La estirpe de los lobos IV

Simbolismo en el cementerio
Simbolismo en el cementerio

Las otras partes; La estirpe de los lobos I, La estirpe de los lobos II, La estirpe de los lobos III, La estirpe de los lobos V.

La tarde del día siguiente trajo consigo otro aguacero. “¡Suerte que hoy puedo quedarme en casa!”, pensó Sandra, mientras hacía un alto en sus tareas para observar desde la ventana del salón la impresionante cortina de agua que caía del cielo. Aunque apenas eran las cinco de la tarde, el día estaba muy oscuro y era necesario tener las luces encendidas. La lluvia, la oscuridad imperante y el sordo silbido del viento al pasar entre los árboles se combinaban para entenebrecer el ambiente, haciendo francamente deseable el estar a cubierto, lejos de la desatada ira de los elementos. Sandra se felicitó una vez más por no tener que salir de casa en toda la tarde y volvió a su puesto en el sofá del salón para acabar los deberes de Inglés. Luego, haría otro alto para merendarse un sándwich de Nocilla y echarle un ojo a la tele. Estaba sola en casa: su padre se hallaba en el Hospital, su madre se había ido de compras y hasta Miki parecía haberse vuelto invisible después del incidente con Clara. Estaba sola y lo estaría durante, por lo menos, una hora más, según sus cálculos. Pero no tenía miedo, era lo típico de los viernes. Además, ¿a qué delincuente o persona indeseable por el estilo se le ocurriría salir de casa para cometer sus fechorías con la que estaba cayendo? A Sandra no se le ocurrió pensar que el chaparrón también podría servir de ayuda a un hipotético ladrón: nadie pasaría por la calle, no habría testigos molestos que pudieran chafarle el negocio. En realidad, Sandra no pensaba para nada en ladrones, no más, al menos, de lo que pudiera pensar en el impacto de un meteorito o en un holocausto nuclear.

Y eso que su casa podía considerarse un objetivo apetecible para los impenitentes amigos de lo ajeno. Allí había dinero y numerosos objetos de valor, desde la antiquísima estatuilla de Kali (aunque pocos conocían la existencia de esta) hasta la modernísima televisión de pantalla plana. Todo el mundo lo sabía en el pueblo. Y las medidas de seguridad eran escasas. Las puertas eran sólidas y las ventanas gruesas, pero nada más: ni perros guardianes (cuya presencia hubiera sido excesivamente peligrosa para Miki) ni alarmas (que los Veiga consideraban ineficaces frente a la destreza técnica de los cacos actuales). Además, la casa se hallaba lejos del pueblo propiamente dicho, en una zona arbolada y más bien poco transitada. En realidad, la principal garantía de seguridad para sus propietarios era que en Pazos los índices de delincuencia eran ínfimos. Aun así, los padres de Sandra nunca se marchaban de casa sin advertirle que tuviera la puerta bien cerrada, que no se la abriese bajo ningún concepto a un desconocido y que los llamase al móvil ante la mínima señal de peligro. Entonces, cuando Sandra aún no había tenido tiempo de acomodarse, llamaron a la puerta. Ella se levantó silenciosamente, como si algún instinto le aconsejara disimular su presencia en la casa, y se acercó de puntillas a la puerta, para echar un vistazo por la mirilla.

¿Quién podía ser? No se esperaban visitas. ¿Algún miembro de la familia se habría olvidado de las llaves? Pero aun así no era normal que hubiera vuelto tan pronto. Extrañada, aunque todavía no asustada, Sandra miró. Lo que vio en parte la tranquilizó, aunque no desterró del todo su extrañeza. Al menos, la persona que llamaba no era ningún desconocido, ni mucho menos una persona de la que debiera desconfiar, sino su tutora, Clara. Pero, ¿qué hacía allí a tales horas? Ciertamente, su madre la había invitado a hacerles una nueva visita cuando lo desease, pero que hubiese vuelto un solo día después se le antojaba a Sandra un intervalo demasiado pequeño. Más aún, si ella, que tenía el número de la casa, no había avisado previamente. ¿Tendría algo importante que decirle a su madre? ¿O quizás a ella misma? Sandra decidió que, fuese como fuese, no podía dejarla allí fuera a merced del chaparrón y abrió la puerta. Clara entró con su eterna sonrisa y saludó a su pupila con un par de besos en la mejilla. Colgó su empapado impermeable en una percha colocada al efecto en el vestíbulo y, sin dejar de sonreír, le preguntó a Sandra: -Dime, cariño, ¿está tu mamá en casa? -Pues no, aún tardará, pero si quieres esperarla… Siéntate. ¿Te preparo un café o algo por el estilo? Fíate de mí, que yo controlo. -No, mi cielo, ahora no me apetece… café. ¿Así que tu mamá está fuera? No me digas que te han dejado sola en casa. -Pues sí… Todos los viernes por la tarde suelo quedarme sola un buen rato. Yo aprovecho para dejar hechos los deberes y tener el finde libre. Mi padre trabaja y mi madre hace las compras para tener también ella el finde libre.

Pero a mí eso me da igual, no soy una niña pequeña como para tener miedo. Bueno, lo dicho, si quieres hablar con mi madre… -Bueno, realmente hoy no quiero hablar con tu madre. Quiero hablar, y más cosas, contigo, mi querida Sandra. Sandra calló cuando se fijó en la sonrisa de Clara. Esta era distinta de la habitual. Ya no parecía ni dulce ni tierna ni seductora, como de costumbre. Bueno, mejor dicho, seductora, en cierto modo, sí era, pero una es la seducción de los ángeles y otra la de los demonios. Era aquella una sonrisa maliciosa, aviesa, vagamente turbadora, cruel incluso. Parecía la sonrisa de otra persona. Sandra, sin ser plenamente consciente de sus motivaciones, clavó su mirada en el agraciado rostro de la intrusa para asegurarse de que era verdaderamente Clara. Sin duda era ella: su perfecto rostro de angelical belleza, su frente pálida, los bucles rubios como el oro… Pero sus ojos también habían cambiado. Sandra siempre había pensado que eran de un castaño oscuro, más o menos como los suyos. Pero ahora veía que eran dorados, casi rojos, como el Sol que se acuesta en Poniente durante un atardecer de verano. Y brillaban como carbones encendidos, desprendiendo una luz rojiza y espectral. Sandra se mantuvo quieta y silenciosa, hipnotizada por aquellas pupilas de fuego. Sintió que su alma se sumergía en ellas, como se hundiría en el mar embravecido un náufrago, arrastrado hacia el abismo por corrientes submarinas contra las que fuera imposible e inútil luchar. No podía ver nada más que aquellos dos pequeños mares de fuego, mágicos, embrujadores, que la fascinaban, paralizando su cuerpo y embotando su mente, tal como los ojos de ciertas fieras, según se dice, pueden paralizar y atontar a sus presas. Y luego ya no pudo ver nada más. Aquella luz la cegaba, era imposible soportarla más tiempo. Cerró los ojos, apretando sus párpados con toda la fuerza que pudo reunir. Entonces, una oscuridad más densa que las tinieblas de la noche absorbió su espíritu. Pasó un lapso de tiempo, de ese tiempo personal y misterioso que los relojes no pueden medir. Y Sandra volvió a abrir los ojos. Pero ni su cuerpo ni su mente le pertenecían. Posó de nuevo su vista sobre Clara Mendoza. Sus ojos ya no brillaban, eran las pupilas marrones de siempre. Pero en su rostro centelleaba la misma sonrisa amenazadora, siniestra. Sin embargo, Sandra no sintió miedo. Clara Mendoza era bella y ella la deseaba, con una lujuria incontenible que nunca le había inspirado ninguna otra persona, ni de su propio sexo ni del opuesto.

