El chupacabras relato real

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Mi trágica historia tiene su principio en un viaje turístico inaugurado con el fin de que se aprendiese a vivir en medio de los pueblos rurales de México.

Mi primo y yo nos aventuramos por una comunidad en la que abundaban ricas leyendas y mitos longevos, habilitándonos un espacio en la humilde morada de una anciana encorvada por la edad. Como era costumbre, nos entretuvo narrándonos historias singulares y las cuales juzgamos inauditas. Pero de entre todas hubo una que captó mi atención: los rumores pintorescos sobre el chupacabras. Si bien me reí con desvergonzada ingenuidad, aduciendo que tal criatura no existía y que probablemente las mutilaciones animales de que se le acusaban se debían a la insana publicidad de los lugareños, la anciana me dirigió una mirada de bronce, fría e imperturbable, y me señaló con el dedo una vieja plantación que se erguía a lo lejos.

Apuntando me repuso que hace un tiempo allí había vivido un granjero ermitaño dedicado a cultivar y proteger sus propiedades, solitario y aparentemente sin hijos ni familiar que se le atribuyera. Su apacible existencia se vería interrumpida una noche en que nada volvió a ser lo mismo. Encontró a una de sus cabras muerta, y las profundas marcas en su velludo cuello lo inquietaron. Enojado pero paciente, el viejo hurgó y exploró sus terrenos, deseando dar con el culpable; la carrera el tiempo lo condujo por una espesa maleza donde distinguió, admirado, una extraña criatura. Esta parecía acechar el lugar como queriendo asesinar a otro animal. Para el infortunio del viejo, aquella criatura lo había descubierto primero, derribándolo de un salto y dándole muerte instantánea.

Tercamente le cuestioné, sin embargo, rehusándose a creerle. Mi primo estaba fascinado. Su espíritu aventurero me tentó: era una excelente oportunidad la que se nos presentaba para desentrañar el misterio. Yo le advertí, y traté de persuadirle a que desistiera, puesto que un ánimo impulsivo suele cometer insensateces. Pero él insistía, inconmovible, aclarando que sería divertido y le reportaba sustancial información para el reportaje que emprendería. Accedí no del todo convencido, y unas horas después recorríamos las parcelas pertenecientes a la antigua plantación.

Al fondo se levantaba una cabaña ruinosa, a la cual ingresamos bajo un cielo nocturno desprovisto de estrellas, nublado, denso. El interior de la casucha sufría un estado de abandono deplorable, y el olor que despedían las paredes opacas y el ambiente corrompido era insoportable. Sobre todo para mí, que le pedí nos marchásemos lo más pronto posible. Él ignoró mis palabras y con una expresión mordaz afirmó que revisaríamos cada rincón. Lo hicimos: trepamos por los muros ennegrecidos, y en el piso superior solo nos topamos con más ruinas; lo mismo sucedió entre los escombros de las habitaciones contiguas. Fastidiado, sudoroso y amenazador, mascullé entre dientes que no volvería a ese maldito antro.

Razón por la que mi primo trasnochó en la cabaña la noche siguiente. Yo le aguardé. Las primeras dos horas las viví con indolencia. Pero él no retornaba. Cuando la tercera hora se completaba, con un nudo en la garganta y el ceño fruncido, opté por saber qué era de él. La señora me detuvo en seco. Me aconsejó que no lo hiciera. Acaso mi primo ya había sufrido la suerte del viejo dueño. Como me negaba a escucharla, suspiró y me entregó un afilado machete. Lo cargué conmigo puesto que ella me lo exigía. Así podría defenderme cuando la criatura me atacase. No hubo ningún reparo mientras cruzaba las salvajes tierras, portando una linterna, pero cuando franqueé el umbral caído, mis pies golpearon la cámara de mi primo, y repartido en desorden el equipamiento que se llevara consigo, salpicado de un líquido maloliente y negro, que luego estupefacto reconocí como sangre. Hice a un lado el machete y tomé la cámara, apoyándome contra el dintel de la puerta desvencijada. El breve vídeo me mostró a una horrible bestia lanzándose sobre mi primo de súbito.

Empuñé el machete con fiereza e inspeccioné lo que fuera la alcoba del antiguo propietario. Armándome de valor, enfilé la luz de la linterna en la dirección que enfocara la cámara. Ocurrió tan precipitadamente que apenas pude reaccionar: una escurridiza masa negra surgió de las sombras, dispuesta a destrozarme con sus gruesas garras extendidas. La esquivé por los pelos y descargué mi machete, aplastándole el cráneo viscoso. Mi corazón palpitaba frenéticamente. Parecía más la cría del monstruo si me adhería a la descripción que hiciera la anciana del chupacabras.

Extraje la pesada punta del arma y volví a iluminar el soporífero interior de la habitación. Un indescriptible dolor se apoderó de mí: con los ojos arrasados de lágrimas y girando el funesto machete, alcancé a otra cría en el pecho deforme, la cual había clavado sus colmillos en una de mis piernas. Solté el machete, respirando aceleradamente. Vendé la herida sin darme reposo, rasgando mis pantalones. Y rodeado del hondo silencio, unos crujidos hirieron mis oídos. Con inigualable energía me dirigí hasta lo que parecía ser una cocina en cuanto a sus muebles apolillados y objetos rotos u oxidados. Pero no tuve tiempo para ello. Una escena espantosa oprimió mi estómago y me dejó inanimado por unos segundos: yacía en el suelo polvoriento el cadáver de mi querido primo, con las cuencas de los ojos vacías, y sobre su desgarrado abdomen el terrible monstruo, formidable y hambriento, devorando sus intestinos con nauseabundo placer. Pegué un grito de horror.

Aquello elevó su repugnante cabeza y me clavó su penetrante mirada. Sus brazos y piernas se plegaron: era mi turno. Dios mío, corrí como si el infierno se desatara a mis espaldas. No olvidé mi astucia, sin embargo, en mi desesperación, y aún cargué el machete a la par que la pierna adolorida. ¡Oh dolor! Tropecé repentinamente cuando atravesaba la puerta y di con el suelo; pero aquello me salvó: la criatura había tomado impulso y abalanzándose se estrelló contra el sólido umbral.

No pensé ni respiré siquiera: de un machetazo le partí la pronunciada columna vertebral. Aquella cosa respondió con un rugido de dolor, y como yo permanecía indefenso e inmóvil, al punto dio media vuelta y aún pudo en sus estertores de agonía arrancarme la pierna herida y colmarla de mordiscos rencorosos. Casi desmayando, levanté el machete y golpeé ligeramente su cabeza. El chupacabras abandonó su trofeo de caza, vomitando negra sangre, y, tendido en el suelo, expiró. Viendo esto, y sintiendo en mi alma un delicioso acopio de fuerzas, me apoyé contra una de las húmedas paredes y con el machete prácticamente lo descuarticé: tantos golpes le infligí en el colmo de mi gozo.

Ciertamente he sobrevivido, aunque careciendo de una pierna pero vivo después de todo, y escribo estas líneas con la intención de prevenirles. Poco importa si, con incrédulo gesto, imitan al tipo ignorante que se mofó de la anciana aquella noche tan distante, por mucho que le aseguró la verosimilitud de lo que refería. ¿Qué les diré sino que para mí ya es muy tarde para arrepentimientos? Todavía puedo evitar que otros resistan ese peso.

— Via Creepypastas

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