Los hijos de la noche

Allá afuera
Allá afuera

Recuerdo que había seis de nosotros en el extrañamente amueblado estudio de Conrad, con sus reliquias exóticas de todas las partes del mundo y sus largas hileras de libros que abarcaban desde la edición Mandrake Press de Boccaccio hasta el Missale Romanum, encuadernado en guardas de roble e impreso en Venecia, en 1740. Clemants y el profesor Kirowan acababan de enzarzarse en una discusión un tanto tempestuosa sobre un tema antropológico: Clemants sosteniendo la teoría de una raza alpina separada y diferenciada, mientras que el profesor mantenía que la susodicha raza era meramente una desviación del tronco ario original… posiblemente el resultado de una mezcla entre las razas mediterráneas o del sur y el pueblo nórdico.

-¿Y cómo -preguntó Clemants- explica usted su braquicefalia? El cráneo de los mediterráneos era tan largo como el de los arios: ¿acaso una mezcla entre esos pueblos dolicocéfalos produciría un tipo intermedio de cráneo ancho?

-Condiciones especiales podrían ocasionar un cambio en una raza originalmente de cráneo largo -replicó bruscamente Kirowan-. Boaz, por ejemplo, ha demostrado que en el caso de los inmigrantes en América, las formas del cráneo suelen cambiar en una sola generación. Y Flinders Petrie ha probado que los lombardos cambiaron de una raza de cráneo alargado a una de cráneo redondeado en unos cuantos siglos.

-Pero, ¿qué causó tales cambios?

-Aún queda mucho que la ciencia ignora -respondió Kirowan-, y no es preciso que seamos dogmáticos. Nadie sabe todavía por qué la gente de antepasados ingleses e irlandeses tiende a alcanzar alturas fuera de lo común en el distrito Darling de Australia, o por qué la gente de tal descendencia generalmente tiene la estructura de la mandíbula más delgada después de unas cuantas generaciones en Nueva Inglaterra. El universo está lleno de cosas inexplicables.

-Y de ahí resulta que sea poco interesante, según Machen -dijo riendo Taveral.

Conrad sacudió la cabeza.

-Debo mostrar mi desacuerdo. Para mí lo incognoscible presenta una fascinación extraordinaria.

-Lo que explica, sin duda alguna, todas las obras sobre brujería y demonología que veo en tus estanterías -dijo Ketrick, con un gesto de la mano hacia las hileras de libros.

Y déjenme que les hable de Ketrick. Cada uno de los seis era de la misma ascendencia… es decir, bretón o americano de ascendencia británica. Por británica, incluyo a todos los habitantes naturales de las Islas Británicas. Representábamos varias corrientes de sangre celta e inglesa pero, básicamente, esas corrientes eran la misma. Excepto Ketrick: ese hombre siempre me pareció extrañamente ajeno. Sólo en sus ojos aparecía externamente la diferencia. Eran de una especie de ámbar, casi amarillo, y ligeramente oblicuos. A veces, cuando le mirabas a la cara desde ciertos ángulos, parecían sesgados como los de un chino.

Otros, aparte de mí, habían notado tal rasgo, tan inusual en un hombre de pura descendencia anglosajona. Los mitos usuales adscribiendo sus ojos rasgados a cierta influencia prenatal habían sido rebatidos, y recuerdo que el profesor Hendrik Booler señaló una vez que Ketrick era indudablemente un atavismo, representando una reversión del tipo a cierto borroso y distante antepasado de sangre mongola… una especie de rara regresión, ya que nadie de su familia mostraba tales rasgos.

Pero Ketrick procede de la rama galesa de los Cetric de Sussex, y su linaje está inscrito en el Libro de los Pares. Allí puede leerse la línea de sus antepasados que se extiende sin ninguna interrupción hasta los días de Canuto. Ni la más ligera señal de mezcla mongoloide aparece en la genealogía y, ¿cómo podía darse tal mezcla en la vieja Inglaterra sajona? Pues Ketrick es la forma moderna de Cedric, y aunque esa rama huyó a Gales antes de la invasión de los daneses, sus herederos varones se casaron tozudamente con familias inglesas de las marcas fronterizas, y sigue siendo un puro linaje de los poderoso Cedric de Sussex… casi sajón puro. En cuanto al hombre mismo, este defecto de sus ojos, si puede llamársele defecto, es su única anormalidad, excepto un ligero y ocasional tartamudeo. Posee un elevado intelecto y es un buen compañero excepto por una ligera tendencia al distanciamiento y una bastante profunda indiferencia que puede servir para enmascarar una naturaleza que sea extremadamente sensible.

Refiriéndose a su comentario, dije con una carcajada:

-Conrad persigue lo oscuro y lo místico como algunos hombres persiguen el romanticismo; sus estanterías se hallan atestadas con deliciosas pesadillas de toda clase.

Nuestro anfitrión asintió.