Clara le dijo, con su acento meloso de la América tropical: -Vamos, nena, sé lo que quieres. Eres como tu mamá, por un lado te gustan los chicos, pero por otro también te van las chicas lindas. Te da vergüenza reconocerlo, pero a mí no puedes engañarme. Quieres poseerme, perder tu virginidad conmigo. Y yo te ofrezco mi cuerpo. A cambio, sólo te pido tu alma. ¿Me la entregarás, mi vida? ¿Me juras, mi querida Sandra, por todos los espíritus del cielo y de la tierra, que me serás eternamente fiel? Sandra dio la única respuesta que podía dar, con voz trémula y entrecortada, como si estuviera a punto de estallar en sollozos o de perder la conciencia: -Sí, Clara, soy tuya y lo seré siempre. Te daré lo que quieras, te lo juro, pero, por favor, déjame besarte. La satisfacción brilló en los ojos de Clara. Aunque poseer a la muchacha no era, precisamente, la misión que la había llevado a Pazos, aquello le gustaba. Sandra era hermosa, dulce, inteligente… una candidata perfecta para recibir la “iniciación”. Y la tenía completamente en sus manos, como si fuera un pajarillo apresado en una red. Le dijo, más incitante que nunca: -Vamos, cariño, acércate a mí. Tócame, acaríciame, bésame… fóllame. Mi cuerpo es tuyo. Tu corazón es mío. Mientras decía esto, Clara se desabrochaba con estudiada parsimonia los botones de su blusa. Sandra acercó su mano temblorosa al hermoso rostro de su profesora y lo acarició. El tacto de su pálida piel era suave como el de la seda. Acercó su boca vacilante a sus labios sonrientes. Su aliento era fragante como el bálsamo de un milenario templo oriental. Besó su boca. Sus labios eran rojos y estaban húmedos de saliva. Parecían pétalos de una exótica flor tropical, mojados por la cálida lluvia de la selva. Clara abrió su boca, permitiendo que la lengua de Sandra explorase ansiosamente sus recovecos, saboreando su dulzura. Sus dientes eran blancos y afilados como los de un felino.

Luego, Sandra, sin despegar en ningún momento sus labios del cuerpo de Clara, besó su barbilla y su cuello, mientras los dedos de la niña, todavía temblorosos, exploraban los pechos de su tutora, que eran blancos como la nieve y cálidos como el trópico. Luego, cambiaron las tornas. Ahora le tocaba besar a Clara. Sandra se desabrochó el cuello de su camisa y permitió que la boca de Clara navegase sobre su piel morena, trazando estelas de saliva con su lengua incandescente. Luego, ambas bocas volvieron a unirse en un éxtasis húmedo, caliente, ajeno al tiempo y a las circunstancias. A continuación, Clara besó nuevamente el cuello palpitante de la niña. Pero esta vez hizo algo más que besarlo. Sus dientes de pantera se hundieron en el dulce torrente de sus arterias, como dos delfines sumergiéndose en un mar de cálidas aguas rojas.

Quince minutos después. La misma lluvia torrencial, los mismos árboles sombríos azotados por el vendaval, el mismo cielo encapotado, proyectando oscuridad sobre la tierra. Dentro de la casa, las cosas habían cambiado. Sandra yacía sobre el sofá. Se hallaba inconsciente. Su respiración era estertorosa e irregular, cada poco rato jadeaba como si le costase sobremanera llenar de aire sus pulmones. Una siniestra palidez había teñido su piel morena de un feo color amarillento. Dos pequeñas manchas rojas se veían sobre su cuello. Cerca de ella, Clara, de pie en medio del salón, se abrochaba lentamente su blusa negra. Su boca estaba manchada de sangre. Se pasó la lengua alrededor de los labios para lamérsela y gimió de placer. Le encantaba el sabor de la sangre de Sandra. Era una auténtica delicia, máxime teniendo en cuenta que, en aras de la discreción, últimamente sólo había podido regalarse con la sosa sangre de animales salvajes. Pero el tiempo del placer ya se había acabado: tenía otra cosa más importante que hacer. Subió al desván y abrió el baúl donde se hallaba la estatuilla de Kali. No se molestó en buscar la llave. Su fuerza era demasiado grande como para que la oxidada cerradura pudiera resistirla. Agarró la estatuilla con sus finos dedos y la besó. Misión cumplida. Ya podía irse de aquella casa y de aquel pueblo. Había dejado su coche en medio del bosque, con todo su equipaje apretujado en el maletero, y a bastante distancia de la casa de Los Veiga. No quería que nadie lo viera cerca del escenario del delito, lo cual hubiera podido parecer sospechoso. Ciertamente, antes o después acabarían buscándola, pero cuanto más tardasen mejor. Por tanto, para llegar a su vehículo tendría que caminar un buen trecho bajo aquella lluvia fría y persistente. Pero no le importaba. A fin de cuentas, aquel aguacero no era nada en comparación con las tormentas tropicales que ella había padecido en su país natal y en la India. Y la satisfacción de haber hecho bien las cosas compensaba sobradamente aquellas molestias triviales. Ya se aprestaba a abandonar el desván cuando los sensibles oídos de Clara escucharon, harto inesperadamente, una susurrante voz masculina que le decía, con tranquila severidad: -Hola, Clara. Parece que, además de una mujer-pantera, eres lo que se suele llamar, eufemísticamente, una buena amiga de lo ajeno.

Clara, estupefacta, se volvió y se encontró con la fría mirada de su compañero de Lengua Castellana, el profesor sustituto Ruy Fernández, con el cual había compartido no pocas visitas a la cafetería del instituto durante aquellos largos meses de fingimiento. Se sintió tan sorprendida, además de francamente molesta, que le costó articular estas palabras: -Pero, Ruy… ¿Cómo es posible? Tú… ¿Qué haces aquí? -Estaba en el bosque y sentí tu olor. Otras veces no, pero, cuando usas tu poder, hueles a mujer-pantera. Me agradaría mucho decirte que ya desde el principio sospechaba de ti, pero sería faltar a la verdad. Ni me imaginé que pudieras ser algo más que el pibón del instituto hasta que un encuentro casual con un pobre caballo muerto me descubrió que por aquí andaba un ser como tú. Y luego, aunque por supuesto no estaba seguro de nada, empecé a vigilarte. Todas esas cosas extrañas que sucedieron para que tú vinieras aquí eran cuanto menos sospechosas. Pero nunca pensé que fueras capaz de hacerle daño a una niña. Espero por tu bien que lo que le hayas hecho a Sandra Veiga… Clara ya había recuperado su aplomo. Volvió a sonreír con suficiencia, mientras le decía tranquilamente a Ruy: -No le he hecho nada malo. Es más, estoy segura de que disfrutó de lo lindo conmigo. Bueno, luego le he chupado un poco de sangre, pero no demasiada: medio litro, como mucho. Si está inconsciente es porque le he suministrado cierta sustancia, no porque haya sufrido una hemorragia intensa. Dentro de media hora se despertará tan contenta y no recordará nada en absoluto. Te puedo asegurar, si es eso lo que te interesa, que le tengo cariño a esa niña. -Vale, lo que tú digas, pero no pretendas ser ahora una chica inocente aficionada a la cleptomanía. Te cuesta muy poco hacerle daño a la gente para conseguir tus propósitos. Te transformaste en sabueso para machacar a Jacobo Muñoz y en murciélago para transmitirle alguna enfermedad a Pedro Márquez. Ignoro qué le habrás hecho a Rosa Saínza, pero presumo que no ha sido nada bueno. La sonrisa de Clara se volvió más cruel que nunca. Y tanto su mirada como su tono de voz podían calificarse de cualquier cosa menos de dulces cuando dijo: -Hay que ver cuánto sabes. Pero seguro que tú también eres especial. Sabes demasiado, puedes percibir mi presencia desde la lejanía, apareces de repente en una casa cerrada a cal y canto sin hacer el más mínimo ruido.

Esos animales que murieron hace algunos meses en las granjas de la zona… No fui yo quien los atacó. Seguro que tú sabes mucho al respecto. -Tampoco fui yo. Sé quién lo hizo, pero no viene al caso. Por lo demás, tienes razón en lo esencial. Soy un licántropo. -¡Guau, qué miedo! Pensaba que los humanos ya os habían exterminado a todos. En fin, creo que, en tu caso, me ha tocado el honor de ahorrarles la molestia. Salvo, naturalmente, que accedas amablemente a dejarme marchar. -No puedo hacerlo. Las mujeres-pantera sois servidoras del Mal. Vuestra diosa Kali no es más que una máscara de las fuerzas del Infierno, esas mismas fuerzas que nos han condenado a ser lo que somos. No, Clara, somos enemigos naturales. No es mi deseo hacerte daño, pero me temo que la lucha es inevitable. -Pues entonces, cuando quieras. -Pero no lucharemos aquí. La familia de Sandra podría volver en cualquier momento. Vamos al bosque, allí no habrá nadie con este aguacero. -De acuerdo. En fin, devolveré a Kali a su baúl. No me hace mucha gracia desprenderme de ella, pero será mejor eso a correr el riesgo de que resulte dañada durante nuestro combate, no me lo perdonaría nunca. De todos modos, ahora que sé dónde está puedo volver por ella en cualquier momento. -Eso será si tu destino te lo permite. -No seas iluso, querido. Es tu destino el que debería preocuparte, no el mío.

