El hombre del cerebro de oro

No nos quedamos encerrados
No nos quedamos encerrados

Había un hombre que tenía el cerebro de oro. Al nacer, los médicos creyeron que moriría, pues su cabeza pesaba demasiado y su cráneo era desmesurado. Vivió, sin embargo, y se desarrolló al aire libre como un hermoso olivo; solo que su gruesa cabeza tiraba de él, y daba pena verlo chocarse con los muebles cuando andaba por la casa. Se caía muchas veces. Un día rodó desde lo alto de unas gradas, y fue a dar con la frente en un escalón de mármol, sonando su cabeza como un lingote. Se lo creyó muerto; pero al levantarlo, no se le encontró más que una ligera herida, con dos o tres gotas de metal cuajadas entre sus rubios cabellos. Así es como supieron los padres que el niño tenía los sesos de oro.

Se lo tuvo como un secreto; y el pobre niño no sospechó. De vez en cuando preguntaba por qué no lo dejaban correr con los chicos de la calle.

-¡Porque te robarían, amor mío! -le respondió su madre.

Entonces el chico sentía miedo de que lo robasen; y jugaba solo, sin decir una palabra, arrastrándose pesadamente de una habitación a otra.

Hasta los dieciocho años no le revelaron su don monstruoso, regalo del destino; y como lo habían criado hasta aquella edad, le pidieron en recompensa un poco de su oro. El muchacho no vaciló; en el mismo instante (no dice la leyenda cómo y por qué medio) se arrancó del cráneo un pedazo de oro macizo del tamaño de una nuez, y se lo echó orgullosamente a su madre en el regazo. Deslumbrado con las riquezas que llevaba en la cabeza, poseído por el deseo, embriagado con su poder, abandonó la casa paterna, y se fue por el mundo despilfarrando su tesoro.

Por la vida que llevaba, y por el modo con que derramaba el oro sin llevar cuenta, se hubiera dicho que su cerebro era inagotable. Y sin embargo, se agotaba, y bien se advertía cómo se le apagaba la mirada, y cómo se le hundían las mejillas. Por fin, una mañana, después de una desenfrenada orgía, el desdichado que se había quedado solo entre los restos del festín y las lámparas que palidecían, se asustó de la enorme brecha que había abierto ya en su cabeza. Era tiempo de detenerse.

Desde aquel día emprendió nueva vida. El hombre del cerebro de oro se fue a vivir retirado, con el trabajo de sus manos, receloso y tímido como un avaro, huyendo de las tentaciones y procurando olvidarse de aquellas fatales riquezas que ya no quería tocar. Por desgracia, le había seguido un amigo suyo, y aquel amigo conocía su secreto. Una noche se despertó sobresaltado con un espantoso dolor en la cabeza; saltó de la cama, y a la luz de la luna vio a su amigo que huía escondiendo una cosa debajo de la capa.

¡Otro poco de cerebro que le quitaban!

Al poco tiempo, el hombre del cerebro de oro se enamoró, y esta vez se acabó todo… Todo… Amaba con toda su alma a una rubia que también le quería, pero que prefería los lujos, las plumas blancas, y las lindas bellotas bronceadas que golpeaban sus botitas. Entre las manos de esta bella criatura, medio pájaro, medio muñeca, las partículas de oro se derretían que era un primor. A ella todo se le antojaba y él no sabía negarle nada; por temor de disgustarla, le ocultó hasta el final el triste secreto de su fortuna.

-¿Conque somos muy ricos? – decía ella.

Y el pobre hombre respondía:

-¡Oh, sí… muy ricos!

Y miraba con amorosa sonrisa al pajarito azul que se le iba comiendo el cráneo inocentemente. Algunas veces, sin embargo, se apoderaba de él el miedo; pero entonces la mujercita se le acercaba a saltitos y le decía:

-Maridito mío, ya que eres tan rico, cómprame alguna cosita muy cara…

Y él la compraba algo de mucho valor.

Aquello duró unos dos años. La mujer murió una mañana, sin saberse la enfermedad, como un pájaro. El tesoro tocaba a su fin. Con lo que quedaba, el viudo mandó hacer a su amada un hermoso entierro. Doblar de campanas, magníficas carrozas enlutadas, caballos empenachados, lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció demasiado. ¿Qué le importaba ya su tesoro? Dio para la iglesia, para los enterradores, para los vendedores de flores; lo repartió por todas partes, sin regatear. Y al salir del cementerio no le quedaba casi nada de aquel cerebro maravilloso; solo algunas partículas en las paredes del cráneo.

Entonces se le vio andar extraviado por las calles, y las manos extendidas hacia delante, como un borracho. Por la noche, a la hora en que iluminan los bazares, se detuvo delante de un gran escaparate en que las luces hacían resplandecer telas y joyas, y se quedó allí mirando dos botitas de satén azul forradas de plumón de cisne.

Bien sé yo a quien le gustarían mucho estas botitas, pensaba sonriendo, sin acordarse ya de que su mujer había muerto; y entró a comprarlas.

Desde el fondo de la trastienda, la vendedora oyó un grito; vino corriendo, y retrocedió de miedo al ver un hombre que se reclinaba en el mostrador y la miraba tristemente. En una mano tenía las botitas azules con ribetes de cisne, y alargaba la otra mano ensangrentada con limaduras de oro en las puntas de las uñas.

Tal es la leyenda del hombre del cerebro de oro.

A pesar de su aspecto de cuento fantástico, esta leyenda es verdadera desde el principio hasta el fin. Hay por estos mundos algunos infelices, condenados a vivir de su cerebro y a pagar en finísimo oro, con su médula y con su sustancia, las cosas más insignificantes de la vida.

— Via Creepypastas

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