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Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

La siguiente vez que me di cuenta, caminaba por una zona extensa de una carretera que atravesaba el desierto. Estaba llegando a una ciudad, pero no estoy seguro de cuál; los letreros que avisaban que estaba a cinco o seis kilómetros de cualquier parte, simplemente decían “YA LO VERAS” desde hace cinco o seis kilómetros.

No había nadie a la vista en ese pueblo. Se veían los rastros del abandono por doquier. La arena y las rodadoras habían invadido la ciudad. Se veía limpia de basura, pues el viento se la había llevado hace tiempo y parece como si no hubiese habido gente en meses que la rellenara de más basura.

No dudé en dirigirme a ese lugar, porque…, bueno, ¿qué podía ser peor que estar en medio del desierto sin lugar a dónde ir? Si mis cálculos no me fallaban, esa podría ser Villa Ahumada -aunque podría estar equivocado, no soy un amplio conocedor de la geografía de mi estado- y podría haber recorrido ya más de cien kilómetros a pie desde mi hogar. No había tenido el valor de volver a mi casa ni por un cambio de ropa y mucho menos de volver a dónde había dejado mi auto. Entrar en la ciudad quizá no sería sinónimo de salvación, pero podría encontrar sombra y agua, en el mejor de los casos.

Lo primero que hice fue arrejuntarme a las casas para recibir sombra. Al apoyarme en una casa pintada de verde menta, pude ver por la ventana de una recámara como un anciano de barba blanca, piel albina, poco aseo y con los pantalones abajo se cogía a una mujer desnuda y muy hermosa, que dudo que estaría muy de acuerdo si no estuviese profundamente dormida en su cama, como en coma. Aparté la mirada y caminé bajo la sombra de las fachadas, esperando que mi piel dejara de arder y mi cuerpo de sudar. Después de lo que pasé en mi propia casa, no pensaba entrar a ninguna de todas estas, pero estaba esperanzado a ver alguna llave de agua en algún patio delantero (si es que aún circulaba el agua) o algún charco en la banqueta.

Caminé de esta manera por cerca de cinco cuadras hasta alcanzar un mural largo de unos tres metros de alto, como las paredes que hay comúnmente en los panteones. Sólo que en éste había pasmados artes con colores muertos y de muy mal gusto. Había uno de una mujer llorando sangre y con un martillo sobre la cabeza de su bebé; otro de un niño empujando a otro que podría ser su hermanito de un arrecife; otro muy bien elaborado al etilo rupestre relataba una pequeña historia en imágenes simples de hombres cavernarios que estaban cazando, luego como una figura anciana y torcida les habló y eventualmente se estaban cazando entre ellos. La pintura al final de este mural, la más perturbadora de todas, era en blanco y negro y tan realista como una foto. No mostraba más que la imagen a tamaño real de un sujeto de sombrero de cinta blanco, camisa de manga corta, pantalón de tirante y moño cincuentero abriendo la puerta de su casa amablemente mientras sonreía hacia enfrente, como invitando a alguien a entrar.

Pasando esa larga barda, había un camino de terracería que llevaba a través de unos baldíos extensos hasta otra sección de la ciudad. Me molestó volver a sentir la luz del sol sobre mi piel y la idea de tener que tolerarlo por al menos doscientos metros más, pero de no haber sido por el sol, jamás me habría dado cuenta de que mi sombra ya no me seguía (uno se da cuenta de esas cosas). Me volví para verla correr en dirección al mural y pasmarse en él, simple pintura negra perfectamente trazando mi figura. Vi al hombre de la puerta cobrar vida y saludarla complacido; mi sombra le devolvió el saludo y se acercó a la puerta, como si fueran dos buenos amigos. El hombre se apartó y dejó que mi pintura entrara, luego me miró, si sonrisa se ensanchó de una forma monstruosa, me guiño un ojo y entró en su casa triunfal.

Ridículo como suena, corrí a prisa hacia ese mural esperando lo peor y comencé a golpear la puerta de la casa, que no era de madera sino de bloque. Gritaba para advertir a mi sombra que las intenciones de su anfitrión no eran buenas y que volviera a toda prisa. Entonces, mi camiseta se desgarró como por acto de magia y un rasguño de tres uñas apareció en mi estómago. El rostro del ahora monstruoso y enloquecido sujeto asomó por la ventana, como mofándose y disfrutándolo. Mi sombra abrió la puerta y casi escapa antes de que una mano deforme lo arrastrara de vuelta a la oscuridad de la casa. Sentí como mis pantalones se bajaban. Si no hacía algo a toda prisa, mi sombra (y yo, casi con toda seguridad) sería la perra de un desgraciado maniaco y depravado. Miré en todas direcciones y en la otra calle, a unos cien metros, había un auto con la puerta abierta. Como el recorrido era largo, tuve tiempo de entender que estaría totalmente funcional y probablemente las llaves estarían puestas, o quizá ya encendido, porque era una decisión que tendría que tomar. ¿Me creía capaz?