Varios minutos después, en un lugar especialmente oscuro y apartado, situado en lo más espeso del bosque, Ruy y Clara, totalmente desnudos, completamente ajenos a la lluvia y al frío, se miraban el uno al otro. Ruy rompió el silencio: -No hay nadie cerca, mis sentidos no me engañan. Podemos comenzar cuando lo desees. -Pues ahora mismo, por ejemplo. Un súbito resplandor iluminó durante un instante las tinieblas de la floresta. Después, dos poderosas fieras de aspecto temible se enzarzaban en un brutal combate, como los que se celebraban en los tiempos primitivos, cuando las Grandes Bestias dominaban la Tierra. Ruy ya no era Ruy, sino un lobo gigante de colmillos afilados como puñales, capaces de atravesar la correosa piel de los jabalíes como si fuera mantequilla. Clara ya no era Clara, sino una pantera negra de ojos refulgentes, cuyos colmillos no tenían nada que envidiarles a los de su contendiente, y cuyas garras retráctiles eran mucho más peligrosas que las suyas. Los primeros choques fueron de una rapidez fulgurante. Ambas bestias se intercambiaban a toda velocidad algunos mordiscos y arañazos, para luego separarse durante un instante, jadeantes y doloridas. Pero, una vez que habían tomado aliento, reemprendían el ataque, que cada vez era más cruento. Progresivamente, la tenacidad iba sustituyendo como arma a la rapidez, la fuerza y la resistencia se imponían sobre las ansias de sorprender al adversario. Ambos cuerpos estaban bañados en sangre. El agua de la lluvia que chorreaba de sus cuerpos empapados caía al suelo fangoso teñida de rojo, y sobre el barro se formaban charcos de ese color. Durante varios minutos fue imposible percibir la más ligera ventaja por parte de ninguno de los dos contendientes. Pero, a medida que iban abriéndose nuevas heridas, se vio que la pantera llevaba las de ganar. Cuando los dientes del lobo la herían, sus heridas sangraban copiosamente durante unos segundos, pero luego empezaban a cerrarse a una velocidad sorprendente. En cambio, cuando los colmillos o las garras de la pantera laceraban el cuerpo del lobo, las heridas no se cerraban, sino que seguían sangrando continuamente. Este era grande y fuerte, sin duda en su cuerpo había una gran cantidad de sangre. Pero todo tiene sus límites. Poco a poco, se vio que sus movimientos eran más lentos y vacilantes, que tardaba más tiempo en recuperar el aliento durante los breves intervalos que servían de paréntesis entre dos asaltos, que jadeaba en pleno combate como si no pudiera llenar de suficiente aire sus pulmones…

Estaba debilitándose, lenta pero inexorablemente, con la incesante pérdida de sangre que sufría. Por supuesto, la situación de la pantera no era mucho mejor, pero aun así la diferencia era lo suficientemente grande como para que el curso de la batalla se desviara a su favor. En cualquier momento, el lobo sería incapaz de retomar el ímpetu del combate. Y entonces un zarpazo letal, o un mordisco en el pescuezo, y todo habría acabado. El lobo lo sabía y la furia, lejos de anularlo, le dio nuevas fuerzas, de modo que pudo lanzar un contraataque brutal cuando ya todo parecía perdido. Sus dientes se cebaron en la carne de la pantera, que había bajado la guardia durante un segundo de confianza, y la fiera hubo de apartarse de su enemigo, buscando refugio entre los arbustos, nuevamente herida y francamente asustada por aquel inesperado golpe. Pero el lobo había agotado sus últimas fuerzas en aquel ataque. Una vez que la pantera se hubo colocado fuera de su alcance, se quedó plantado bajo el incesante martilleo de la lluvia, jadeante y sintiendo, impotente, cómo la poca energía que le quedaba se perdía con la sangre que huía a chorros de sus heridas. Ya recuperada del susto y de las mordeduras, la pantera emergió de la maleza, ronroneando satisfecha como el gato que se apresta a abalanzarse sobre un ratoncillo con el que ha estado jugando cruelmente antes de matarlo. Obtener la victoria le había costado lo suyo, y ella misma en ningún momento había esperado que la cosa fuese a ser fácil. Pero ahora la suerte estaba echada y ambos adversarios lo sabían. Claro que el lobo todavía propinarle algún mordisco desagradable con sus últimas fuerzas, pero el próximo ataque de la pantera sería el último. Luego, una vez recuperada su forma humana, quizás aún tendría tiempo de vestirse y de volver a la casa de los Veiga por la estatuilla de Kali. Los familiares de Sandra seguramente ya habrían vuelto a casa, pero mejor así. Clara podría darse un festín con su sangre, para reponer de ese modo la que había perdido en el combate, que no había sido poca. Ella ansiaba la sangre humana, la del licántropo no le apetecía en exceso. Pero en fin, todavía tenía que matarlo.

La pantera arqueó su flexible cuerpo para abalanzarse sobre el lobo, cuyas patas comenzaban a flaquear visiblemente. Entonces, un segundo lobo surgió súbitamente de la maleza, arrojándose como una exhalación sobre la sorprendida pantera, y mordió cruelmente el flanco derecho de Clara antes de que esta pudiera reaccionar. Este nuevo adversario era mucho más pequeño y débil que el otro, pero se hallaba totalmente fresco. Litros de sangre fluían por su cuerpo, dándole energía y valor. Además, su presencia parecía haber reanimado a Ruy con el ímpetu que da a hombres y bestias la resurrección de una esperanza perdida. Sacando fuerzas de flaqueza, el gran lobo herido se arrojó sobre su adversaria, que en esta ocasión no pudo huir a tiempo, y le desgarró una vez más la cabeza y el cuello con sus dientes de acero. Ambos lobos se cebaron en la pantera hasta que un nuevo resplandor iluminó el bosque, cegándolos momentáneamente. Cuando pudieron abrir los ojos, los lobos vieron, disgustados, que la pantera había desaparecido. A mismo tiempo, un gran murciélago se elevaba entre las oscuras copas de los árboles, perdiéndose en el cielo nocturno y no dejando tras él nada más que un vago rumor de aleteo, así como algunas gotas de sangre, que cayeron desde el cielo mezcladas con la lluvia. Pero lo cierto es que estaba huyendo, probablemente para no volver en mucho tiempo. Por muy eficaz que fuera el factor curativo de Clara, sus heridas eran muy serias y había perdido demasiada sangre, así que tardaría en recuperar sus fuerzas. Además, la habían asustado: tal como había dicho el propio Ruy, una mujer-pantera podía vencer a un licántropo, pero no a dos. Ángela lamió las heridas de Ruy, quien se tumbó, agotado, sobre el suelo del bosque, que era un frío amasijo de barro, agua de lluvia y sangre. Poco a poco, la sangre dejó de manar. La saliva de los licántropos tiene la virtud de cortar las hemorragias. Eso Ángela no lo sabía, pero lo aprendió aquella misma tarde.

-extracto del diario de Ángela Vázquez- Aunque las heridas de Ruy se curaron como por ensalmo una vez que las hube lamido, la pérdida de sangre había sido impresionante y él todavía estaba muy débil. Yo sabía lo que necesitaba sin necesidad de que me lo dijeran. Lo dejé allí, medio inconsciente, y fui a buscar algo de comida. Guiada por mi olfato, no tardé en encontrar un corzo. El pobre animal intentó huir, pero yo fui más rápida que él y lo maté de un mordisco en la garganta. Fue una lástima, pero no tenía opción si quería salvar a mi amigo, que necesitaba reponer fuerzas cuanto antes. Arrastré al corzo (que pesaba lo suyo) hasta el sitio donde me esperaba Ruy y deposité el cuerpo de mi presa delante de sus narices. Él, que no se hizo de rogar, agarró el cuello del corzo con sus fauces y absorbió la sangre que le quedaba. Luego, Ruy se incorporó lentamente, pese al continuo temblor de sus patas, trémulas como las de un potrillo que se levanta por primera vez, y se puso a devorar ansiosamente la carne del cérvido. No dejó casi nada: la piel, los huesos, las vísceras y algunos jirones de carne. Menos mal que yo ya había merendado antes de transformarme, si no me parece que le habría cantado las cuarenta por no haberme dejado nada, máxime teniendo en cuenta que al corzo lo había capturado yo. Varios minutos después, nosotros, transformados de nuevo en humanos y vestidos, aunque completamente empapados por la lluvia, nos hallábamos en el coche de Ruy, que tenía la calefacción a tope. Yo sabía, gracias a mi nexo mental con él, que Ruy sentía hacia mí una gratitud inmensa por haberle salvado la vida, pero él no quería expresármela, en parte porque le daba vergüenza y en parte por su forma de ser. Ruy es como un hipócrita al revés: los hipócritas normales fingen poseer virtudes de las que carecen, en cambio a Ruy le gusta parecer peor persona de lo que es. Va de chulo y de frío por la vida, pero en realidad es un perfecto don Quijote, valiente, generoso y sensible. Había arriesgado su vida para enfrentarse a una mujer-pantera, pese a que él no le iba nada en el asunto, y lo había hecho solo, a sabiendas de que no tenía casi ninguna oportunidad de vencer a su adversaria. Sin mi intervención, lo habría despedazado y, sin embargo, una vez que pudo hablar no se le ocurrió otra cosa que reprocharme a mí la temeridad de haberme metido en el combate: -Tú estás loca, Ángela, se ve que no sabes lo peligrosas que son las mujeres-pantera. Si esa no llega a estar debilitada por las heridas que le había infligido, te hubiera destripado de un zarpazo y ahora estarías en su barriga. Yo sabía, gracias a mi habilidad telepática, que Ruy se estaba marcando un farol para no tener que mostrarse agradecido, pero aun así me molestó el tono de su voz.

