La sentencia
Fermín salió llorando de la sala, pues un juez había dictaminado que debía morir guillotinado en un lapso no mayor a una semana.– ¡Soy inocente, soy inocente! Clamaba mientras los guardias lo conducían de nuevo al presidio.
Lo que ustedes no saben es que se le culpaba de haber asesinado a su esposa y a sus seis hijos incendiando su casa en un arranque de ira. Sin embargo, la policía jamás pudo vincularlo plenamente con la escena del crimen.
Se trataba de uno de esos casos en los que desgraciadamente los medios de comunicación manipulan a la opinión pública. Los días y las noches pasaban siendo testigos mudos del deterioro físico y psicológico de Fermín.
Dos horas antes de que fuera llevado al cadalso, un sacerdote ingresó a su celda y le pidió que se arrepintiera de sus pecados a lo que el hombre le respondió:
– Yo no tengo nada de qué arrepentirme. Como le dije a la policía, en el momento en que llegué a mi domicilio las llamas ya habían consumido todo. Me dolió perder a mi familia, pero lo que más me disgusta es que nadie me cree.
El clérigo mirándolo con una expresión de odio profundo permaneció sin hablar hasta que un guardia le dijo a Fermín que ya era el momento de ser conducido a la guillotina.
En el patio de la prisión se arremolinaba una muchedumbre sedienta de observar como se hacía justicia. El verdugo le colocó al condenado una capucha de color negro y le dijo que acomodara su cuerpo en el aparato.
Poco después lo único que se pudo escuchar fue el sonido de la cuchilla descendiendo a gran velocidad. De hecho, se hizo un silencio sepulcral cuando ésta cortó el cuello de Fermín, paralizando de tajo sus funciones vitales.
Mientras unos guardias retiraban los restos de aquel individuo, una mujer se acercó gritando:
– ¡Detengan la sentencia! Tenemos detenido al responsable del incendio. Infortunadamente la noticia llegó muy tarde.
La moraleja de esta historia es “No juzgues a las personas sin conocer todas las aristas de la historia que tengan que contarte”.