-Encontraréis gran número de platos deliciosos… Machen, Poe, Blackwood, Maturin… mirad, un banquete fuera de lo común… Misterios Horrendos, por el Marqués de Grosse… la auténtica edición del siglo XVIII.

Taveral examinó las estanterías.

-La ficción fuera de lo común parece mezclarse con obras sobre brujería, vudú y magia negra. Cierto; los historiadores y las crónicas son a menudo aburridas; pero nunca los tejedores de historias… los maestros, quiero decir. Un sacrificio vudú puede ser descrito de modo tan aburrido como para quitarle toda la fantasía y dejarlo meramente en un sórdido crimen. Admitiré que pocos escritores de ficción alcanzan las auténticas cimas del horror… la mayor parte de su obra es demasiado concreta, poseyendo un exceso de dimensiones y forma terrestre. Pero en relatos como La caída de la Casa de Usher, de Poe, el Sello Negro, de Machen y La llamada de Cthulhu de Lovecraft -los tres genios del cuento de horror, a mi entender- el lector es arrastrado a los oscuros reinos exteriores de la imaginación.

-Pero mirad ahí -continuó-, ahí, aprisionado entre esa pesadilla de Huysman y El castillo de Otranto, de Walpole… los Cultos Innombrables de Von Junzt. ¡Ahí hay un libro para tenerte despierto por la noche!

-Lo he leído -dijo Taverel-, y estoy convencido de que ese hombre está loco. Su obra es como la conversación de un maníaco… discurre con asombrosa claridad durante cierto tiempo, luego se sumerge de pronto en vaguedades y balbuceos inconexos.

Conrad sacudió la cabeza.

-¿Pensaste alguna vez que es quizás su misma cordura la que le hace escribir de ese modo? ¿Que acaso no se atreve a poner sobre el papel todo lo que sabe? ¿Que acaso sus vagas suposiciones son indicios oscuros y misteriosos, claves del rompecabezas, para aquellos que saben?

-¡Paparruchas! -dijo Kirowan-. ¿Pretendes insinuar que alguno de los cultos de pesadilla a los que se refiere Von Junzt han sobrevivido hasta la fecha actual… si es que existieron alguna vez salvo en el cerebro obsesionado de un poeta y filósofo lunático?

-No sólo él usaba los significados ocultos -respondió Conrad-. Si examinas varias obras de ciertos grandes poetas puedes hallar dobles sentidos. Los hombres han dado con secretos cósmicos en el pasado y han revelado indicios de ellos al mundo en palabras crípticas. ¿Recuerdas las alusiones de Von Juntz a una «ciudad en medio de la desolación»? ¿Qué piensas del párrafo de Flecker?:

¡No pases por allí! Dicen los hombres que en pétreos desiertos florece aún una rosa. Pero que no hay escarlata en su pétalo… y de cuyo corazón no fluye perfume alguno.

Los hombres pueden encontrar por azar cosas secretas, pero Von Juntz llegó a profundizar en misterios prohibidos. Por ejemplo, era uno de los pocos hombres que podían leer el Necronomicon en la traducción griega original. Teveral se encogió de hombros y el profesor Kirowan no replicó directamente, aunque resopló y chupó furiosamente su pipa; pues él, al igual que Conrad, había estudiado la versión latina del libro y había encontrado allí cosas que ni siquiera un científico de sangre fría podía responder o refutar.

-Bien -dijo finalmente-, suponed que admitimos la antigua existencia de cultos girando en torno a tales dioses y entidades innombrables y horrendas como Cthulhu, Yog Sothoth, Tsathoggua, Gol-Goroth y otros parecidos, sigo sin poder creer que supervivientes de tales cultos acechen en los rincones oscuros del mundo.

Para nuestra sorpresa Clemants respondió. Era un hombre alto y delgado, silencioso casi hasta la taciturnidad, y su feroz lucha con la pobreza en su juventud había ajado su rostro por encima de su edad. Como muchos otros artistas, vivía una vida literaria claramente dual, con sus novelas de capa y espada proporcionándole saneados ingresos, y su posición editorial en La Pezuña Hendida permitiéndole una total expresión artística. La Pezuña Hendida era una revista de poesía cuyos extraños contenidos habían despertado a menudo el interés escandalizado de los críticos conservadores.

-Recordaréis que Von Juntz menciona a un llamado culto de Bran -dijo Clemants, llenando la cazoleta de su pipa con una clase particularmente repulsiva de tabaco común-. Creo que una vez os oí a ti y a Taverel discutiéndolo. -Como infiero de tus insinuaciones -replicó bruscamente Kiroan-, Von Junzt incluye este culto particular entre los que aún existen. Absurdo.

Clemants negó nuevamente con la cabeza.

