La necropsia

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Ocurrió un viernes de fiesta en la casa del señor Martínez. Festejaban su último día de trabajo después de cuarenta años laborando en la morgue de la ciudad. Había llegado la ansiada jubilación. Aunque para muchos no representaba un trabajo agradable, él lo había desempeñado con gran dignidad todos esos años.

Una morgue es un lugar en el cual se tejen siempre historias de terror, por su necesaria cercanía con los muertos. Aquella en la que trabajaba el señor Martínez no era la excepción.

Se dice que allí pasaban muchas cosas extrañas, pero el señor Martínez trataba el tema con discreción y a veces se permitía bromear a respecto de las cosas de su empleo. El señor Martínez, por una u otra razón, demoró los trámites de su jubilación. No le hacía gracia la idea de dejar su plaza en Salubridad, pero tenía la opción de dejar la vacante a un familiar.

Tenía tres hijos. El menor llevaba varios años viviendo en Estados Unidos; su hija Paty, casada y con dos hijos, era ama de casa de tiempo completo. La única posibilidad era su hija Ana, quien a sus treinta y nueve años no había contraído matrimonio, y además no estaba en sus planes casarse.

Era una mujer de carácter fuerte, un tanto hosca, y aunque no le entusiasmaba la idea de trabajar con muertos, pensaba que el empleo podría ser bueno, pues tendría un horario cómodo y prestaciones atractivas.

Así que se quedó con la plaza de su padre. Los primeros meses transcurrieron sin contratiempo. No tenía gran contacto con los cadáveres, pues estaba en la recepción y a veces en el archivo. Llegó sin embargo una temporada en que el personal escaseó y fue necesario trasladarla a las mesas del sótano, a donde llegaban los cuerpos que aún no eran identificados.

Allí, un médico forense y un ayudante practicaban las necropsias y Ana redactaba los informes. Cuando los cuerpos eran colocados en las gavetas refrigerantes, ella los marcaba y ponía etiqueta en un pie de cada difunto. Desde niña sabía de qué se trataba, pues su padre les platicaba de su empleo. A veces le impactaba ver cadáveres deshechos o mutilados, o cadáveres de niños.

Un día llegó el cadáver de una chica de unos dieciocho años. Era una mujer hermosa, la habían encontrado muerta dentro de un vehículo en la carretera de Cuernavaca. Los padres acudieron a identificar el cadáver y no aceptaron firmar la orden de autopsia.

Le dijeron al médico que la chica había nacido con un problema cardíaco severo, su corazón creció en forma desmesurada y sabían que la probabilidad de que muriera de infarto era prácticamente del noventa y nueve por ciento.

El doctor tomó una placa radiológica de corazón y, en efecto, vio que el órgano estaba muy crecido. Luego comenzó a preparar un informe, como si en verdad hubiera hecho la necropsia. Era casi la hora de salida y Ana, mientras esperaba el informe, pensaba en esa pobre chica, tan bonita y tan joven, que había terminado sus días sin pena ni gloria; cuántas cosas le había faltado vivir, decir, soñar, Ana se sintió afortunada de estar viva.

Minutos más tarde el doctor concluyó el trámite y dio a Ana la etiqueta correspondiente al cadáver de la chica. Ya no había nadie en el sótano y ella localizó el cuerpo en las gavetas y colocó una etiqueta en el dedo grande del pie izquierdo; antes de cerrar la gaveta dirigió la mirada al cuerpo amoratado, se detuvo en el rostro y miró esa cara con ternura.

De repente los ojos de ese rostro casi angelical se abrieron. Ana, espantada, dio un grito, cerró de golpe la gaveta y salió corriendo del lugar.

Ansiaba encontrarse con alguien a quien platicarle lo sucedido, pero sólo halló a los padres de la joven, lógicamente destrozados por la pena de haber perdido a su hija.

Ana decidió no hacer comentarios y se dirigió a la salida del edificio. Aquella mirada y el llanto de los padres, la hicieron reflexionar.