Rodé por el suelo cuando sentí como mi ropa interior se deshacía también, dejándome completamente desnudo y llegué hasta el auto. No creo necesario tener que agregar que las llaves estaban puestas; encendí el auto, pisé a fondo y fui a impactarme contra el muro, derribándolo al instante. Este cayó sin mucha resistencia y se hizo pedazos. Algo de escombro aterrizó sobre el auto, pero la mayoría se fue hacia el otro lado. La bolsa de aire me protegió contra daño significativo en órganos vitales. Aun así, sentí como mi cuerpo se rompía y se contusionaba bajo el peso de la casa mural. Teóricamente mi sombra/yo había sido aplastado por ella, así que debería estar muerto.

Salí del auto y fui caminando a lo largo del recorrido recogiendo toda mi ropa, con mi sombra ahora siguiéndome al mismo herido y penoso paso. Todos en el mural, el niño que había lanzado a su amigo, los cavernícolas muertos y la mujer con su bebé muerto, se reían de mi desnudez. Me puse todo de vuelta, ignorándolos, y trastabillé otra vez hacia el vehículo que, si no había recibido buen daño, quizá podría funcionar. En este estado, no llegaría muy lejos caminando.

Al estar llegando de vuelta a la puerta del conductor, las risas de las pinturas, que volvieron a ser pinturas, cesaron abruptamente para dejar en evidencia una sola risa sepulcral y monstruosamente grave que venía del otro lado del muro. El polvo que levantó el choque estaba dejando de bloquear el resplandor del sol y se estaba asentando una vez más para dejarme ver lo que había del otro lado. Efectivamente, era un panteón. Un panteón más grande que cualquiera que yo hubiera visto jamás. No estaba seguro de donde terminaba. Me acerqué un poco a la nueva entrada que había abierto con el carro, sin soltar la manija de la puerta. Debía de abarcar al menos veinte o treinta kilómetros.

El muro había caído sobre una fosa común, y justo de ahí adentro era de dónde provenía la risa. Era él, el hombre en la puerta, era su risa. Allá en la distancia, una gigantesca bola apareció rodando sobre las tumbas, cual rodadora impulsada por el viento. Debía de tener por lo menos unos diez metros de diámetro. Subí al auto tan pronto como pude, lo encendí y puse marcha en reversa mientras la risa arreciaba y la bola enorme comenzaba a girar en esta dirección.

Comencé a escuchar detonaciones. Estaba bastante seguro de que eran armas de fuego. Quise descartar la idea, pero me convencí cuando una bala se estrelló contra el cofre del auto. Antes de ponerlo en marcha por la carretera, pude apreciar mejor la masa que venía en esta dirección. Eran cuerpos humanos, o partes de ellos al menos, todos perfectamente camuflados por uniformes militares y con sus fusiles aún en las manos. Algunas armas venían apuntando hacia afuera, y era de las que salían las balas que pasaban zumbando ocasionalmente cerca del auto. Aceleré para quitarme de la trayectoria de la bola de cuerpos antes de que me aplastara. Recorrí cerca de la mitad del camino hasta la otra sección de la ciudad cuando otra bala perforó el cofre, acertando en alguna parte vital del motor aparentemente. Éste se apagó y no pude volverlo a echar a andar. Bajé del auto y contemplé como la bola giraba en esta dirección. Estaba decidida a que yo fuera parte de su imperfecta redondez.

Quise correr, pero estaba muy lastimado, muy sediento, muy hambriento y muy débil como para pensar en esforzarme. Cojeé tan rápido como pude hacia la otra cuadra. Mi intención era la de refugiarme en una casa, pero estaba claro que no alcanzaría a llegar. ¿Tenía salvación? Sí. En forma de una alcantarilla. Estaba mucho más cerca de mí que las casas, y además sobresalía del concreto, por lo que esperaba que las bisagras estuvieran lo sufisientemente limpias de tierra para girar libres y dejarme entrar sin mucho problema. Era mejor idea que seguir haciedo mi patético esfuerzo por escapar. Caí contra la terracería y forcé la tapa, que crujió y chirrió, pero finalmente se abrió y me dejó entrar justo cuando podía ver las cuencas desprovistas de ojos en los rostros del batallón suicida que conformaba esa gran bola. Cerré la alcantarilla a unos segundos de ser aplastado. La alcantarilla crujió bajo el peso de la muchedumbre y yo me deslicé hasta el fondo del desagüe para poner distancia entre yo y el exterior.