-Cuando era joven y me abría paso a traves de cierta universidad, tenía por compañero de cuarto a un muchacho tan pobre y ambicioso como yo. Si te dijera su nombre, te asombrarías. Aunque provenía de un viejo linaje escocés de Galloway, era obviamente de tipo no-ario. Esto lo digo con la mayor discreción, entendedme. Pero mi compañero de cuarto hablaba en sueños. Empecé a escuchar y recompuse sus balbuceos dispersos. Y en lo que murmuraba oí por primera vez el viejo culto aludido por Von Juntz; del rey que rige el Imperio Oscuro, el cual revivía un imperio más viejo y oscuro aún que se remontaba a la Edad de Piedra; y de la gran caverna sin nombre donde se halla el Hombre Oscuro… la imagen de Bran Mak Morn, tallada según su semejanza por la mano de un maestro mientras el gran rey aún vivía, y a la cual cada adorador de Bran peregrina una vez en su vida. Sí, ese culto vive hoy en los descendientes del pueblo de Bran… una corriente silenciosa y desconocida que afluye al gran océano de la vida, esperando que la imagen de piedra del gran Bran aliente y se mueva con una vida repentina, y salga de la gran caverna para reconstruir su imperio perdido.

-¿Y quiénes eran el pueblo de ese imperio? –preguntó Ketrick.

-Pictos -respondió Taverel-, indudablemente el pueblo conocido después como los pictos salvajes de Galloway era predominantemente celta… una mezcla de elementos gaélicos, címricos, aborígenes y posiblemente teutónicos. Si tomaron su nombre de la raza más antigua o le prestaron su propio nombre a esa raza, es una cuestión que resta por decidir. Pero cuando Von Junzt habla de pictos, se refiere específicamente a los pueblos pequeños y morenos de sangre mediterránea, comedores de ajo, que trajeron la cultura neolítica a Inglaterra. Los primeros pobladores de ese país, de hecho, que hicieron surgir los cuentos de duendes y espíritus de la tierra.

-No puedo estar de acuerdo con esa última aseveración -dijo Conrad . Esas leyendas confieren a sus personajes la deformidad y la inhumanidad de su apariencia. No había nada en los pictos para suscitar tal horror y repulsión en los pueblos arios. Creo que los mediterráneos fueron precedidos por un tipo mongoloide, muy bajo en la escala de la evolución, de donde tales historias…

-Muy cierto -interrumpió Kirowan-, pero me cuesta pensar que precedieron a los pictos, como les llamas, en Inglaterra. Encontramos leyendas de trolls y enanos en todo el continente, y me inclino a pensar que tanto el pueblo ario como el mediterráneo trajeron esas historias con ellos del continente. Esos primeros mongoloides debían ser de un aspecto extremadamente inhumano.

-Al menos -dijo Conrad-, aquí hay un mazo de pedernal que un minero halló en las colinas galesas y me entregó, que nunca ha sido totalmente explicado. Obviamente no es de fabricación neolítica ordinaria. Ved lo pequeño que es comparado a la mayoría de herramientas de tal edad; casi como el juguete de un niño; y con todo es sorprendentemente pesado y sin duda podía propinarse con él un golpe mortífero. Yo mismo le encajé el mango y os sorprendería saber lo difícil que fue tallarlo con la forma y el equilibrio correspondientes a la cabeza.

Contemplamos el objeto. Estaba bien hecho, pulido en algún modo como los otros restos del neolítico que había visto pero, como decía Conrad, era extrañamente diferente. Su pequeño tamaño producía una rara inquietud, pues en ningún modo tenía la apariencia de un juguete. Era tan siniestro en lo que sugería como una daga de sacrificio azteca. Conrad había moldeado el mango de roble con rara habilidad, y al tallarlo para encajarlo en la cabeza, se las había arreglado para darle la misma apariencia antinatural que tenía el propio mazo. Incluso había copiado el modo de trabajar de los tiempos primigenios, fijando la cabeza a la hendidura del mango con tiras de cuero.

-¡A fe mía! -dijo Taverel a la vez que lanzaba un torpe golpe a un antagonista imaginario y estuvo a punto de romper un costoso jarrón Shang-. El equilibrio de esta cosa se halla totalmente descentrado; tendría que reajustar toda la mecánica de mi estabilidad y equilibrio para manejarlo.

-Déjame verlo -dijo Ketrick mientras tomaba el objeto y lo examinaba, intentando arrancarle el secreto de su adecuado manejo.

Por fin, un tanto irritado, lo balanceó hacia arriba y golpeó fuertemente un escudo que colgaba en la pared cercana. Me encontraba cerca; vi el mazo infernal retorcerse en su mano como una serpiente viva y cómo su brazo se desviaba del objetivo; oí un alarmado grito de aviso… y la oscuridad llegó con el impacto del mazo contra mi cabeza. Me deslicé lentamente de vuelta a la consciencia. Primero fueron sensaciones apagadas de ceguera y una falta total de conocimiento en cuanto a dónde estaba o quién era; luego una vaga conciencia de vida y ser, y algo duro oprimiendo mis costillas. Luego las neblinas se aclararon y volví completamente en mí. Estaba tendido de espaldas bajo algún arbusto y la cabeza me latía ferozmente. También mi cabello estaba sucio y costroso de sangre, pues el cuero cabelludo había quedado al desnudo. Pero mis ojos recorrieron mi cuerpo y extremidades, desnudas salvo por un taparrabos de piel de ciervo y sandalias del mismo material, y no hallaron ninguna otra herida. Lo que oprimía tan incómodamente mis costillas era mi hacha, sobre la cual había caído.

