No apagues la luz

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

No, no apagues la luz. No, no tengo miedo a la oscuridad, pero sí a lo que pueda ver cuando luego la encienda. ¿Desde cuándo? Desde que tenía cinco años, hace mucho tiempo ya. El pueblo en el que me crié era muy pequeño, perdido en medio de la Mancha, donde no había mucho salvo el ayuntamiento, la iglesia y un bar. Mi padre había heredado una casa cuando mi abuelo murió y su legado se repartió, y era una casa de esas de muros gruesos, dos pisos y bodega, con una escalera estrecha que subía a los dormitorios. No la recuerdo más que de una forma vaga, porque después de lo que ocurrió mi familia se mudó lejos.

Una noche mis padres iban a cenar con mi tío Alberto y su mujer. Como ellos no tenían hijos, me dijeron que tendría que quedarme solo unas horas. «Pero me da miedo, hay un loco suelto.» Aquella noticia era el alimento de las conversaciones morbosas del pueblo. Habíamos oído por la radio que hacía dos días que un loco se había escapado de un manicomio que había a unos kilómetros del río, y la guardia civil todavía lo andaba buscando. Sí, era una época en la que se llamaba «manicomios» a los manicomios, y a los locos, «locos». «No te preocupes», dijo mi padre, «cerraremos bien la puerta y no tardaremos mucho. Además, te dejamos con Nora». Nora era nuestra perra, una pastor alemán hermosísima, que solía dormir en una silla de mimbre que había en mi cuarto. A pesar de que me eché a llorar, mis padres no cedieron. Mi padre siempre decía que tenía que ser valiente. Empezaba a oscurecer cuando salieron por la puerta.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me fui a la cama, pero tuvo que ser mucho, porque ya era noche cerrada. El viento parecía susurrarme al otro lado de la ventana. Yo era un niño, así que encendí la luz de las escaleras para ir a apagar la del salón, y la del pasillo para apagar la de las escaleras, y la de mi cuarto para apagar la del pasillo. Y luego llegó el momento de apagar la luz del cuarto para ir a la cama, dos metros que cuando no me llevaba mi madre de la mano siempre me daban pánico. No tenía lámpara en la mesilla, así que tenía que hacerlo en la oscuridad. Lo que hacía era darle al interruptor y correr a la cama, aguantando la respiración, hasta esconderme bajo las sábanas. Y, como todos los niños, cada vez que lo hacía tenía la sensación de que había estado a un segundo de que algo me agarrara del tobillo. En cuanto me tapaba me quedaba totalmente inmóvil. Mi hermano mayor, el que había muerto poco antes, siempre me decía «si te quedas quieto, muy quieto, los monstruos no saben dónde estás». Así que aquella noche me quedé quieto, muy quieto. Y a pesar de que los oídos parecían pitarme de la intensidad con la que buscaban cualquier ruido extraño, al final me quedé dormido.

Pero me desperté. O más concretamente, tenía la sensación de que algo me había despertado, tal vez una advertencia en mi sueño. Sólo una rendija de la luz de las farolas entraba por encima de las cortinas, y se proyectaba justo encima de la cara del crucifijo que había colgado en la pared, cuyo Cristo, en su siniestra iconografía, parecía retorcer aún más el rostro. Pero a pesar de lo inquietante que me parecieron los dos ojos pintados que me miraban tan fijamente, había algo más, lo sentía como una presión en el pecho que me avisaba, como a todos los animales que son presas, de que algo ocurría, que de alguna forma una presencia en la casa la teñía con una amenaza. Durante mi sueño me había destapado un poco, y tenía un pie fuera de las mantas. Lo notaba helado, pero no me atrevía a moverme, ni siquiera me atrevía a respirar muy fuerte por si el ruido atraía a lo que fuera que estaba allí, en alguna parte, tal vez acechando ya en la escalera. Los minutos pasaban, y a cada latido esperaba que algo informe saltara sobre mí.

La puerta se abrió, muy suavemente, y oí unos jadeos, y luego oí cómo cedían las cañas de la silla de mimbre. Quería decir «Nora, ven», notar su peso junto a mi cuerpo que era lo más frágil que existía en ese momento, quería notar el tacto de su pelo, la defensa de su musculatura. Pero no me atrevía siquiera a despegar los labios. Pasaron unos minutos, su jadeo parecía un poco más lento, pero tenía un matiz expectante. Y entonces empecé a oír otro ruido, un goteo, ploc, ploc, ploc, que parecía venir de todas partes y ninguna.