En general, acepto la forma de ser de Ruy, que es mucho mejor persona de lo que pretende hacernos creer a los demás, pero a veces su prepotencia, por muy fingida que sea, me crispa los nervios. Le puse mala cara y le dije: -No, vamos, si ahora resulta que has sido tú quien me ha salvado a mí. Ruy tragó saliva y volvió a la carga: -Sé que me has salvado y te lo agradezco, pero debes saber que no has hecho lo correcto. Tú no tienes derecho a arriesgarte, tienes una madre que te quiere, amigos que te echarían de menos si algo te sucediera. Yo… Ruy iba a decir “yo estoy solo en el mundo, a mí nadie me echaría de menos”, pero debió de parecerle una concesión al sentimentalismo y optó por cambiar de tema: -¿Cómo supiste que yo estaba en peligro? -Tú me has hablado de tus sueños. Yo tengo otro don: adivino cosas. Preferí callarme que también podía leerle la mente. Para que no me hiciera más preguntas al respecto, empecé a interrogarlo yo a él: -Si querías luchar contra una mujer-pantera y sabías que ella era tan fuerte, ¿por qué no me pediste ayuda? Si hubiéramos estado juntos desde el principio, todo habría sido más fácil. Yo sabía muy bien que él no me había llamado porque tenía miedo de que me pasara algo malo en la pelea, porque él prefería perder su vida antes que poner en peligro la mía. Pero me interesaba saber con qué nuevo farol iba a venirme ahora: -Pensé que te habías ido a la ciudad, con tu abuela, como dices que vas a verla todos los fines de semana… -Ruy, ¿cuándo he dicho yo eso? Mi madre y yo sólo vamos a la ciudad en vacaciones, los fines de semana normales los pasamos todos en el pueblo. Tú me has visto muchas veces paseando por aquí los sábados y los domingos, deberías acordarte. -Bueno, perdona, no me acordé. Mi cabeza no es como la tuya, ¿sabes? Yo no adivino cosas. Y no te creas tan necesaria. De haber tenido más suerte, hubiera podido arreglármelas yo solito. Lo que pasa es que no me salieron bien algunos ataques que normalmente dan resultado. Es por culpa de la dichosa lluvia, estoy algo griposo y eso me debilita, ¿sabes? Me callé, comprendiendo que no había forma de hacer que él se cayera de la burra y reconociera que me estaba agradecido. Seguramente, se le daba mucho mejor luchar contra las fuerzas del Mal en combates a muerte que decir “gracias”, “perdóname” o “te quiero”. Pero personalmente creo que no podemos estar siempre reprimiendo nuestros sentimientos ni avergonzándonos de ser como somos.

El yo es como el agua: si le cierras todas las puertas, él se abrirá camino a la fuerza. Y a veces lo hace de la peor manera posible o en el momento menos oportuno. Claro que yo también me escondo muchas veces ante los demás, pero es porque no me queda otra. Siendo lo que soy, la sinceridad podría ser un suicidio. En fin, Ruy arrancó y me llevó a casa. Mi madre me echó una bronca por haber salido sin avisarla (y sin paraguas) y volver toda mojada, con la ropa hecha un charco. Por supuesto, no le dije nada de la mujer-pantera, sino una bola acerca de haber quedado en un bar con unas amigas para tomar algo, pues de lo contrario le hubiera dado algo en el corazón. Total: todo el fin de semana castigada sin salir. Y eso que al final había logrado sacar un ocho y medio en el dichoso examen de Física, de modo que llevaré notable en esta evaluación, la mejor nota de toda la clase. Pero no me sirvió de mucho a la hora de afrontar las iras de mi progenitora. Desde luego, no recibí muchas muestras de gratitud por haber arriesgado mi vida para salvar a un amigo de una muerte segura. Pero lo volvería a hacer mil veces, más que nada porque Ruy –lo he leído en su mente, aunque seguramente a él le costaría Dios y ayuda admitirlo abiertamente- hubiera hecho lo mismo por mí.

VI. LO EXTRAÑO SIGUE AHÍ

Sería espantoso que las rosas y los lirios cantaran súbitamente en el próximo amanecer; que los muebles comenzaran a moverse en procesión… Arthur Machen

-extractos del diario de Sandra Veiga- No sé qué me pasa últimamente, pero me da miedo. No he hablado de esto con nadie, ni siquiera con mis padres, pero está ahí y no puedo seguir ignorándolo. Tal vez pueda y deba ocultárselo a los demás, pero no puedo ni debo ocultármelo a mí misma. Todo comenzó aquella tarde de lluvia, el mes pasado, cuando me quedé dormida en el sofá del salón. Cuando me desperté, mi familia aún no había vuelto a casa, pero ya era de noche (bueno, el día estaba tan oscuro que a las cuatro de la tarde ya parecía de noche) y durante un buen rato me sentí mal, como mareada. Cuando me hube recobrado un poco, fui al baño a echarme un poco de agua fría a la cara, para ver si con eso espabilaba. Me costó bastante llegar, las piernas me temblaban. Y me asusté cuando me vi reflejada en el espejo: estaba lívida como un fantasma, con el rostro más demacrado y ojeroso que nunca. Ni siquiera en diciembre, cuando pillé la gripe A, tuve tan mala cara. Además, aunque los efectos del mareo se iban disipando, sentía un dolor de cabeza, no especialmente fuerte, pero sí persistente. ¡Y pensar que una hora antes me sentía de maravilla! Cuando volví al sofá, me zampé un sándwich de Nocilla que había preparado para la merienda antes de caer dormida y que debía de llevar un montón de tiempo sobre la mesa. Aunque no tenía mucho apetito, la verdad es que me sentó bien y un rato después, casi sin darme cuenta, ya me encontraba más o menos normal. Tanto el mareo como la jaqueca se habían desvanecido, pero aún se me iba algo la cabeza cuando hacía algún movimiento brusco. Debía de tener entonces la tensión por los suelos. También pensé que podría estar incubando una nueva gripe, pero ya ha pasado mucho tiempo desde aquel día y en ningún momento he tenido fiebre. ¿Será otra cosa peor que un virus lo que estoy incubando? Durante aquellos días de frío y continuos aguaceros pasaron otras cosas extrañas. El lunes siguiente, Clara, la tutora, no asistió a clase y el profesor de guardia que vino a sustituirla no tenía, según dijo, la más mínima idea sobre el motivo de su ausencia. Al parecer, ni siquiera había llamado al jefe de estudios para anunciar que no iba a venir. Por lo que supimos después (mi padre es muy amigo del director y en mi casa tenemos información privilegiada sobre ciertas cosas), fue el jefe quien la llamó a ella al móvil para pedirle explicaciones, pero no respondió, ni entonces ni nunca. Sólo se oía el típico y fastidioso “el teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura; por favor, inténtelo más tarde o envíe un mensaje de texto”.