Un aborrecible parloteo llegó a mis oídos y me devolvió de pronto a la claridad de consciencia. El ruido se parecía débilmente al lenguaje, pero como ninguno de aquellos a los que el hombre está acostumbrado. Sonaba mucho como el repetido siseo de muchas y grandes serpientes. Miré. Estaba tendido en un bosque grande y sombrío. El claro estaba ennegrecido por los árboles, así que incluso de día era muy oscuro. Si… ese bosque era oscuro, frío, silencioso, gigantesco y totalmente aterrador. Y miré hacia el claro.

Vi una carnicería. Cinco hombres yacían ahí… al menos, lo que había sido cinco hombres. Cuando percibí las abominables mutilaciones, sentí que se me enfermaba el alma. Y alrededor de ellos se apiñaban las… cosas. En cierto modo eran humanas, aunque no las consideré tales. Eran bajas y fornidas, con anchas cabezas demasiado grandes para sus flacos cuerpos. Su cabellera era enmarañada y lacia, sus rostros anchos y cuadrados, con narices chatas, ojos horriblemente sesgados, una delgada apertura por boca y orejas puntiagudas. Llevaban pieles de animal, como yo, pero esas pieles estaban trabajadas toscamente. Portaban arcos pequeños y flechas con punta de pedernal, cuchillos de pedernal y garrotes. Y conversaban en un lenguaje tan horrible como ellos, un lenguaje siseante y reptilesco que me llenó de temor y repugnancia.

Oh, les odié mientras estaba allí tendido; mi cerebro ardía con una furia al rojo blanco. Y recordé. Habíamos ido a cazar, seis jóvenes del Pueblo de la Espada, y nos habíamos adentrado en el lúgubre bosque que nuestra gente solía rehuir. Cansados de la caza, nos habíamos parado a descansar; se me había dado el primer turno de guardia, pues en esos días no había sueño sin centinela. La vergüenza y la revulsión sacudieron todo mi ser. Me había dormido… había traicionado a mis camaradas. Y ahora yacían degollados y mutilados… asesinados mientras dormían, por una carroña que jamás se habría atrevido a enfrentárseles en igualdad de términos. Yo, Aryara, había traicionado su confianza.

Sí… recordé. Había dormido y en mitad de un sueño de caza, el fuego y las chispas habían explotado en mi cabeza y me había sumergido en una oscuridad más profunda donde no había sueños. Y ahora el castigo. Los que se habían arrastrado por el denso bosque y me habían dejado inconscientes, no se habían detenido para mutilarme. Creyéndome muerto se habían apresurado a su espantosa tarea. Quizás ahora me habían olvidado por un tiempo. Me había sentado algo lejode los otros, y cuando me golpearon había caído a medias bajo unos arbustos. Pero pronto se acordarían de mí. No volvería a cazar, ni a bailar las danzas de la caza, el amor y la guerra, no volvería a ver las chozas de zarzales del Pueblo de la Espada.

Pero no deseaba huir para regresar a mi gente. ¿Debía volver acaso humillado con mi relato de infamia y desgracia? ¿Tenía que oír las palabras despectivas que mi tribu me arrojaría, ver a las muchachas señalarme con los dedos despreciativos, el joven que se había dormido y había traicionado a sus camaradas a los cuchillos de la carroña? Los ojos me escocían de lágrimas y un lento odio se acumulaba en mi pecho y mi cerebro. Nunca llevaría la espada que señalaba al guerrero. Nunca triunfaría sobre dignos enemigos y moriría gloriosamente bajo las flechas de los pictos o las hachas del Pueblo del Lobo o el Pueblo del Río. Descendería a la muerte vencido por una chusma nauseabunda, a la que los pictos habían arrojado hacía largo tiempo a sus madrigueras del bosque como ratas.