En el fondo, había tan solo un hilillo de agua sucia. ¿Me importó? No. Me apretuje contra la tubería de un metro de diámetro; me retorcí ignorando el dolor, para poder recostarme sobre el estrecho fondo y lamí el líquido. A cuatro o cinco metros sobre mí, la bola de cuerpos siguió su rumbo y tan solo el viento que se filtraba por los hoyuelos llenaba el túnel con su eco casi musical. Tras unos minutos, la sed había desaparecido de mi lista de necesidades. Tenía sabor asqueroso, pero hasta cierto punto era hidratante. Una vez me sentí medio satisfecho, me apoyé contra el tubo y me supuse listo para descansar. Había sido demasiado para un día…

Pero no fue así. Allá, a unos cien metros, bajo lo que parecía la siguiente alcantarilla, iluminado por los puntos de luz que me iluminaban a mí, estaba una figura agazapada. Un manto negro era su única prenda. Su piel era blanca azulada y no tenía pelo. Desde aquí no podía apreciar nada más, pero sabía (uno se da cuenta de esas cosas) que no era nada como lo que yo jamás hubiese visto. Su rostro no delataba ira, ni locura, ni miedo; ahora que lo pienso bien, creo que su expresión evidenciaba cordura, la única que había visto en varios días.

Habló tranquilamente, en voz baja, pero su voz sonó fuerte y clara en mis oídos, gracias a la resonancia del acueducto de concreto.

“Yo

“He visto a tantos otros, desde jóvenes hasta viejos. Les he robado la fe y les he roto el alma.

“Vine aquí antes que Dios, tus pecados perdoné, y pagué tu precio para traerte aquí. Soy el devorador de mundos, pero también los construyo. Soy el consumidor de almas, pero también las enriquezco.

“Tus pasos yo seguí y saboreé tu sudor. Varias veces te levanté y te ayudé a continuar, te entendí. Tus huesos he roto, tu cansancio he aumentado, sí; pero te he ayudado también. Ese tiempo terminó ya, y no puedo seguir manteniendo todas las fuerzas que actúan en tu contra a raya.

“No hay comida que te pueda alimentar, no hay medicina que te pueda salvar. No hay un camino que te lleve lejos de mí, si yo soy todo lo que hay en el futuro. Ya ríndete y duerme. Este es tu mundo ahora. Tu… Mundo Ahora.”

Una lágrima rodó por mi mejilla mientras apoyaba la barbilla contra el concreto. Mi cuerpo estaba maltratado y mi alma casi rota, pero, en ese instante, justo cuando caía, me sentí iluminado.

“Lo sé”, le dije. “Ya había estado aquí antes. ¿No te acuerdas? Quizá en una pesadilla. O en uno de esos momentos en los que te pones a pensar en cosas al azar. Ladrillo por ladrillo, lo vi alzarse ante mis ojos y sin alguien que pusiera los cimientos. En parte soy responsable de haber llegado, porque entendí que no era nada más como las cosas terminarían para mí, sino que lo acepté. Yo corté el listón con tijeras de marca ‘funeral’, yo agregué mi nombre en la lista titulada ‘no se apunte’. He traído desdicha a aquellos que me rodeaban, sin decirles que el fin era donde yo iniciaría. He visto y he aprendido, y ahora no lo quiero, aunque ya es muy tarde para devolverlo.

“Y sin embargo, está bien.

“Mi mundo ahora, mi mundo después, ¿qué más da? ¿No es acaso lo que solía ser desde que tengo uso de razón? ¿Es acaso la primera vez que apuesto mi vida a la supervivencia? ¿Alguna vez me he sentido del todo a salvo? ¿He vivido una vida libre de sed, de hambre, de calor, de frío? ¿Nunca he tenido miedo? Aquí, ahora, mañana, siempre, lo único que tenemos es la oportunidad de seguir moviéndonos. Es todo lo que de verdad poseemos.

“Así que me moveré. No importa a dónde, no importa cómo. Pero nunca dejaré de moverme”.

— Via Creepypastas

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