Los minutos pasaban agónicamente despacio. Y mi imaginación empezaba a jugarme malas pasadas, de esa manera en que en la penumbra la oscuridad perece llenarse de manchas de tinta que bailan y se amalgaman y se devoran. La cara del crucifijo parecía fluctuar, y una y otra vez me parecía ver que giraba la cabeza unos milímetros. Y yo apretaba los ojos con fuerza prometiéndome no volver a abrirlos, pero no lograba aguantar y miraba de nuevo, y la madera parecía viva y que su boca se estremecía. Y el ploc, ploc, ploc insistente parecía adaptarse a mis latidos. Un sudor frío empezó a cubrirme la frente, el cuello y el pecho, pegándome a la piel el pijama.

No pude evitarlo. «Si te quedas quieto, muy quieto, los monstruos no saben dónde estás.» Pero me moví. Apenas fue un centímetro, intenté esconder el pie en silencio. Y me volví a quedar petrificado cuando noté que Nora había parado de jadear, como si hubiera percibido también la presencia que yo notaba, como si se hubiera dado cuenta de que ese minúsculo desplazamiento había alertado a lo que sea que merodeaba por el pasillo. Noté cómo se acercó a mi cama y me olisqueó el pie, como si quisiera corroborar que efectivamente aquello había sido lo que nos había descubierto. Después volvió a jadear un poco, como desasosegada, y luego empezó a lamerme el pie, como si quisiera curarme una herida futura.

Ploc, ploc, ploc. Era lo único que oía de verdad entre los pasos que imaginaba acercarse haciendo crujir el viejo parqué. La respiración caliente de Nora acariciaba mi pie y su baba se deslizaba entre mis dedos. No paraba de lamerme, y por un momento el terror me invadió cuando pensé que quizás intentaba decirme algo, tal vez me estaba pidiendo que me levantara y que la siguiera a un lugar seguro. Pero el miedo me atenazaba, imaginaba que en cuanto pusiera un pie en el suelo una mano surgiría de debajo de la cama y me arrastraría a la negrura. Y aquel goteo cada vez se hacía más penetrante, más contundente, como marcando una cuenta atrás. Como el tiempo es informe, pasaron minutos u horas, una duración indeterminaba remachada por la gota, la lengua de Nora, la cara del crucifijo. El intervalo más largo de mi vida. Y quería incorporarme y abrazar a la perra y correr a la calle, y mi cuerpo me había abandonado, aún más aterrado que yo mismo. Empecé a llorar sin hacer ruido. Fue en ese instante cuando todo se precipitó. Oí la puerta de la calle que se abría.

«Mamá», querría haber gritado, lo grité en mi mente una y otra vez, pero ni siquiera me salió un murmullo. Ploc, ploc, ploc. El sonido de las llaves que mi padre dejaba siempre colgadas de la escarpia junto a la puerta de la casa. Los ojos de madera que seguían mirándome. —Mamá —susurré para las sábanas. Los lamidos de Nora que se hicieron un poco más rápidos, como suplicantes, tras un segundo de pausa. Las lágrimas que seguían escurriéndose por mi cara. Ploc, ploc, ploc. El roce de los abrigos de mis padres, el tintineo del perchero. La cara labrada que parecía agonizar un poco más. —Mamá —volví a susurrar con la garganta seca. Nora seguía rozándome con su lengua. Dos pequeños charcos marcaban mi almohada. Ploc, ploc, ploc. Un sonido como de vasos en la cocina. Un brazo de madera que por un momento pareció oscilar. —Mamá —muy tenue, como tras un velo de terciopelo. Nora se detuvo a escuchar mi voz. Mi respiración entrecortada, mis ojos inflamados sin ver nada. Ploc, ploc, ploc. El silencio en la planta de abajo porque tal vez me habían oído. La boca de madera parecía querer decirme algo. —Mamá —y esta vez pude oírme. Nora que volvía a lamerme, con más urgencia. Mi corazón que saltaba. Ploc, ploc, ploc. La luz de la escalera, las pisadas en los escalones. El pecho tensado por la crucifixión respiraba. —¡Mamá! —grité por fin, con la potencia de la desesperación. Los lamidos de Nora que se volvieron frenéticos. El olor de mi propio sudor. Ploc, ploc, ploc. Las zancadas precipitadas de mis padres. Las gotas rojas bajo la corona de espino se deslizaban. —¡Mamá!, ¡mamá! La lengua de Nora. Mis ojos que intentaban aferrarse a la rendija de luz del pasillo que ya entraba por la puerta. Mis padres que entraban en la habitación.

Entonces mi madre encendió la luz, grabándome dos imágenes para el resto de mi vida. Una fue la de Nora en la silla de mimbre, con una herida en el cuello de la que la sangre goteaba haciendo ploc, ploc, ploc. Y la otra, la cara del loco que me lamía el pie.

— Via Creepypastas

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