Y una rabia enloquecida me aferró y secó mis lágrimas, dejando en su lugar una frenética llamarada de ira. Si tales reptiles iban a causar mi caída, yo haría que fuera largo tiempo recordada… si tales bestias tenían memoria. Moviéndome con cautela, me deslicé hasta que mi mano estuvo en el mango de mi hacha; entonces invoqué a Il-marinen y salté como un tigre. Y, al igual que salta un tigre, me hallé entre mis enemigos y aplasté un cráneo achatado como un hombre aplasta la cabeza de una serpiente. Un súbito y salvaje clamor de miedo se alzó de mis víctimas y por un instante me rodearon, acuchillando e hiriendo. Un cuchillo desgarró mi pecho pero no le presté atención. Una niebla roja ondulaba ante mis ojos, y mi cuerpo y miembros se movían en perfecto acuerdo con mi cerebro de combatiente. Gruñendo, golpeando y lanzando tajos, era como un tigre entre reptiles. En un instante abandonaron y huyeron, dejándome en pie sobre una media docena de cuerpos achaparrados. Pero no me hallaba saciado.

Le pisaba los talones al más alto, cuya cabeza me llegaría quizás al hombro, y que parecía ser su jefe. Huía hacia una especie de pasillo, lanzando gritos agudos como un monstruoso lagarto, y cuando me hallaba casi tocando su espalda se hundió como una serpiente entre los arbustos. Pero yo era demasiado rápido para él, le arrastré hacia afuera y terminé sangrientamente con él. A través de los arbustos vi el camino que luchaba por alcanzar… un sendero que entraba y salía de los árboles, casi demasiado estrecho para permitir que lo atravesara un hombre de talla normal. Corté la horrenda cabeza de mi víctima y, llevándola en mi mano izquierda y con mi roja hacha en la derecha tomé el sendero de serpientes. Mientras caminaba rápidamente por el sendero y la sangre manchaba mis pies a cada zancada brotando de la yugular cortada de mi enemigo, pensé en aquellos a los que acosaba.

Cierto… les teníamos en poca estima, cazábamos de día en el bosque que habitaban. Nunca supimos cómo se llamaban a sí mismos, pues nadie de nuestra tribu aprendió jamás los malditos y sibilantes siseos que usaban como lenguaje; pero les llamábamos Hijos de la Noche. Y en verdad eran criaturas nocturnas, pues se ocultaban en las profundidades del bosque oscuro y en moradas subterráneas, aventurándose en las colinas sólo cuando dormían sus vencedores. Era por la noche cuando cometían sus sucias fechorías… del veloz vuelo de una flecha con punta de pedernal hasta el robo de un niño que se había alejado de la aldea. Pero era otra la razón por la que les dábamos su nombre; eran, en verdad, un pueblo de noche y oscuridad y de las antiguas sombras llenas de horrores de eras pasadas. Pues estas criaturas eran muy viejas y representaban una edad agotada. Una vez dominaron y poseyeron esta tierra, y habían sido expulsados de la oscuridad y sus escondrijos por los morenos y feroces pequeños pictos con quienes luchábamos ahora, y que les odiaban y aborrecían tan salvajemente como nosotros.

Los pictos eran distintos de nosotros en aspecto general, siendo más pequeños de talla y oscuros de cabellera, ojos y piel, en tanto que nosotros éramos altos y fuertes, con cabello amarillo y ojos claros. Pero, pese a todo eso, eran de nuestra misma especie. Estos Hijos de la Noche no nos parecían humanos, con sus cuernos deformes y enanos, piel amarillenta y rostros horrendos. Sí… eran reptiles… carroña. Y mi cerebro estaba a punto de reventar de rabia cuando pensaba que era esa la carroña con la que iba a saciar mi hacha y perecer. ¡Bah! No hay gloria en matar serpientes o morir de su mordedura. Toda esa rabia y feroz disgusto se volvieron contra los objetos de mi odio, y con la vieja niebla roja ondulando ante mí juré por todos los dioses que conocía que desencadenaría sobre ellos tan sangrienta carnicería antes de morir como para dejar un temible recuerdo en las mentes de los supervivientes. Mi pueblo no me rendiría honores, en tal desprecio tenían a los Hijos. Pero esos Hijos que dejara vivos me recordarían y se estremecerían. Así juré, aferrando salvajemente mi hacha, que era de bronce, encajada en una hendidura del mango de roble y asegurada con tiras de cuero crudo.

Escuché más adelante un aborrecible y sibilante murmullo y un olor pestilencial, humano y con todo menos que humano, se filtró a través de los árboles. Unos instantes más y emergí de las profundas sombras a un amplio espacio abierto. Nunca había visto antes una aldea de los Hijos. Había una agrupación de cúpulas de barro, con bajos umbrales hundidos en el suelo; moradas escuálidas, mitad encima y mitad debajo de la tierra. Y sabía por las conversaciones de los viejos guerreros que tales moradas se hallaban conectadas por corredores subterráneos, así que la aldea entera era como un hormiguero o un sistema de agujeros de serpientes. Y me pregunté si otros túneles no corrían bajo el terreno y emergían a largas distancias de las aldeas. Ante las cúpulas se concentraba un vasto grupo de las criaturas, siseando y parloteando a gran velocidad.