“Lo único justo de la vida es que la muerte es igual para todos”.

Recreó en su mente la escena de los ojos de la joven fallecida y sonrió al recordar algo que su padre decía con frecuencia:

“Para qué me preocupo por ti, muerte, ahora que no estás, si cuando estés aquí ya no estaré”.

Al llegar a su casa, se acostó, y en cuanto cerró los ojos sintió un golpe de luz y vio la cara de la chica. La escena se repitió varias veces en el curso de la noche y al otro día despertó con tremendo dolor de cabeza y no quiso ir a trabajar.

Estaba cansada y no se sentía bien. Tomó un medicamento para el dolor y pasó en la cama el resto del día. Cada vez que intentaba dormir, retornaba la mirada de la chica, acompañada en estas ocasiones por la mitad de su cuerpo.

Estaba muy alterada por la falta de sueño y lo que su mente constantemente reflejaba. Logró dormirse y las imágenes se hicieron un sueño recurrente. En cuanto cerraba los ojos experimentaba lo que mucha gente describe como “la subida del muerto”.

Primero escuchaba un zumbido suave y de inmediato quedaba inmovilizada y con taquicardia y sólo podía mover los ojos. Se daba cuenta de lo que ocurría en su alrededor y la acometía una angustia desesperante.

Después de unos minutos todo esto, como por arte de magia, desapareció.

Sentía los párpados pesados y en cuanto los cerraba caía a un abismo negro interminable y lograba percibir la sensación de vértigo al caer. Ana sabía que no estaba dormida. Escuchaba el televisor de sus papas en el cuarto de junto y los ladridos de su perra, pero inexplicable-mente seguía cayendo.

Quería gritar o abrir los ojos, pero no podía moverse. Después de unos segundos quedaba suspendida en la oscuridad y entonces la chica muerta aparecía y se le acercaba flotando.

La difunta la llamaba y ponía un pequeño libro en sus manos, sin que Ana entendiera qué significaba. Esto sucedió varias veces durante ese tiempo en que deseaba conciliar el sueño, y cada vez la joven aparecía más deshecha y cadavérica.

Eran casi la tres de la mañana y Ana se negaba a cerrar los ojos. Al fin el cansancio la venció y se quedó dormida. Esta vez vio a la chica con el vientre abultado, totalmente desnuda y con pedazos de carne desprendiéndose de su cara y de sus manos y dejando al descubierto parte de los huesos.

No opuso resistencia y observó a la joven totalmente descarnada y desfigurándose. La chica se acercó y le ofreció nuevamente el libro. Ana extendió las manos y lo tomó.

—Él me envenenó, me obligó a tomarlas dijo la joven—. Está en el colchón, ahora ya lo sabes.

Ana abrió los ojos.

¿Qué significaba todo eso?

Al día siguiente se fue a trabajar y en la recepción vio el expediente de la chica. Deseaba encontrar la clave de lo que pasaba, cualquier cosa, pero no dio con nada que no supiera.

Pensó que lo único que podía hacer era asistir al velorio de la chica, de modo que anotó la dirección y al salir del trabajo se dirigió al velorio. Era en una’casa muy lujosa y elegante, ubicada en una zona exclusiva de la ciudad. Había mucha gente y Ana pasó inadvertida.

Se dirigió a la sala que hacía las veces de velatorio, se acercó al ataúd abierto y vio claramente cómo la chica abría los ojos.

—En mi cama —musitó la chica.

Ana, muy asustada, retrocedió de un salto. Seguramente sólo ella había percibido lo que sucedió, pues nadie más mostró alguna reacción. Ofreció sus condolencias a la madre de la chica y, entre asustada y aturdida, se sentó en un sillón de la sala para tomar un respiro y aclarar su mente. Junto a ella se sentó una niña como de unos ocho años que le dijo:

—¿Tú eras amiga de mi hermana Mary?

