitaron a quedarme en la casa con ella, no me negué, por supuesto. Entrada la noche escuché decir a la madre de mi novia que iría a dar unos chapotazos nocturnos en la piscina, el problema fue que al rato regresó envuelta en una toalla, con los gestos contraídos por el asco.

-Tiene olor a podrido. El agua tiene olor a podrido.

-No puede ser. Si la boya de cloro…

Fui al patio a ver. En efecto, las aguas de la piscina despedían un hedor putrefacto, como si se tratasen de las aguas de una ciénaga o un pozo ciego. Vacié la pileta y luego la llené de nuevo, pero al cabo de dos días el hedor regresó. Llamaron a un especialista en piscinas, y pese a que el experto revisó cada centímetro cuadrado de la superficie, no encontró nada raro en la misma.

Intenté ayudarlos. Decidí vaciar la piscina hasta que pudiera arreglar el desperfecto pero no pude hacerlo. El olor a podrido continuó, a tal punto que era imposible pasar mucho tiempo al aire libre sin comenzar a sentir náuseas. Pero eso no fue todo. Las plantas del jardín, lentamente, comenzaron a arruinarse. Algunas se secaron, y a otras las afectó un hongo que les quitó el color, y las fue transformando en retorcidas y feas raíces. El césped también sufrió el mismo mal. Luego comenzaron los problemas en mi trabajo. Los números de la empresa estaban en rojo y podía quebrar en cualquier momento. Si sucedía esto, quedaría totalmente en la calle.

Me sentía tan agobiado por mis problemas que no fui consciente de lo que sucedía con “Pelito”, el nuevo perro de mi novia. De hecho, nadie en su familia se percató, excepto ella. El perro pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, quien se encargaba de darle de comer y sacarlo a pasear. Le cepillaba el pelo y jugaba con él hasta quedar dormida. Una noche, luego de otra agotadora jornada de trabajo, me llamó para invitarme a quedarme en su casa. Cuando llegué la encontré dormida, pensaba arroparla y darle las buenas noches, pero me detuve al contemplar la sombra de ojos relucientes que me miraban desde debajo de la cama.

-¿Qué mierda?- dije, encendiendo la luz.

Allí abajo, tendido sobre una desgastada alfombra, estaba “Pelito”. Sólo que el perro, que supuestamente era muy pequeño, había crecido hasta alcanzar el tamaño de un perro mediano. Y su pelaje, anteriormente blanco como la lana, ahora parecía estar… oscureciéndose. Exactamente como había sido el pelaje del perro del demonio ese…

-¿Qué mierda?- repetí, nuevamente.

Al día siguiente, a primeras horas de la mañana, lo llevé al veterinario que me lo había vendido.

-¿Me quiere decir qué carajo es esto?- le pregunté, poniendo el perro sobre la camilla.

El veterinario examinó al animal brevemente, y luego negó con la cabeza, entre sorprendido y apesadumbrado.

-Un caso raro de gigantismo- sentenció-. Los huesos crecen más de lo debido y se deforman. Con los seres humanos pasa lo mismo. Y en cuanto al pelaje… bueno, se oscureció un poco. También suele suceder. Si quiere le devuelvo el dinero y le doy otro perro.

-¿Y qué le digo a mi novia? Perdió un perro hace dos meses, ahora perderá otro… ¿Acaso quiere que mi novia muera de tristeza?

-Entonces, qué quiere que le diga, llévese el perro y trate de cuidarlo lo mejor posible.

-¿Hasta cuándo seguirá creciendo?

-No sabría decirle. Pero, considerando que tiene apenas dos meses, supongo que alcanzará el tamaño de un doberman… quizás algo más.

-¡¿Qué?!

-Ya le dije, puedo devolverle el dinero y darle otro. Otra cosa no se me ocurre…

Regresé a la casa a toda velocidad, aún maldiciendo mi suerte. Había encerrado al perro deforme en el baúl, porque quería tenerlo alejado de mí todo lo posible. Paré en una estación de servicio y me comí un par de hot dogs, mirando pensativamente el cielo. El perro, encerrado en el baúl del coche, rascaba y gemía para que lo dejase salir.

-Ya sé que haré contigo- dije en voz alta-. Iremos a pasear. Ya lo verás.

Me desvié por el camino que, meses atrás, había tomado para eliminar al otro animal. Pero a mitad de trayecto reventó una llanta, y el auto se estrelló, a unos ochenta kilómetros por hora, contra un bosque de pinos al costado de la ruta. Salí despedido fuera del vehículo, y luego todo fue negrura.

Cuando desperté, minutos después, descubrí que no podía moverse. Algo en mi cuerpo estaba fallando. Probablemente me había roto la columna.

“Oh, por Dios ¿Y ahora qué?”

Sentí un ruido de hierbas a mi derecha. Abrí los ojos. Algo venía arrastrándose hacia mi. Pensé que podía tratarse de alguna alimaña, y busqué con la mirada alguna piedra, algún objeto que pudiera servirme de defensa. Pero luego escuché el gemido y comprendí: era “Pelito”. La baulera sin dudas se había abierto por el impacto, y el perro también había salido despedido del coche.

Al parecer el perro también se había roto algo, porque no podía caminar y se arrastraba penosamente sobre las hierbas. Tenía la boca abierta, como si sintiera mucha sed. Y sus ojos…

Estaban fijos en mí, sentí un escalofrío. “¿Qué se propone?”.

Sus muslos traseros resbalaban en la tierra y una baba le colgaba del hocico. No dejaba de mirarme, de esa forma tan fija, como si supiera… como si supiera… lo que iba a hacerle…

-Largo- dije, con voz entrecortada.- ¡Largo de aquí, maldito perro!

El perro estaba cada vez más cerca, cada vez más cerca, y abría la boca como si quisiera tragarme entero…

-¡Largo! ¡Por favor, largo…!

Ahora lo tenía frente a frente. Podía sentir su aliento tibio, su olor animal. Y cerré los ojos. “Jesús Jesús Jesús…”

Una humedad me recorrió la cara de arriba abajo. Al cabo de un rato, sentí que la humedad me pasaba por la oreja. Abrí los ojos. El perro me estaba lamiendo.

Y entonces no pude evitar llorar. Lloré porque me di cuenta de que todo era mi culpa, le había roto el corazón a mi novia. ¡Dios bendito!, ¿Cómo había podido matar a su perro? El perro que tanto amaba y jugaba con ella, el perro que era casi su hermano.

Abracé al perro y lloré. Y el perro me lamió, me lamió y siguió lamiendo…

Horas después, un campesino que regresaba de la ciudad. Vio el cuerpo tendido y se bajó para ayudar. Al lado del hombre había un perro muerto, que el campesino apartó sin mayores consideraciones. Alzó la cabeza del hombre, aunque de inmediato dio un paso atrás: porque ese hombre no tenía rostro. En su lugar sólo había una máscara repugnante de carne y sangre. Comprendió de inmediato que el perro, en sus últimos instantes de vida, le había comido la cara.

‘’El campesino, lentamente, regresó a su camioneta y tomó el celular para llamar a la policía.

Había comenzado a oscurecer.

— Via Creepypastas

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