Al día siguiente tampoco vino ni dio señales de vida. No sé si fue aquel martes o algo después cuando se constató que había desaparecido. En su apartamento alquilado desde luego no estaba, ni se halló ninguna señal que indicase adónde podía haber ido. Se había llevado todas sus cosas, como si hubiera planeado marcharse de allí para siempre, pero su casera no sabía nada en absoluto al respecto. Su coche no estaba en el garaje. Tampoco en Santiago, donde Clara era propietaria de un piso, sabían nada de ella. Y, curiosamente, allí nadie parecía conocerla íntimamente. No tenía parientes vivos, ni tampoco amigos, cosa extraña tratándose de una persona tan simpática y extrovertida. Sólo entonces nos dimos cuenta en Pazos de que, aunque aquí todos la queríamos y la admirábamos por sus buenas cualidades, en realidad tampoco sabíamos mucho sobre ella: que había nacido y se había criado en Costa Rica, que sus padres (ambos fallecidos, según dijo, hacía tiempo) eran de origen medio español y medio alemán, que había comenzado sus estudios de matemáticas en San José para terminarlos en Madrid, y muy poco más. Y aun eso podía ser falso, si bien su título de profesora, según se comprobó, era rigurosamente auténtico. En el primer momento, parecía claro que se trataba de una desaparición voluntaria, por muy inexplicable que fuera, pues se suponía que se había llevado su coche y sus cosas. Pero, poco después, la Guardia Civil halló el Audi de Clara aparcado en una pista que atraviesa el bosque y por donde no pasa nadie casi nunca, con todos sus efectos personales en el maletero, aunque una vez más sin ningún indicio que pudiera dar pistas fiables sobre su paradero. Entonces se empezó a hablar de rapto o de asesinato, de una cita a ciegas con un desconocido que acabó de mala manera, pero las indagaciones posteriores, que fueron muchas y realizadas a conciencia (o eso dice el comandante de la Guardia Civil, que también es bastante colega de mi padre), no han dado resultado hasta el día de hoy, y el misterio de la desaparición de Clara Mendoza sigue siendo eso mismo: un completo misterio. Desde luego, la plaza de Jacobo Muñoz parece maldita (algún periódico ya ha publicado un artículo al respecto en su suplemento dominical) y la maldición ya se ha cobrado cuatro víctimas. No es de extrañar que, cuando se hizo necesario sustituir a la desaparecida, tres de los candidatos renunciaran a la plaza, prefiriendo el paro al peligro. Así, estuvimos más de una semana sin clases de matemáticas ni de tutoría, hasta que llegó otro profesor, un nuevo interino llamado Luis, que, al parecer, necesitaba dinero urgentemente y no podía permitirse el lujo de ser supersticioso. Por ahora, no le ha pasado nada malo, pero ¿quién sabe? Tampoco le pasó nada malo a Clara durante los meses que estuvo aquí y luego… Pero cambiemos de tema.

Desde aquella tarde, no dejan de sucederme a mí cosas raras. Por las noches tengo extraños sueños, que se repiten continuamente. No son pesadillas propiamente dichas, pero tampoco resultan agradables, sino más bien inquietantes. Sueño con selvas sombrías, como las que se ven en las películas y en los documentales de animales. No sólo veo los árboles y el suelo oscuro cubierto de barro, sino que tengo sensaciones de todo tipo. Siento el calor y la humedad del ambiente, el peso del aire sofocante (y por las mañanas me despierto realmente sudando a mares). También oigo los gritos de los monos y la algarabía de los pájaros, pero eso sólo al principio, pues de repente enmudecen, como si hubieran percibido la presencia de un predador. Entonces, yo también tengo miedo, pero no sé qué hacer. ¿Huir hacia dónde? ¿Y si me pongo a correr y acabo en un lugar todavía más peligroso? Me quedo quieta, con todos mis sentidos alerta. Escucho el silencio. El silencio puede escucharse, del mismo modo que puede verse la oscuridad. Y entonces veo que algo se mueve en la maleza, algo grande. Y me parece oír una especie de gruñido. Y quizás veo dos ojos brillantes de fiera contemplándome desde la espesura, pero no estoy segura. Me asusto, claro, pero no puedo huir. Me siento paralizada. Además, ¿de qué serviría? Y entonces me despierto. Pero los sueños no son lo más extraño. Lo más raro me pasó una mañana, durante el recreo, estando completamente despierta. Yo estaba en un banco del patio del instituto, con mis amigos Brais y Lucía. Lucía es una chica muy guapa y muy simpática, algo tímida de entrada pero con un corazón de oro. Los gilipollas del instituto, que son, entre otras cosas, brutos y machistas a más no poder, se meten mucho con ella. Tal vez porque en el fondo les gusta y la cabeza no les da para llamar su atención de otra manera, aprovechan toda oportunidad para llamarla “puta”, o para decirle que les haga una mamada o alguna otra guarrada por el estilo. Ella, que es pacífica, agacha la cabeza y sufre, en ocasiones la he visto al borde del llanto. Y los imbéciles entonces aún se meten más con ella. A mí eso me pone de los nervios. Les digo lo que pienso de ellos, pero les da igual. Se diría que eso aún los enardece más. En ocasiones, creo que acosan a mi amiga no sólo para jorobarla a ella, sino también para tocarme las narices a mí. Aquel día, Jonathan Pereira, el matón número uno del instituto, fue, con dos de su pandilla, tan brutos y subnormales como él, a donde estábamos nosotros. Y empezó la función. Intentamos levantarnos del banco e irnos a otra parte, pero no nos dejaron. Los demás chavales que andaban por aquel sector, en cambio, no tardaron en alejarse. Todos ellos, incluso los de 4º, le tienen miedo a Jonathan, que, aunque aún está en 3º, ya tiene dieciséis años y es un verdadero toro.

Y, como de costumbre, el profesor de guardia “missing”. Creo que le tocaba el tuno a Matías, uno de Historia que se pasa sus guardias de recreo de cháchara en la cafetería. Y, como es de la pandilla del jefe de estudios, no hay Dios que le diga nada. Aquel día, Jonathan y los demás se pasaron aún más que de costumbre con Luci. Se pusieron a pellizcarle las tetas y el culo, mientras le soltaban toda clase de barbaridades. Ella estaba al borde de un ataque de ansiedad. Yo, no por valor ni por solidaridad, sino por puro asco y pura rabia, todo hay que decirlo, me encaré con Jonathan y le dije lo que pensaba de él. Y, la verdad sea dicha aunque no me favorezca, le envié un escupitajo a la cara. Pero a él le pareció divertido. Se rió y dijo, con su voz ronca de oso oligofrénico: -¡Mira tú la pija de mierda! ¿Qué te pasa, eh? ¿Estás celosa de la zorra esta? Tranquila, que también tengo pellizcos para ti. E intentó agarrarme. Entonces, Brais, que es un chico formal, pero no cobarde, se interpuso y, con un valor que nos sorprendió a todos, empujó a Jonathan, mientras le decía: -¡No la toques, a Sandra ni la mires! ¿Entendido? Repuesto de la sorpresa inicial, pero sin duda extrañado de que un chaval de catorce años, atlético pero no especialmente robusto, se atreviera con él, Jonathan le dijo: -¿Y tú, niñato de mierda, quién te crees para darme órdenes? Tengo acojonados a todos los profesores del instituto y voy a hacerle caso a un pedazo de mierda como tú, ¿no? Brais le contestó en el mismo tono y entonces tanto Jonathan como sus acólitos se lanzaron contra él. Al principio Brais, que juega al fútbol y es muy ágil, pudo esquivar sus ataques, e incluso tumbó a uno de los tres de un derechazo en la mandíbula, pero Jonathan y el otro no tardaron en cogerlo. Mientras el tercer matón (uno de 3º que no sé cómo se llamaba) lo sujetaba, Jonathan se puso a pegar a Brais de lo lindo. Yo llevaba un buen rato pasmada por el curso que habían tomado los acontecimientos. Estaba clavada en el suelo, mirando con ojos de tonta cómo martirizaban a mi amigo, incapaz de hacer nada. En realidad, todo había sucedido en muy poco tiempo y mi mente todavía no lo había asimilado. Luci, mientras tanto, lloraba en el banco (Jonathan le había desgarrado la ropa y se le veía el sujetador). Pero entonces vi cómo la nariz de Brais empezaba a sangrar, después de recibir una leche de Jonathan. Y decidí que tenía que intervenir, aunque me destrozaran a mí también. Sin duda, hubiera sido mejor, más lógico y más práctico, ir a avisar a los profesores en vez de enfrentarme a unos tíos que hubieran podido descalabrarme en un segundo, pero tenía la cabeza como embotada y no se me ocurrió. Sin darme plena cuenta de lo que hacía, me puse entre Brais y Jonathan, que ya estaba preparando un nuevo puñetazo, y me arrojé sobre este. No recuerdo bien lo que pasó, pero un instante después yo estaba allí tan campante y Jonathan se retorcía de dolor en el suelo, como si lo hubieran atropellado. El otro matón soltó a Brais, que cayó al suelo medio inconsciente, y se arrojó sobre mí con una navaja en la mano. Yo, aún sin darme cuenta de lo que hacía, esquivé el navajazo y lo tiré al suelo, con una llave de wu-shu: una llave que nunca me había salido bien hasta aquel preciso instante. Entonces, aparecieron por fin el director y el jefe de estudios, alertados sin duda por el barullo que se estaba produciendo en el patio. Ahí acabó la batalla. El recreo ya había terminado, pero la siguiente hora no la pasé en clase, sino en el despacho del jefe de estudios, con los demás protagonistas de la pelea, salvo Brais, que estaba siendo atendido por unos sanitarios, y Luci, que estaba con la orientadora. Jonathan aún tuvo la cara de decir que yo había empezado la pelea, pero había muchos testigos de lo contrario. Él debió de pensar que estos declararían a su favor por miedo, como sucedía a menudo, pero no lo hicieron. Sin duda, el haber sido derribado por una chica había sido letal para su reputación. Por otra parte, yo dije la verdad, sin callarme lo del escupitajo y diciendo que, por lo demás, no me arrepentía de nada. Al final, todos fuimos castigados, aunque no en la misma medida. Jonathan y sus amigos fueron expulsados provisionalmente por tres días, a la espera de que se reuniera el Consejo Escolar para tramitarles un expediente que supondría su expulsión del centro durante veintiocho días. A mí me condenaron a quince días sin recreo. Además, llamaron a mis padres, que me echaron una bronca por meterme en líos ajenos y por pelearme con aquellos bestias, que, de haber andado más listos, hubieran podido matarme.