—Algo así —respondió Ana.

—¿Sabes? —continuó la pequeña—, la voy extrañar mucho. Ella dejaba que me durmiera en su cama cuando me daba miedo la oscuridad. Mis papas viajan mucho y ella me cuidaba, aunque, ¿sabes?, cuando ella lloraba, yo también. Pero no dejaba que me viera llorar, Mary creía que yo estaba dormida.

Ana fijó su atención en un joven apuesto que montaba guardia junto al féretro.

—¿Es tu hermano? —preguntó a la niña.

—No, era el novio de mi hermana. Mis papas lo quieren mucho, pero a mí me cae mal.

—¿Y por qué?

—Hacía llorar mucho a mi hermana. Además, siempre peleaban. Cuando mis papas no estaban, algunas veces venía por las noches y siempre estaba gritándole. Yo le tengo miedo.

Ana, tras escuchar la historia de la niña, que no paraba de hablar, se preguntó:

“¿Qué hago aquí, con toda esta gente? Ni siquiera los conozco”.

Además, la insistente mirada del novio la estaba poniendo incómoda.

Aunque no lo podía explicar, sabía que algo andaba mal.

¿Cómo averiguarlo?

Pensó que era hora de retirarse. Se levantó y sin despedirse se dirigió a la puerta. Al cruzar la sala pasó cerca de una escalinata. Al pie había una serie de fotos familiares. Se detuvo a observarlas y escuchó la voz de la niña.

—Nos encantaba divertirnos juntas. Mis papas nos llevaron a muchos lugares. ¿Quieres ver más fotos? -Ana aceptó y subieron. La niña abrió la recámara de su hermana muerta.

—Pasa. Vamos a cerrar la puerta porque si nos ven aquí me van a regañar.

La niña se tiró al piso para sacar de debajo de la cama una pequeña caja de madera con fotos. La niña mostraba las imágenes y Ana observaba el rostro sonriente de la joven difunta. Sentía que los ojos de la joven, aun en las fotos, querían decirle algo. Cuando terminaron de verlas, le dijo a la pequeña:

—Es mejor que me vaya. No es correcto que estemos aquí. Ana guardó la caja de las fotos debajo de la cama y cuando se inclinó pudo percibir en la orilla de la cama, entre el colchón y la base, la punta de un libro. Lo sacó con cuidado y con asombro vio que era igual al que la chica la daba en los sueños.

—¿Qué hacen? —se oyó una voz irritada. Ana se incorporó rápidamente y la niña salió corriendo. Era el novio de la chica, que tenía una expresión de molestia. Disgustado, no se parecía nada al joven atractivo que la observaba momentos antes en la sala.

—Nada, ya me iba —repuso Ana.

Y salió rápidamente. En unos segundos alcanzó la calle y se detuvo un momento a leer el libro.

Se trataba del diario de María. Ana trajo el libro cuando acudió a platicárme esa experiencia y me autorizó a reproducir ciertos fragmentos que me parecieron interesantes.

Mayo 23, 2002.

Iván se enojó mucho porque bailé con mis amigos. Me tomó del brazo, me sacó de la fiesta y de regreso a casa me dio una bofetada y me dijo que era una prostituta. Nunca, en los cuatro meses que llevábamos de novios, me había hablado así. A lo mejor sí hice mal.

Mayo 25, 2002.

Por fin me llamó y dijo que se arrepentía de haberme pegado. Me mandó flores. Yo sabía que él no era así y estoy muy contenta.

Junio 18, 2002.

Me gritaba que no lo quería, que le prestara el dinero. Me apretó de los brazos muy fuerte y al quererme soltar me caí y me fracturé el brazo derecho. Tuve que decirle a mis papas que me había caído de las escaleras de la casa.

Agosto 23, 2002.