Había apretado el paso y ahora emergí al descubierto, corriendo con la agilidad de mi raza. Un clamor salvaje se alzó de la chusma cuando vieron al vengador, alto, manchado de sangre y con los ojos llameantes saltar del bosque; lancé un grito feroz, arrojé la cabeza goteante entre ellos y me lancé como un tigre herido ea lo más espeso del grupo. ¡Oh, ahora no tenían escapatoria! Podrían haber tomado sus túneles pero les habría seguido hasta las entrañas del infierno. Sabían que debían matarme y me rodearon, casi un centenar, para hacerlo. No había ninguna llama salvaje de gloria en mi cerebro como la habría habido contra enemigos dignos. Pero la vieja locura frenética de mi raza estaba en mi sangre y el aroma de la sangre y la destrucción en mi olfato.

No sé cuántos maté. Sólo sé que se apiñaron a mi alrededor en una masa convulsa que lanzaba cuchilladas, como serpientes alrededor de un lobo, y golpeé hasta que el filo del hacha se melló y se torció y el hacha no fue más que un garrote; y aplasté cráneos, hendí cabezas, astillé huesos, derramé sangre y los sesos en un rojo sacrificio a Il-marinen, dios del Pueblo de la Espada. Sangrando de medio centenar de heridas, cegado por un tajo recibido a través de los ojos, sentí un cuchillo de pedernal hundirse profundamente en mi vientre y en ese mismo instante un garrote me abrió el cuero cabelludo. Caí de rodillas pero me alcé de nuevo, vacilante, y vi en una espesa niebla roja un anillo de rostros gesticulantes de ojos sesgados. Golpeé como un tigre agonizante, y los rostros se rompieron en una roja ruina. Y mientras me derrumbaba, desequilibrado por la furia de mis golpes, una mano provista de garras aferró mi garganta y una hoja de pedernal fue introducida en mis costillas y retorcida malignamente. Bajo una rociada de golpes volví a caer, pero el hombre con el cuchillo se hallaba debajo de mí, y con mi mano izquierda le busqué y le rompí el cuello antes de que pudiera alejarse reptando.

La vida huía rápidamente; a través del siseo y el aullar de los Hijos podía oír la voz de Il-marinen. Y con todo volví a levantarme tozudamente, a través de un auténtico torbellino de garrotes y lanzas. Ya no podía ver a mis enemigos, ni siquiera en una neblina rojiza. Pero podía sentir sus golpes y sabía que se lanzaban sobre mí. Planté bien los pies, agarré el resbaladizo mango de mi hacha con ambas manos e invocando una vez más a I1-marinen, alcé el hacha y propiné un último y terrorífico golpe. Y debí morir de pie, pues no hubo sensación de caída; incluso mientras sabía, con un último escalofrío de salvajismo, que mataba, incluso mientras sentía el astillarse de los cráneos bajo mi hacha, la oscuridad llegó con el olvido. Volví en mí repentinamente. Estaba medio acostado en un gran sillón y Conrad derramaba agua sobre mí. Me dolía la cabeza y un hilillo de sangre se había medio secado en mi rostro. Kirowan, Taverel y Clemants se inclinaban a mi alrededor, ansiosamente, mientras Ketrick permanecía ante mí, sosteniendo aún el mazo, su rostro expresando una cortés inquietud que no mostraban sus ojos. Y ante la visión de esos ojos malditos una roja locura se alzó en mi interior.

-Ya está -decía Conrad-, os dije que volvería en sí de un momento a otro; sólo un arañazo. Ha soportado cosas peores. Ahora todo va bien, ¿verdad, O’Donnel?

En respuesta les aparté violentatnente, y con un solo y apagado gruñido de odio me lancé sobre Ketrick. Cogido totalmente por sorpresa no tuvo oportunidad de defenderse. Mis manos se cerraron en su garganta y nos estrellamos los dos en un diván, convirtiéndolo en ruinas. Los otros lanzaron gritos de sorpresa y horror y saltaron para separarnos… o, más bien, para arrancarme a mi víctima, pues ya los ojos oblicuos de Ketrick empezaban a saltarle de las órbitas.

-Por el amor de Dios, O’Donnel -exclamó Conrad, intentando quebrar mi presa-, ¿qué te ha pasado? Ketrick no pretendía golpearte… ¡suelta, idiota!

Una feroz ira casi me hizo olvidar que aquellos hombres eran mis amigos, hombres de mi propia tribu, y les maldije a ellos y a su ceguera, cuando finalmente lograron separar mis dedos que estrangulaban la garganta de Ketrick. Se levantó tosiendo y exploró las marcas azules que habían dejado mis dedos, mientras yo maldecía rabioso, casi derrotando los esfuerzos combinados de los cuatro por sujetarme.

-¡Estúpidos! -grité- ¡Dejadme ir! ¡Dejadme cumplir mi deber como hombre de la tribu! ¡Locos, ciegos! Nada me importa el mísero golpe que me propinó… él y los suyos me los dieron más fuertes en eras pasadas. Estúpidos, está señalado con la marca de la bestia… el reptil… ¡la carroña que exterminarnos siglos ha! ¡He de aplastarla, pisotearla, librar la limpia tierra de su maldita contaminación!