Para colmo, no me dejaron salir de casa en todo el fin de semana siguiente. Pero tampoco me importó demasiado, francamente me preocupaban más las heridas físicas de Brais y las psicológicas de Luci que mis pequeños problemas (afortunadamente, ni las unas ni las otras tuvieron en definitiva consecuencias graves). En cuanto a mi conciencia, no estaba orgullosa de haber actuado con violencia, pero lo cierto era que tampoco me sentía demasiado dolida por haber actuado así. Creo que aún les hubiera hecho más daño de haber podido. Y, si he de ser completamente sincera, debo añadir que no lo hubiera lamentado. Aunque se trataba de la primera vez en la cual yo me veía involucrada en una trifulca seria, lo que llamó más la atención no fue mi actitud (a fin de cuentas, la gente sabe que, aunque normalmente soy pacífica, tampoco me falta carácter), sino mi eficacia. Ni yo misma podía creérmelo: había derribado a dos chavales mayores casi sin despeinarme. Al ser preguntada al respecto, respondía, fingiendo naturalidad, que voy a clases de wu-shu (lo cual es rigurosamente cierto), que se me da muy bien (lo cual es una exageración) y que no era la primera vez que conseguía derribar a un adversario físicamente más fuerte que yo (¡la bola del siglo!). En todo caso, mis explicaciones colaron bastante bien y desde entonces los chulos de mi clase, que antes me tomaban por el pito del sereno, ahora me miran con respeto, casi con miedo. Y los comprendo perfectamente. Yo, por ese y otros motivos, también estoy empezando a tener miedo de mí misma. Esta es la pregunta: ¿qué clase de persona soy en realidad?

-diario de Ángela Vázquez- Un día, varias semanas después del rollo de la mujer-pantera, Ruy me abordó al finalizar la clase de Lengua (en la cual, por cierto, había escrito en la pizarra “metáfora” sin tilde, aunque, por suerte, o por desgracia, según se mire, sólo yo me di cuenta). Los demás ya habían bajado al gimnasio (tocaba Educación Física) y estábamos solos en el aula, por lo cual podíamos hablar de temas que exigían discreción. Él me dijo: -Mira, Ángela, debo hacerte una pregunta. ¿Tú conoces a Sandra Veiga, de 2º ESO D? -Por supuesto, es famosa en el instituto desde que les dio su merecido a unos capullos de 3º delante de toda la peña. ¿Por…? -Bueno, convendrás conmigo en que no es normal que una chica de catorce años, de complexión delgada, pueda vencer así como así a dos matones de dieciséis. -Claro que no es normal, por eso ahora todos la admiramos. -Pero no sólo es anormal. Yo diría que, más bien, es imposible. -Va a wu-shu. -Tú ves mucha tele, me parece a mí. Nadie se convierte en un Rambo por ir a clases de wu-shu una vez a la semana durante un par de años. Aquí hay otra cosa. -¿Cómo cuál? -Cuando yo me peleé aquel día con Clara Mendoza… ¿te acuerdas? -¡Cómo no! El día que te dejó hecho un guiñapo, deberías decir. -Sí, bueno, que a ti no te habría despedazado en un segundo… En fin, aquel día, antes de la pelea, Clara había entrado en la casa de Sandra para robarle a su familia cierto objeto antiguo, muy apreciado por los adoradores de Kali. Yo me asusté al oír eso. Me tembló la voz mientras le preguntaba: -¿Y… y Sandra… estaba en casa entonces? -Sí, pero no se acuerda de nada, pues Clara, según me contó ella misma antes de la pelea, le había suministrado un narcótico. Además, le chupó algo de sangre, pero eso es lo de menos. Puede que también la haya “iniciado”. -¿Y… y cómo te “inician” esas tías? -Básicamente, follándote. Para ellas, el sexo, tanto homosexual como heterosexual, es un rito sagrado, cuyo fin no es la procreación, sino el honor de Kali, diosa de la fecundidad y de la muerte. Cada cierto tiempo, una mujer-pantera debe seleccionar a una virgen que apenas haya llegado a la pubertad y que reúna ciertos requisitos –belleza y atractivo sexual, sobre todo-, para obligarla a mantener relaciones eróticas con ella. Después de eso, el cuerpo y el alma de la chica han quedado estigmatizados por el sello de Kali y se ha iniciado un proceso que culminará cuando la muchacha se convierta en una nueva mujer-pantera. Es un proceso semejante al que la leyenda considera necesario para la conversión de un ser humano en vampiro, con la diferencia de que el sexo sustituye a los mordiscos… lo cual tampoco es una diferencia tan grande, después de todo. -¿Y qué debemos hacer, entonces? -Sobre todo, vigilar a Sandra, para ver si su proceso de transformación ya ha comenzado y a eso se debe el que ahora sea tan fuerte. Yo, como profesor, resultaría sospechoso si me pasase los recreos vigilando a una alumna –guapa, por añadidura-, pero tú no llamarás tanto la atención. Y ahora vete ya, que si no te van a poner falta. Me hubiera gustado decirle, aunque sólo fuera por llevarle la contraria, que yo tenía otras cosas que hacer además de vigilar a mis compañeras, pero no lo hice porque en una cosa había acertado plenamente: tenía que irme ya o me pondrían falta en Educación Física.

