El indigente

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

La soledad hacía acto de presencia en la vacía calle. El viento de invierno azotaba los agonizantes árboles, escasos de hojas y de famélicas ramas. Castigo divino y frío formaban un único significado. El vagabundo se encontraba caminando, a paso lento, por las solitarias callejuelas, mientras cada uno de sus sentidos era entumecido por la ventisca helada. El cielo, vestido de pálido celeste, auguraba los suaves dedos del alba matinal.

Llevando un carro de compras, cargado de cajas, latas y bolsas, avanzaba el indigente. Un destrozado anorak se ceñía sobre él, y debajo de este, un sucio suéter –que alguna vez fue color café claro- tan poco higiénico como el resto de su cuerpo. Había olvidado el color de su piel, y se esforzaba por recordar cómo mover sus extremidades, especialmente las piernas.

Vislumbraba un esperanzador futuro. Uno donde tuviera trabajo, donde tuviera amigos, y donde pueda ducharse y tener armas contra el frío. Sabía que su pasado fue de esa forma, pero no era capaz de precisar que cuitas lo habían convertido en el desecho de una sociedad desalmada.

Se detuvo junto a un contenedor de basura. Los años lo habían golpeado a ambos –a él, y al contenedor-, pero resistían. Con su mano cubierta con la única prenda buena que poseía -un guante-, abrió lo que para él era un cofre con joyas, tesoros y, con un poco de suerte, algo comestible.

El olor fue lo primero en liberarse y extenderse. Un hedor a podredumbre, a basura; a muerte. Su nariz estaba lo suficientemente adormecida como para no inmutarse frente a tal olor. Pero en su imaginación, aquella fragancia mantenía su repugnante esencia, que contamina los sentidos y marea a la mente en un torbellino de abominaciones. Y aquel aroma era casi rutinario, un constante llamado de atención que le recordaba quién era y su lugar en la sociedad; la podredumbre, lo podrido de la nación y la sociedad. Odiaba aquel olor.

Bolsas y bolsas hacinadas. Nadie se daba el lujo de arrojar algo de valor para aquellos indigentes. Por suerte, él era único en aquella calle, pero a su vez era una tortura. Incluso tener un némesis, alguien con quien competir por comida, le resultaría reconfortante y satisfactorio. Pero nuevamente, la visión de las bolsas que tomaba le hacía reflexionar si realmente merecía algo como un rival.

En una de aquellas bolsas encontró latas de salsa de tomate, fideos sucios y algún que otro pedazo de carne. No recordaba la última vez que saboreó carne, ni siquiera recordaba su sabor en sí, ¿acaso fue vegetariano en la vida anterior a aquella longeva tortura? No lo sabía con certeza.

Otra bolsa. Era más pesada, pero pequeña. Llevaba alguna clase de objeto metálico, o varios. Se preguntó quién haría algo como eso. El precio del metal era bastante alto en aquellos días; no tenía idea como sabía eso. Sea quien sea, el vagabundo bendijo internamente a esa persona, y luego dio gracias a Dios, aunque velozmente sus pensamientos derivaron a la cuestión del barbudo.

Dios era alguien – o algo- curioso. Si tal divinidad podía permitir que ciertas personas durmieran en camas y que otras no pudieran defender del azotador frío de la noche, debía tener algún buen pretexto. Uno realmente bueno. Y ya nos echamos bastante culpa a nosotros, los humanos, pensaba el vagabundo.

Pero, ¿qué era ser humano? ¿Consumir y abusar de todo lo que uno tenga al alcance, ser parte de algo más grande que él mismo; una comunidad? Entonces, ¿era él un humano por no tener un lugar donde comer o una cama donde dormir? Aun careciendo de dichos placeres, ¿seguía formando parte de la humanidad o formaba parte de otro grupo, uno inferior, uno cuya única función es hacer sentir a los humanos, efectivamente, humanos? Dios debe tener un buen pretexto. Pero no iba a obligar a Dios o lo que sea a dar un argumento. Primero debía comer, y dejar de pensar tanto.

Se asombró de su propio pensamiento, y se preguntó si efectivamente era suyo.

La tercera bolsa era más liviana que las otras dos. Como si llevara puré, de papa o tomate. Había algo con más peso dentro, pero ni esto era suficiente para superar al de las otras dos. ¿Cómo había terminado comparando el peso de bolsas de basura? No lo sabía. ¿Cómo terminamos donde terminamos, cómo llegamos a ser lo que somos? Tampoco lo sabía. ¿Teníamos elección alguna en el camino de la vida? Estaba seguro que no.