Así desvarié y me debatí y Conrad le musitó a Ketrick por encima del hombro:

-¡Sal, deprisa! ¡Está fuera de control! ¡Se ha desquiciado la mente! Aléjate de él.

Ahora contemplo las viejas colinas soñadoras, las montañas y los profundos bosques más allá, y medito. De algún modo el golpe de ese viejo y maldito mazo me hizo retroceder de pronto a otra era y otra vida. Cuando Aryara no conocía ninguna otra vida. No era un sueño, era un trozo extraviado de realidad donde yo, John O’Donnel, viví y morí una vez. Y de regreso al cual fui arrebatado a través de los vacíos del tiempo y el espacio por un golpe dado al azar. El tiempo y las eras son engranajes que no encajan, que chirrían y no son conscientes el uno del otro. Ocasionalmente -¡oh, muy raramente!- los engranajes encalan; las piezas del juego se unen momentáneamente con un chasquido y proporcionan a los hombres borrosos vislumbres más allá del velo de esta ceguera cotidiana que llamamos realidad.

Soy John O’Donnel y fui Aryara, quién tuvo sueños de gloria guerrera y de caza y festín y que murió sobre el rojo montón de sus víctimas en alguna era perdida. Pero, ¿en cuál y dónde? Puedo responderos a lo último. Las montañas y los ríos cambian sus contornos; los paisajes se alteran; pero las llanuras son lo que menos cambia. Las miro ahora y las recuerdo, no sólo con los ojos de John O’Donnel, sino con los de Aryara. Han cambiado muy poco. Sólo el gran bosque se ha encogido y empequeñecido y en muchos, muchos sitios se ha desvanecido completamente. Pero aquí, en estas mismas llanuras, Aryara vivió, peleó y amó y en el bosque lejano murió. Kirowan se equivocaba. Los pequeños y feroces pictos morenos no fueron los primeros hombres de las Islas. Hubo otros seres antes que ellos… sí, los Hijos de la Noche. Leyendas… cierto, los Hijos no nos eran desconocidos cuando llegamos a lo que ahora es la isla de Inglaterra. Les habíamos encontrado antes, eras antes. Ya teníamos nuestros mitos sobre ellos. Pero les encontramos en Inglaterra. Y tampoco los pictos les habían exterminado totalmente.

Y tampoco, como muchos creen, nos habían precedido los pictos en tantos siglos. Les empujamos ante nosotros al llegar, en esa larga migración desde el este. Yo, Aryara, conocí ancianos que habían marchado en ese viaje que duró un siglo; que habían sido llevados en los brazos de mujeres de amarilla cabellera sobre incontables kilómetros de bosque y planicie, y que de jóvenes habían marchado en la vanguardia de los invasores. En cuanto a la era… eso no puedo decirlo. Pero yo, Aryara, era con seguridad un ario y mi gente lo era… miembros de una de las mil migraciones desconocidas y nunca recordadas que esparcieron tribus de cabello amarillo y ojos azules por todo el mundo. Los celtas no fueron los primeros en venir a Europa occidental. Yo, Aryara, era de la misma sangre y aspecto que los hombres que saquearon Roma, pero la mía era una rama mucho más vieja. Del lenguaje que hablo, no queda ningún eco en la mente consciente de John O’Donnel, pero sabía que la lengua de Aryara era al céltico antiguo lo que éste es al gaélico moderno.

¡Il-marinen! Recuerdo al dios que invoqué, el viejo, viejo dios que trabajaba los metales… el bronce, entonces. Pues Il-marinen era uno de los dioses base de los arios de quien crecieron muchos dioses; y era Wieland y Vulcano en las edades de hierro. Pero para Aryara era Il-marinen.

Y Aryara… era uno de muchas tribus y muchas migraciones. No sólo el Pueblo de la Espada llegó o habitó en Inglaterra. El Pueblo del Río estuvo antes que nosotros y el Pueblo del Lobo vino después. Pero eran arios como nosotros, altos y rubios, de ojos claros. Luchamos contra ellos, por la razón de que las varias migraciones de arios siempre han luchado entre sí, al igual que los aqueos lucharon contra los dorios, al igual que celtas y germanos se cortaban mutuamente las gargantas; sí, al igual que los helenos y los persas, que fueron una vez un pueblo y de la misma migracion, se partieron de dos modos distintos en el largo viaje y siglos después se encontraron e inundaron Grecia y Asia Menor con sangre. Entendedme ahora, todo esto no lo sé como Aryara. Yo, Aryara, nada sabía de esas migraciones a escala mundial de mi raza. Sólo sabía que mi pueblo era de conquistadores, que un siglo antes mis antepasados habían morado en las grandes planicies, lejos al este, planicies que pululaban de un pueblo feroz, de cabellera amarilla y ojos claros, de viejas y nuevas migraciones que combatían salvaje e implacablemente según la vieja e ilógica costumbre del pueblo ario. Esto lo sabía Aryara y yo, John O’Donnel, que sé mucho más y mucho menos de lo que yo, Aryara, sabía, he combinado el conocimiento de estos yo separados y he llegado a conclusiones que asombrarían a científicos e historiadores afamados.

