El plato está en la mesa

El Puente Negro
El Puente Negro

La puerta de entrada se abrió y una pequeña campanilla de un profundo color plateado comenzó a tararear su molesta y monótona melodía, como siempre que alguien le importunaba despertándole de su inerte descanso. Dos personas entraron al restaurante, era la hora de la cena y tenían un apetito voraz, no se habían llevado nada a la boca durante todo el día, y eso, en unas personas tan glotonas como ellas no podían ser. Tenían que comer cada poco rato, sí o sí. Un camarero ataviado con un traje pulcramente negro y una corbata azul oscura les observaba desde el otro lado del atril y les indicó en que mesa podían sentarse. Les indicó con el brazo extendido y señalando con un dedo que podian utilizar la mesa número 23. Las otras 22 estaban ocupadas o reservadas para más tarde.

Llegaron a la mesa y el hombre retiró la silla hacia atrás para que la mujer se sentase, con un gran gesto cortés. Era un perfecto caballero, luego dio la vuelta y se sentó en su silla. A su derecha, un enorme ventanal con vistas a una calle peatonal en la que cientos de personas andaban lentamente, empujándose descaradamente y pasando de largo. El hombre cogió la mano de la mujer, la sacudió un poco, ya que tenía un poco de tierra y se la llevó a la boca. Acto seguido la besó con un cálido beso y la mujer le devolvió el gesto con una dulce sonrisa forzada. El camarero llegó un instante después con la carta, se la entregó y se alejó por donde había venido. La recorrieron varias veces con la mirada, buscando el mejor plato para cenar, había muy buen género, tenían muy buena pinta la mayoría de los platos, pero tenían que decidirse por uno.

Cuando ya supieron en que iba a consistir la cena, el hombre levantó los ojos buscando con la vista la mirada del camarero, que para su sorpresa estaba mirándole también, se acercó y los comensales le indicaron que platos habían elegido. El camarero volvió a irse, pero en vez de quedarse detrás del atril tras el cual les había recibido cuando entraron, esta vez se fue hacia la derecha y entró por una puerta gris.

Encima de la mesa donde la pareja esperaba a que le sirvieran la cena, un jarrón de cristal descansaba, con dos flores en su interior. Dos preciosas rosas negras abiertas en su máximo esplendor y que comenzaban a marchitarse. El camarero volvió a salir por la puerta y se acercó a nuestra pareja de enamorados. Les entregó dos trozos de tela enrollados, que estos abrieron lentamente. Luego se lo devolvieron al camarero y este se los anudó en sus respectivos cuellos. Primero al hombre y luego a la mujer. Una vez los baberos estuvieron puestos y colgando de los cuellos volvió a irse hacia su atril.

El enamorado sacó una de las rosas del pulcro jarrón, que goteó un par de veces sobre el mantel blanco de seda que tapaba la mesa. Aspiró la fragancia de la rosa y luego sopló en dirección a su amada que cerró los ojos y se preparó a recibir el aroma de las flores. Ese olor penetrante les traía muy buenos recuerdos. Recuerdos de su hogar, el lugar al que volverían después de cenar. La puerta de la cocina se abrió y el chef salió con dos enormes bandejas plateadas. El camarero de la entrada se acercó y se las arrebató de la mano y haciendo una especie de cabriola cómica se dio la vuelta y se dirigió a la pareja.

La primera y la más grande la dejaron en el sitio del hombre, la otra un poco más pequeña, en el sitio de la mujer. El hombre sonrió al camarero y este volvió a irse. El joven enamorado se relamió, la boca ya le comenzaba a salivar y agarró fuertemente los cubiertos. Miró a su compañera que estaba en idéntica posición y atacó el suculento plato. El plato de la mujer consistía en un brazo de 9 kilos, de una mujer extremadamente gorda que había muerto por un infarto. El brazo, pálido y de un tono morado descansaba sobre una bandeja de plata. La mano abierta al final y llena de finísimas venas moradas que parecían carreteras secundarias sobre el espeso tapiz blanquecino, a la mano le habían arrancado las uñas, ya que no eran comestibles.

El brazo, amputado a la altura del hombro. El plato del hombre constaba de una pierna, posiblemente de la misma mujer obesa, ya que era un buen trozo de carne, de 14 kilos. También le habían sido retiradas las uñas. Los dos hambrientos comenzaron a cortar grandes trozos de carne y una vez estuvieron despedazados, se metieron en la boca trozo a trozo. En menos de diez minutos habían terminado con el jugoso manjar. Manchas de sangre inundaban sus bocas con escasos dientes. Trocitos de carne habían caído sobre la mesa y unos cuantos al suelo. Los huesos, pulcramente roídos y sin apenas carne ni nervio, descansaban sobre la bandeja ahora tornada de un color carmesí. La cena la habían acompañado con una gran jarra de líquido rojo oscuro que perfectamente podría haber pasado por un vino de excelente calidad, pero resultó ser otro tipo de líquido. La pareja descansaba espatarrada en sus respectivas sillas, mientras hacían gestos en la barriga como diciendo que estaban llenos. El hombre soltó un tremendo eructo, que si su piel hubiera podido tornarse rojiza, seguro se habría sonrojado, pero permaneció tan pálida como siempre.