-diario de Sandra Veiga, varias semanas después- Esta noche he soñado algo distinto, pero igualmente extraño. En realidad, más que un sueño ha sido una fantasía erótica. Eso no es raro en mí, pero lo curioso es que esta vez me he imaginado que lo hacía con alguien de mi propio sexo, concretamente con Clara, mi ex tutora. Hasta ahora (querido diario, recuerda que todo esto debe quedar entre nosotros y no salir de aquí) siempre lo había hecho con mi amigo Brais. Soñé que Clara entraba silenciosamente en mi cuarto, pálida y resplandeciente como un fantasma, pero a la vez muy carnal. Yo no sentí miedo en ningún momento, sino, por el contrario, un deseo ardiente de que me besara con sus labios de amapola y me acariciara con sus manos de nieve. Ella me miraba dulcemente y me sonreía, con aquella sonrisa tan bonita y tan tierna que nos había enamorado a todas cuando ella era nuestra profesora. Pensé que Clara también tenía ganas de besarme y de acariciarme a mí, y esperé en mi cama a que se acercara. Yo notaba que mi corazón palpitaba a cien, pero al mismo tiempo me sentía incapaz de moverme, como si su sonrisa mágica me hubiera hechizado. ¿O había sido su mirada? Entonces ella empezó a acariciarme suavemente y a besarme, primero en las mejillas, luego en la boca y finalmente en el cuello. Yo me sentía sumida en un placer tan intenso que no podía compararlo a nada que hubiera sentido anteriormente, debía de ser algo así como lo que los místicos llaman “éxtasis”. Y era, desde luego, algo tan real que en ningún momento se me ocurrió pensar que pudiera ser un simple sueño. Bueno, creo que será mejor que corra un tupido velo sobre las consecuencias fisiológicas que ese éxtasis, o lo que fuera, tuvo en mi cuerpo. En cambio, no puedo dejar de mencionar las palabras que me dijo Clara después de que hubiéramos alcanzado el clímax amoroso, con aquella voz suya, tan cálida y melosa, que tenía el aroma de la primavera y el sabor del trópico: -Sandra, querida niña, ¿harías algo por mí? Por supuesto, no dudé ni un segundo antes de responderle: -Clara, yo haría por ti cualquier cosa que me pidieras. Ella acentuó la calidez de su sonrisa y dijo, más dulcemente que nunca: -¿Te acuerdas de la estatuilla de Kali, la que tus papás guardan en el desván? Tienes que cogerla y llevársela a un hombre que dentro de dos días, a las nueve de la mañana, te estará esperando en medio del bosque, junto a las ruinas de la casa abandonada. Él se llama Omar y es amigo mío. Luego, él me la entregará a mí y yo seré muy feliz. Y algún día, quizás antes de lo que te imaginas, te devolveré con creces la felicidad que tú me proporcionarás entonces. Dicho esto, Clara me dio un último beso y su imagen se fue tornando borrosa hasta desvanecerse en la oscuridad. Y yo me sentí de repente muy cansada y en pocos segundos me quedé totalmente dormida (bueno, supongo que, en realidad, había estado dormida durante todo el tiempo que duró aquello, pero no estoy segura). He decidido que mañana haré lo que Clara me pidió. Será fácil coger la estatuilla, ni siquiera tendré que buscar la llave: mamá se quejó el otro día de que la cerradura del baúl estaba rota, no sabemos por qué, y aún no ha venido nadie a arreglarla. Me da igual que esté bien o mal, que sea una tontería o algo racional, siento que se trata de algo tan inevitable como si ya estuviera hecho, como si formara parte de mi destino desde los inicios de los tiempos. Cogeré la estatuilla sin que nadie se entere, lataré a clases e iré al bosque. Si allí encuentro al tal Omar, estupendo, porque haré feliz a Clara. Y si no, es que todo ha sido un sueño. Entonces devolveré la estatuilla a su sitio y lo que haya hecho no habrá tenido malas consecuencias para nadie.

-diario de Ángela Vázquez, un día después- Escribo esto rendida de cansancio, tras lo que ha sido sin duda el día más “heavy” de mi vida. Y eso que por la mañana parecía que iba a ser un miércoles como otro cualquiera, pero… Siguiendo las instrucciones de Ruy, cuando salí de casa para ir al instituto, en vez de coger el camino más directo, di un pequeño rodeo para pasar cerca de la casa de los Veiga y vigilar a su hija, Sandra. Mi intención era seguirla discretamente, para asegurarme de que no le sucedía nada extraño mientras se dirigía al instituto. Sandra salió de su casa a las nueve menos algo (un poco tarde para llegar con tiempo a la primera clase, cosa que me extrañó porque otras veces era mucho más puntual), vestida con ropa deportiva y con su mochila a la espalda. Pero lo raro fue que en vez de coger el camino hacia el pueblo, tomó una pequeña senda que se internaba en el bosque. Y yo me dispuse a seguirla, muy a mi pesar. Estaba claro que aquella mocosa (que, peleas aparte, tenía fama de ser una alumna responsable y aplicada) pensaba latar a clase. Seguramente había quedado con algún noviete en un sitio alejado de la civilización, acaso para mantener “relaciones psicosomáticas de interacción bilateral climática” (con este super-eufemismo se refería don Manuel, el cura, a los pecados contra el sexto mandamiento). Y yo, claro, también tendría que faltar a clase para no perderla de vista. Cuando mi madre se enterara, me operaría de las amígdalas sin anestesia, pero no me quedaba otra si quería cumplir con mi cometido. Durante un buen rato, Sandra fue internándose más y más en la floresta, mientras que yo la seguía, no por la senda, sino entre los arbustos que la bordeaban, para que no me viese si se le daba por volver la cabeza. Tenía que moverme silenciosamente, pero no demasiado despacio, para no perderla de vista, y así lo hice. A fin de cuentas, soy una especie predadora y el acecho no se me da mal del todo. Sandra, que además parecía algo ensimismada, no se dio cuenta en ningún momento de que alguien la estaba siguiendo. A mí, por otra parte, aquello estaba empezando a darme mala espina. Ya no tenía tan claro que fuera una mera cita amorosa o alguna chorrada semejante lo que estaba impulsando a la niña a sumergirse inexorablemente en aquella espesura, tenebrosa, solitaria y vagamente amenazadora, donde, según se decía en el pueblo, había lobos, jabalíes y otros bichos poco amistosos. Además de la senda, en ese lugar sólo hay una cosa hecha por la mano del hombre: Me refiero a las ruinas de un caserón del siglo XIX, que antes pertenecía a una familia hidalga y que se quedó completamente abandonado cuando el último representante de dicha familia, un carlista solitario y excéntrico, murió sin descendencia. Ahora se hallaba medio derruido, con el techo parcialmente desmoronado y el suelo lleno de escombros. Además, el edificio, que presentaba un aspecto ciertamente lúgubre, llevaba años rodeado de leyendas tenebrosas, que alejaban de él a paseantes y curiosos, para mayor alegría de lechuzas, ratas y murciélagos, que campaban a sus anchas en los sucios y tenebrosos recovecos del antaño suntuoso edificio. Claro que, por otra parte, hubiera sido difícil imaginarse un lugar más idóneo para una cita amorosa clandestina que aquella vetusta mansión, tan solitaria y temida como la Fuente de los Álamos en el cuento de Bécquer. Efectivamente, allí, en el umbral mismo del caserón, había un chico esperando a Sandra. Se trataba de un joven moreno, guapo y bien vestido, cuyos rasgos y acento me parecieron claramente hispanoamericanos. Sin duda era un joven bastante atractivo, pero me pareció algo mayor para Sandra, pues seguramente ya habría pasado de los veinte. Claro que con estas tías de 2º de ESO nunca se sabe, si yo te contara lo que se rumorea en el pueblo de algunas… En fin, yo opté por espiar a la pareja desde mi escondite entre los altos y espesos helechos que rodeaban la casa, que era un lugar a propósito para ver sin ser vista. Puse la oreja y escuché su conversación. Lo de la cita amorosa podía ser descartado, salvo que se tratara de una de esas que se organizan a ciegas a través de Internet: esos dos no se conocían previamente. Oí cómo se presentaban: -Hola, yo soy Omar. ¿Y usted, señorita? -Yo me llamo Sandra. Puedes tutearme si quieres. Y se dieron unos castos besos en la mejilla. Sandra dijo: -Te traigo lo que me pidió Clara. Lo llevo en la mochila. Espera un momento, que lo saco y te lo doy. Vaya, así que Clara Mendoza estaba metida en el ajo. Aquello, sin duda, iba a resultar más interesante de lo que me había parecido al principio. Sandra sacó de su mochila una estatuilla dorada (no pude distinguir bien lo que era) y se la dio al tal Omar, que la recibió con una sonrisa y dijo: -Muchas gracias, Sandra. Te aseguro que Clara se alegrará mucho cuando vea esto. -Ha sido un placer, Omar. Bueno, ahora, si no te importa, debería irme al instituto. Ya llego tarde, ¿sabes? La expresión de Omar se endureció ligeramente. Dijo, sin alzar la voz: -Me temo que sí me importa, Sandra. Clara me dijo que tendrías que quedarte aquí hasta que ella viniera a recoger la estatuilla. Desea hablar contigo personalmente y no tardará mucho. Sandra pareció vacilar. Durante un rato permaneció muda, mirando a Omar a la cara. Luego, sonrió y dijo, con un tono despreocupado que a mí me pareció más bien falso: -Es que hoy no va a poder ser, Omar, y juro que lo siento. Pero ya sabes cómo son los padres, y más ahora, que con Internet se enteran de tus faltas en un santiamén. Dile a Clara que, si quiere, quedamos otro día pero hoy no puede ser, ¿vale? Omar dulcificó su expresión y respondió, con un tono amable que tampoco me pareció demasiado sincero: -Como quieras, Sandra, aunque me temo que Clara se va a disgustar si no te ve aquí cuando llegue. En fin, que tengas un buen día. Mientras hablaba, Omar extrajo un cigarrillo del bolsillo de su cazadora y se lo llevó a la boca, sin encenderlo. Inmediatamente después, Sandra se estremeció súbitamente y lanzó un gemido de dolor, como si le hubiera picado una avispa. Vi cómo el color desaparecía rápidamente de su rostro y cómo le temblaban las piernas. Puso los ojos en blanco y se hubiera caído al suelo si Omar, con un rápido movimiento de sus manos, no llega a agarrarla en plena caída. A continuación, el hispanoamericano cogió en sus brazos el cuerpo inerte de la chica, que parecía completamente desmayada, y se introdujo con él en el oscuro interior de la casa. Aquel desmayo tan repentino y aparentemente inmotivado no me parecía natural. Allí había gato encerrado y el color del gato no me gustaba en absoluto. A falta de una hipótesis mejor, se me ocurrió esta, inverosímil pero no imposible: el supuesto cigarro apagado que Omar se había llevado a la boca no era tal, sino una pequeña cerbatana disimulada, que él había empleado para dispararle a Sandra un dardo anestésico de efecto fulminante. En tal caso, yo había sido testigo de un rapto y tenía que actuar en consecuencia. Primero pensé en avisar a la Guardia Civil, pero pronto comprobé que no podía hacerlo sin abandonar mi puesto, pues en aquellas soledades mi móvil no tenía cobertura. Como no quería irme de allí, dejando sola a Sandra, estuve por transformarme en loba para rescatarla por mis propios medios, pero me detuvo una voz inesperada que sonó de repente a mis espaldas: -No te precipites, Ángela. Esto es más peligroso de lo que parece. Casi no hace falta decir que aquella voz me dio un susto de muerte y que durante un instante sentí mi corazón a punto de estallar. Pero, tras un primer instante de estupefacción, reconocí la voz y mi miedo se convirtió en mala leche. Me volví y le dije al que había hablado: -¡Ruy, más imbécil no naces! ¡Me has dado un susto de muerte! Y allí estaba él, con su sonrisita chulesca de siempre, como si mi cabreo le resultara muy divertido. ¡A saber cuánto tiempo llevaba espiándome! Y mientras yo, la tonta, me creía vigilante en vez de vigilada. Una vez que me hube desahogado de lo lindo, le pregunté: -¿Y cómo rayos me has localizado? -Ha sido fácil. Cuando me di cuenta de que no habías venido al instituto, decidí pedirle al jefe de estudios una hora libre para ir en tu busca, pues suponía que podía estar sucediendo algo grave. Luego, me acerqué a tu casa, encontré tu rastro y no tuve más que seguirlo. ¡Entonces Ruy también era capaz de seguir mi rastro psíquico! ¡Y el capullo sin decírmelo hasta ahora! Le dije, nuevamente indignada: -Así que tú también puedes leer mi mente y te lo habías callado. Él, siempre sonriente, casi al borde de la carcajada, respondió: -¡Qué mente ni qué huevos fritos! Usé mi olfato de lobo. Conozco a cierta adolescente coqueta que no se maquilla ni se viste muy a lo pijo, pero que todas las mañanas se echa perfume en cantidades industriales y luego va dejando su aroma por todas partes. ¿Sabes de quién hablo? Yo, claro, lo sabía. Y era verdad, pero no lo hacía por coquetería. Me había acostumbrado a echarme el perfume de mamá todas las mañanas, después de mis correrías nocturnas, porque entonces me daba miedo la idea de ir al instituto oliendo a sangre. -Vale, me gusta oler bien. ¿Tengo que pedir perdón por eso? -No, lo que tienes que hacer es escucharme con atención. Tengo un plan.