Con todo, este hecho es bien conocido: los arios se deterioran rápidamente en las vidas sedentarias y pacíficas. Su existencia adecuada es la nómada; cuando se establecen en una existencia agrícola, preparan el cambio de su caída; y cuando se encierran a si mismos con los muros de la ciudad, sellan su condena. Cierto, yo, Aryara, recuerdo los relatos de los viejos… cómo los Hijos de la Espada, en esa larga migración, encontraron aldeas de gente de piel blanca y cabellera amarilla que habían emigrado al oeste siglos antes y habían dejado la vida de vagabundeo para morar entre el pueblo moreno que comía ajo y ganarse el sustento del suelo. Y los viejos cuentan lo blandos y débiles que eran, y cuán fácilmente caían ante las hojas broncíneas del Pueblo de la Espada.

Mirad… ¿acaso la historia entera de los Hijos de Aryan no está inscrita en esas líneas? Mirad… cuán rápidamente siguió el persa al medo; griego, persa, romano, griego; y germano al romano. Sí, y el nórdico siguió a las tribus germánicas cuando se hubieron vuelto débiles después de un siglo o más de paz y ociosidad, y les robaron lo que ellos habían robado en el sur.

Pero dejadme hablar de Ketrick. ¡Ja!… la sola mención de su nombre hace que se erice el vello de mi nuca. Una reversión de tipo… pero no al tipo de algún limpio chino o mongol de tiempos recientes. Los daneses expulsaron a sus antepasados a las colinas de Gales; y allí, ¡en qué siglo medieval y en qué sucio modo se deslizó ese maldito tinte aborigen en la limpia sangre sajona de la línea celta, para yacer tanto tiempo dormido! El celta galés nunca se apareó con los Hijos más de lo que hicieron los pictos. Pero debieron quedar sobrevivientes… carroña acechando en esas lúgubres colinas, que habían superado su tiempo y su era. En los días de Aryara apenas eran humanos. ¿Qué debió hacer un millar de años de retroceso con esa simiente?

¿Qué abominable forma se deslizó en el castillo Ketrick una noche olvidada, o se alzó de la oscuridad para aferrar alguna mujer del linaje, arrastrándola a las colinas?

La mente se aparta de tal imagen. Pero esto sé: debieron quedar sobrevivientes de esa abominable era de reptiles cuando los Ketrick fueron a Gales. Quizás aún queden. Pero este sustituto, este engendro de la oscuridad, este horror que lleva el noble nombre de Ketrick, sobre él se halla la marca de la serpiente, y no habrá descanso para mí hasta que sea destruido. Ahora que le conozco por lo que es, contamina el aire limpio y deja el fango de la serpiente sobre la verde tierra. El sonido de su voz siseante y tartamuda me llena de un horror que me eriza la piel y la visión de sus ojos rasgados me inspira la locura.

Pues vengo de una raza real, y un ser tal es un continuo insulto y una amenaza, como una serpiente debajo del pie. La mía es una raza regia, aunque ahora se haya degradado y caiga en la decadencia por la mezcla continua con razas conquistadas. Las oleadas de sangre ajena han teñido de negro mi pelo y han oscurecido mi piel, pero aún tengo la estatura señorial y los ojos azules de un rey ario. Y como mis antepasados… como yo, Aryara, destruí a la canalla que se retorcía bajo nuestros talones, así yo, John O’Donnel, exterminaré a esa criatura reptilesca, el monstruo surgido de la mancha de serpiente que tanto tiempo durmió sin ser detectado en limpias venas sajonas, el vestigio que las cosas-serpiente dejaron para macular a los Hijos de Aryan. Dicen que el golpe recibido afectó mi mente; sé que no hizo sino abrirme los ojos. Mi antiguo enemigo camina a menudo en solitario por los páramos, atraído, aunque quizá lo ignore, por impulsos ancestrales. Y en uno de esos paseos solitarios le encontraré, y cuando le encuentre romperé su sucio cuello con mis manos al igual que yo, Aryara, rompí los cuellos de las sucias criaturas nocturnas hace mucho, mucho tiempo.

Entonces pueden llevárseme y romper mi cuello al final de una soga si quieren. No estoy ciego, si mis amigos lo están. Y ante los ojos del viejo dios ario, si no ante los ojos velados de los hombres, habré sido fiel a mi tribu.


The Children of the Night – Robert E. Howard (1906-1936)

— Via Creepypastas

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