La campanilla de plata de la puerta sonó nuevamente y un extraño silencio reinó en el restaurante. Todas las cabezas se giraron hacia la puerta, queriendo ver quien había entrado en tan peculiar sitio. Un enorme hombre de unos 2 metros de altura, bastante obeso y con un elegante y caro traje negro y una corbata extremadamente rojo chillón entró en el restaurante. Seguido, entraron 2 tipos, uniformados y con gafas de sol, lo más seguro eran sus guarda espaldas. El tipo que había entrado debía de ser un hombre muy importante y sobre todo poderoso, muy poderoso. El camarero hizo una reverencia y el gran hombre le tendió su abrigo, que el camarero recogió con el antebrazo mientras terminaba la reverencia.

El tipo importante observó las mesas donde varios seres de menor categoría cenaban y le observaban atónitos, escrutándole, mirándole ensimismados, incapaces de comprender la suerte que tenían por presenciar a tan magno personaje. Comenzó a avanzar, seguido de sus dos “gorilas” y llegaron a una mesa vacía, dos detrás de la que nuestros enamorados cenaban. Uno de los súbditos retiró la silla como había hecho anteriormente nuestro enamorado y el gran tipo se sentó.

Luego le acompañaron los dos enfrente de él compartiendo el lado de la mesa. El camarero se acercó a paso lento, como midiendo los tiempos y distancias para no llegar ni demasiado pronto, ni demasiado tarde y cuando lo consideró oportuno, le tendió la carta al gran jefe, acto seguido, les dio otras a sus ayudantes. Se quedó de pie observándole jugueteando con sus delgaduchos y pálidos dedos, y tras unos minutos el gran tipo le señaló en la carta lo que quería a lo que el camarero respondió abriendo enormemente sus oscuros ojos y sonriendo de lado a lado de la cara mostrando una hilera de dientes ennegrecidos y bastantes de ellos caídos. Los dos siervos le indicaron también lo que querían de cenar y el camarero se fue a toda prisa hacia la cocina. Un pedido como ese no podía demorarse mucho.

Salió el camarero con tres baberos como los que había puesto a los enamorados y luego volvió a la cocina. Al poco salió con dos bandejas y se las sirvió a los ayudantes que ya se relamían los labios, pero esperaron a que el plato del jefe estuviera listo para comenzar a comer. Había que tener modales. Todo el restaurante miraba ensimismado al extraño trío que habían entrado hace unos minutos.

A los 3 o 4 minutos la puerta gris se abrió y salió el chef que se acercó al tipo importante. El gran tipo, como si de un jefe de la mafia se tratase le tendió la mano y el chef se la besó. Giró la cabeza y observó el plato que había preparado con tanto ahínco. Sobre una mesita de tres metros, con ruedas, venia la comida. La mesita se paró en seco justo enfrente del jefe y este se relamió los labios, asintió al chef que esperaba con una media sonrisa la aprobación por parte de tan importante e ilustre personaje y tras comprobar que todo estaba al gusto del jefe, se dio media vuelta y se metió de nuevo en su cocina. El tipo importante cogió los cubiertos e indicó con la cabeza a sus ayudantes que ya podían comer, tras lo cual se dirigieron con gran ansia a sus respectivos platos. Uno de ellos había pedido una cabeza humana, esta tenía el cráneo abierto por el cual asomaba un pequeño y gris cerebro embadurnado en salsa roja.

La boca abierta y los ojos vacíos. Con la lengua y los ojos habían hecho un espectacular cóctel que descansaba al lado de la bandeja. Comenzó a cortar trocitos de sesos y a engullirlos como si no hubiera comido nada en los últimos 5 días. Mientras el otro, admiraba y pensaba por donde comenzar el fantástico torso de mujer que le habían servido. Comenzó a cortar un gran pecho y a engullirlo, casi sin masticar. El jefe se levantó y agarró su comida, ya que esta era más difícil de transportar porque se trataba de un espécimen vivo. Era un chico de unos 14 años, totalmente desnudo y aterrorizado que lloraba desconsoladamente. Temblaba de la cabeza a los pies mientras estaba sentado en la bandeja, amordazado de pies y manos con gruesas cuerdas negras. La boca había sido cosida y con los ojos tremendamente abiertos observaba cual iba a ser su destino.

El tipo importante dejó los cubiertos sobre la mesa y abrió su pútrida boca sonriendo al joven que iba a ser devorado en breves momentos. No tenía ni un solo diente, pero de una cajita que llevaba en su cara y elegante chaqueta sacó una dentadura postiza con dientes puntiagudos de color plateado. Se la colocó y tras comprobar que se adecuaba a la perfección en sus encías miró al desalentado joven, que seguía llorando. Acto seguido agachó la cabeza y le hincó el diente en su delicioso y joven muslo mientras todos los comensales del restaurante estallaban en un gran y estruendoso aplauso. En muy pocas ocasiones podrían admirar y disfrutar de un manjar tan preciado y caro, ya que un humano vivo costaba mucho y escaseaban en el mercado.

Era un plato al que solo podían optar las clases altas. Nuestra pareja de enamorados se levantaron, hicieron una reverencia al tipo importante que les miró mientras devoraba la pierna del joven y les devolvió la mirada asintiendo ligeramente. Luego fueron al atril del camarero, pagaron y salieron a la fría noche dejando tras de si aplausos, gritos de júbilo y risas. Avanzaron por un callejón lleno de pequeños roedores y una fría lluvia comenzó a caer. Dejaron atrás el “Fresh Meat”, el mejor y más selecto restaurante para zombis de la ciudad.

— Via Creepypastas

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