Ivan cada vez está peor. En cuanto se toma esas pastillas se pone como loco y quiere que le dé dinero para comprar más. Yo lo quiero mucho y no me gusta verlo así. Sé que a lo mejor hago mal… No me gusta que me diga que me va a matar. Yo sé que no es capaz y lo dice porque está enojado.

Septiembre 5, 2002.

Quiero ayudarlo, pero ¿cómo? Cada vez es más violento, no me deja hablar con nadie y además hoy me enteré de que es quien vende esas porquerías a los muchachos en la escuela. Cuando se pone “mal”, me golpea.

Septiembre 15, 2002.

Hoy conocí a sus amigos y no me gustaron nada. Se la pasaron inhalando cocaína y bebiendo quién sabe cuántas cosas. Me presiona para que le dé dinero y dice que si no paga la mercancía lo van a matar. Pero yo ya no puedo pedirle más a mis papas.

Octubre 18, 2002.

A Iván lo buscan mucho unos pandilleros y siempre le están cobrando. Cuando se altera se desquita conmigo, pero siempre se arrepiente y se disculpa, dice que nunca volverá a hacerlo. No sé qué pensar. Quiero dejarlo.

Noviembre 22, 2002.

Estoy feliz. Iván me dijo que nos casáramos y que si le ayudo a pagar lo que debe nunca volverá a meterse ninguna droga. Pensamos vender el coche para pagar y ya veré después qué le digo a mis papas.

Diciembre 5, 2002.

Vendió el auto y no me ha dicho nada más de la boda, Mi ñaña será su cumpleaños y quiere que festejemos con sus amigos en Cuernavaca. Me hizo prometerle que voy a probar sus “medicinas” y dijo que con eso me voy a sentir bien.

Que si lo quiero tengo que compartir con él lo que le gusta hacer. Me da miedo que se enoje si no las pruebo. En fin, qué puede pasar si lo hago sólo una vez. No creo que me pase nada…

Quiero complacerlo, después de todo es su cumpleaños. Hablaré muy seriamente con él de nuestra boda, estoy segura que viviendo juntos podré ayudarlo a dejar todo esto.

Fue lo último que escribió María, la noche del 5 de diciembre.

Y apareció muerta el 6 de diciembre en la carretera México-Cuernavaca, en el auto de sus padres. La razón: aparente paro cardíaco.

Ana pensó:

“Fue el día del cumpleaños de Iván y, si en verdad la obligó a consumir drogas, a María nunca se le practicó la necropsia de ley”.

A la mañana siguiente Ana habló con el médico y le mostró el diario. El médico se mostró renuente a hacer algo y Ana, contrariada, subió a hablar con el director del servicio forense. Le explicó, le entregó el diario y el funcionario inmediatamente se interesó en el caso y obtuvo una orden para practicar la necropsia.

Asimismo, le pidió a Ana que hablara con la familia y le pidiera que no sepultaran a la joven. Posteriormente enviaron una ambulancia a recoger el cadáver de María para llevarlo nuevamente a la morgue. Para entonces las autoridades ya estaban notificadas de que se realizaba una investigación.

La necropsia reveló que María había sido golpeada antes y después de morir, y que había muerto por una sobredosis de anfetaminas y cocaína que la llevó a un colapso respiratorio y le provocó un infarto.

Iván, asustado, escapó. Dos días más tarde lo atraparon en la casa de su hermana en Cuernavaca (la dirección la obtuvieron del diario de María). El enfermo joven confesó haberla obligado a consumir drogas y dijo que la golpeó hasta cansarse. Cuando ya no se movía, él y sus amigos la metieron al coche y la abandonaron en la carretera esa madrugada.

Hoy en día, Iván y tres de sus amigos cumplen condenas por homicidio calificado, delitos contra la salud y asociación delictuosa. Pasarán cuarenta años, al menos, para que estos sujetos recobren su libertad.

Irónicamente, el fantasma de María resolvió su propio asesinato, valiéndose de Ana, quien espera que después de todos estos horrores María pueda descansar en paz.

— Via Creepypastas

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