VII. EL PELIGRO QUE ACECHA TRAS LO EXTRAÑO

No era (un sueño)… y, sin embargo, sería difícil decir cómo podría llamarse de otra manera. E. A. Poe

Mientras tanto, dentro de la casa, dos personajes sonrientes contemplaban el cuerpo inmóvil de Sandra Veiga, que reposaba sobre un montón de hierba seca, colocada al efecto en una esquina de lo que otrora había sido el salón principal de la mansión. Dichos personajes eran Omar y Clara Mendoza, quien desde el principio había estado allí, escondida dentro de las ruinas y observando el curso de los acontecimientos. Clara sostenía en sus hermosas y aristocráticas manos la anhelada estatuilla de Kali, y no dejaba de examinar atentamente el cuerpo de la desvanecida niña, con una sonrisa sensual dibujada sobre la hermosa máscara de su rostro. Omar también observaba a Sandra, y asimismo sonreía, con una inquietante mezcla de crueldad y lubricidad que reflejaba adecuadamente sus intenciones. Clara dijo, con voz tranquila y como si estuviera tratando un tema trivial: -Ahora sólo hace falta una cosa para que culmine el proceso y Sandra pase a ser una nueva guerrera de Kali. Es necesario que un hombre la desvirgue. ¿Estás dispuesto a aceptar ese honor, mi querido Omar? -Por supuesto, será un placer: es una chica muy mona. Y he venido preparado, hasta llevo un preservativo en el bolsillo y todo. Pero, si no te importa, esperaré a que se despierte, pues de lo contrario violarla no tendría demasiada gracia. -A mí me da igual, pero te advierto que entonces deberás tener cuidado. El proceso ya ha comenzado y es más fuerte de lo que parece. Incluso podría vencer a un hombre adulto en un combate cuerpo a cuerpo. -No te preocupes, ya te he dicho que he venido preparado. También he traído cuerdas para atarla. Cuanto más luche, mejor me lo pasaré yo. -Como desees. Espero que no te importe que mire cómo lo haces. -Por supuesto que no, querida. ¿Y qué tal si me voy calentando contigo? -Como quieras. Ya sabes que puedes contar conmigo para eso siempre que te apetezca. Clara depositó la estatuilla en un rincón y luego abrazó cariñosamente a Omar. Tras algunos mimos, se dieron un beso en la boca, que duró un buen rato y que, a buen seguro, hubiera durado más si una voz firme no los hubiera sorprendido en plena faena: -Lamento interrumpir, pero creo que esta señorita y yo teníamos cuentas pendientes que resolver. ¿Verdad, Clara? Omar miró con inmenso disgusto al intruso; en cambio, Clara, aunque estaba igualmente sorprendida, parecía más bien contenta de que Ruy Fernández estuviera allí, de pie en el sombrío umbral de la puerta principal, mirándolos con una mezcla de desafío y desprecio. Clara se relamió sus carnosos labios, con felina coquetería, y dijo, aparentemente tranquila: -Vaya, mi querido Ruy, ¿no te llegó la otra vez? En fin, supongo que no habrás sido tan estúpido como para venir aquí sin tu amiguita, la que te salvó aquella tarde. -Claro que no. Ella nos está esperando ahí fuera, ya transformada y lista para atacar. Mejor no abuséis de su paciencia, pues entonces se cabreará y, cuando empiece la lucha, os morderá con más saña. La pobre no es tan comprensiva como yo. -Pero ya ves que yo tampoco he venido sola. Supuse que vigilarías a Sandra y que la seguirías hasta llegar a mí, por lo cual he tomado mis precauciones. Este es mi amigo Omar Santos, de Sonora, México. Omar también es un licántropo. Desciende de una dama mexicana violada por vuestro común antepasado Louis Dulac en 1866. Al parecer, el pobre diablo era casi tan lujurioso como yo. Omar ha accedido a ayudarme en esta empresa, a cambio de mi cuerpo y de cierta información, que he prometido darle cuando todo haya acabado y la estatua de Kali se halle de nuevo en la India, custodiada por un nuevo ejército de sacerdotisas-guerreras, entre las cuales figurará, por supuesto, nuestra pequeña amiguita aquí presente. -Muy interesante, pero aún no nos habéis vencido. Somos dos contra dos. -No te engañes, Ruy. Como ya deberías saber por experiencia propia, yo valgo por uno y medio de vosotros. Por otra parte, no soy rencorosa. Si tu amiga y tú accedéis a dejarnos en paz, por mí no hay problema en que os larguéis sanos y salvos. Y tampoco creo que a Omar le importe. ¿Verdad, mi amor? Omar no parecía estar muy de acuerdo, a juzgar por la mirada que le dirigía a Ruy, francamente hostil, pero asintió. Ruy, con todo, no se amilanó: -Ya os he dicho que mi amiga os está esperando impaciente. Salid a luchar de una vez. -Vale, veo que con ustedes no hay manera. Aunque, ya puestos, también podía entrar ella. Aquí hay sitio de sobra, me parece. -Pero Sandra podría resultar herida. -En eso tienes razón. Vamos, Omar. La niña aún tardará al menos media hora en despertar y nosotros habremos acabado con estos dos dentro de diez minutos, como mucho.

— Via Creepypastas

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