Casi al fondo del contenedor había una bolsa más grande. Mucho más grande y pesada, y en definitiva llevaba algo aún más valioso. Desconcertado, tomó unas tijeras de su carrito de basura. Era irónico; aquel carro alguna vez llevó objetos valiosos, y ahora llevaba basura. ¿Dónde terminaban dichos objetos valiosos y caros? En la basura. Gracioso, ¿no?

Con el frío acero de las tijeras -que alguna vez vieron días mejores-, cortó la bolsa.

Miento si digo que no se sintió desconcertado, pero también lo haría si dijera que sintió el más profundo de los terrores. Su reacción solamente puede definirse como una mezcla entre la más desconcertante sorpresa, y la más absoluta de la indiferencia.

El torso se una joven se aproximaba desde el interior de la bolsa. Un torso completamente desnudo, y con más cicatrices de las que era capaz de contar. Parecía un lienzo salpicado por salsa de tomate, y era incapaz de comprender porque asociaba todo con la necesidad de comer. Pero aquella visión lo había horrorizado, principalmente por dos factores; la ausencia de brazos, piernas, y cabeza, y la casi absoluta indiferencia con la que reaccionó. Le aterraba más él mismo que la escena por si sola.

Había una enorme herida en el pecho, justamente donde debería estar el corazón. Se inquietó al preguntarse si el monstruo que hizo eso se había tomado la molestia de retirarle los órganos uno por uno. El sentido común, sea lo que sea, le dijo que había otras bolsas, con otras partes del cuerpo de la joven. Una con los brazos, una con las piernas…

Aquella imagen perturbó su estado. El hedor –el odioso hedor- ahora tenía sentido, pero su aborrecible fragancia pasó a segundo plano. El cuerpo trozado de una joven se encontraba precisamente en aquel contenedor, y nadie estaba cerca; ningún ser viviente se atrevería a sufrir la ventisca helada. Sólo el monstruo que hizo eso. ¿Eran diferentes el monstruo y él? No lo sabía. Y la carencia de certeza lo horrorizaba.

La escena era vomitiva, realmente. La contempló durante unos segundos, preguntándose si asesinar no sería el enésimo arte. Todo se había realizado de forma perfecta, precisa. Y ahora él era aquel primer espectador, aquel que descubre la obra de arte y la admira más que el mismo creador. En este caso, le repugnaba. Era extraño, en realidad; le producía asco un muerto, pero aun así no podía sentirse parte de la humanidad, de lo humano. Si en algo estaba de acuerdo el mundo entero era sobre la morbosidad innecesaria en la muerte de los inocentes.

El leve siseó de un pensamiento se hizo presente. ¿Cuál era la diferencia entre el monstruo o él? ¿Cuál era la enorme diferencia entre él y el resto de la sociedad? ¿Cuál era la barrera, aquello que separaba, a los monstruos de lo humano? Todos somos indigentes en un mundo azotado por la ventisca helada. Y aquella era la única seguridad que tenía.

Tan lento como llegó, decidió marcharse. Fue una certeza. Debía marcharse, moverse, olvidar aquella horrible imagen y mantener un simple pensamiento en su cabeza; comer. Nada de reflexionar. Nada de cuestionar el destino que le había tocado. Nada. ¿No lo hacía el miedo a pensar, a tener pensamientos propios, más humano? No lo sabía. No quería saberlo. No quería saber cómo era el rostro de la joven, ni tampoco quiso saber la graciosa historia del puré de tomate en la bolsa.

Los suaves dedos del alba tocaron el pálido cielo celeste y, como si fuera una señal, las ventiscas aumentaron su velocidad, atentando contra las ramas famélicas y las escasas hojas de los agonizantes árboles del aquel eterno invierno. El contenedor se cerró por sí solo, y volvió a mostrar el aspecto de vejez y podredumbre que le correspondía, en lugar de caja de Pandora. El cadáver volvió a caer en el olvido, la ignorancia, y la indiferencia. ¿Cuánto de aquellos de miles de contenedores de basura por el mundo esconderían otro cadáver similar? Tampoco quería saberlo. Las ruedas del carro de compras, más viejo que el tiempo mismo, se movieron con la misma lentitud que aquel indigente. Sus sentidos aún seguían entumecidos, y llevaba consigo la carga de años mejores, el peso de una vida olvidada, el rechazo de una sociedad que lo repugnaba, y ahora le agregó la completa indiferencia hacia la tragedia ajena, la indiferencia absoluta y la completa ignorancia. Y se sintió feliz al saber que eso lo hacía más humano.

La vacía calle se sumió en la soledad total cuando se desvaneció, en las ventiscas heladas, aquel indigente.

El indigente

Un relato de lo que la sociedad desecha

— Via Creepypastas

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