El caso de Charles Dexter Ward/Consecuencia y preliminar

Asesinos del Zodiaco
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De una clínica psiquiátrica privada cercana a Providence, Rodhe Island, desapareció recientemente un individuo de características muy notables. Su nombre era Charles Dexter Ward.

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De una clínica psiquiátrica privada cercana a Providence, Rodhe Island, desapareció recientemente un individuo de características muy notables. Su nombre era Charles Dexter Ward y había sido internado allí con desagrado por su apenado padre, que había asistido al desarrollo de una aberración que, aunque al principio no pasó de simple excentricidad, con el tiempo se fue transformando en una peligrosa manía que implicaba la posible existencia de tendencia homicidas y un peculiar cambio de los contenidos manifiestos de la mente. Los médicos admitieron el desconcierto que les produjo aquel caso, porque al mismo tiempo presentaba anormalidades de carácter fisiológico y psicológico.

En primer lugar, el paciente, que tenía veintiséis años, aparentaba una edad mucho mayor. Si bien es cierto que los trastornos psíquicos provocan un envejecimiento prematuro, el rostro del joven había adquirido la expresión que en circunstancias normales sólo poseen las personas de edad muy avanzada. En segundo lugar, su organismo mostraba un extraño desequilibrio, sin paralelo en la historia de la medicina. El sistema respiratorio y el corazón actuaban con una falta de simetría desconcertante, la voz era un susurro apenas audible, la digestión se prologaba increíblemente y las reacciones nerviosas a los estímulos normales no tenían ninguna relación con nada de lo conocido hasta entonces, ni normal ni patológico. La piel tenía una frialdad enfermiza y los tejidos, una estructura celular exageradamente tosca y poco coherente. Incluso había desaparecido un gran lunar de color oliváceo que desde su nacimiento tenía en la cadera, mientras en su pecho se formaba una extraña verruga o mancha negruzca. En general, todos los médicos coinciden en afirmar que los procesos del metabolismo de Ward habían sufrido un receso sin precedentes.

También psicológicamente era Charles Ward un caso único. Su locura no tenía semejanza alguna con ninguna de las manifestaciones de la alienación registradas en los tratados más recientes y exhaustivos sobre el tema, y terminó creando en él una energía mental que, de no haber adquirido aquella forma extraña y grotesca, lo hubiera convertido en un caudillo o un genio. El doctor Willett, médico de la familia, afirma que, a juzgar por las respuestas del paciente a temas ajenos a los de su demencia, su capacidad mental había aumentado desde el momento de su reclusión. Es cierto que Ward fue siempre un erudito dedicado al estudio de tiempos pasados, pero ni el más brillante de los trabajos que había realizado hasta entonces revelaba la extraordinaria inteligencia que demostró durante el transcurso de los interrogatorios a los que lo sometieron los psiquiatras. De hecho, tan lúcida parecía la mente del joven que fue extremadamente difícil conseguir un certificado legal para su reclusión, y sólo el testimonio de varias personas relacionadas con el caso, y la existencia de lagunas anormales en el conjunto de sus conocimientos permitieron su internación. Hasta el momento de su desaparición fue un lector inagotable y un gran conversador, en la medida en que la debilidad de su voz lo permitía, y agudos observadores, sin prever la fuga, predecían que no tardaría en salir de la clínica, curado.

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Sólo el doctor Willett, que había atendido a la madre de Ward durante el parto y lo había visto crecer física y espiritualmente desde entonces, parecía asustado por la idea de su futura libertad. Había pasado por una horrible experiencia y había hecho un horrible descubrimiento que no se atrevía a confesar a sus escépticos colegas. En realidad, el mismo Willett representa un misterio de menor entidad en lo concerniente a su relación con el caso. Fue el último en ver al paciente antes de su fuga y salió de aquella conversación final con una expresión, mezcla de horror y alivio, que más de uno recordó cuando se conoció la noticia de la fuga, tres horas después.

Este es uno de los enigmas sin resolver de la clínica del doctor Waite. Una venta abierta a sesenta pies del suelo no parece obstáculo fácil de sortear, pero lo cierto es que el joven había desaparecido después de aquella conversación con Willett. El propio médico no sabe qué explicación dar, aunque está ahora mucho más tranquilo que antes de la huida, por raro que parezca. Algunos, es cierto, tienen la impresión de que a Willett le gustaría hablar, pero no lo hace por temor a que no le crean. El vio a Ward en su habitación, pero poco después de su salida los enfermeros llamaron a la puerta en vano. Cuando la abrieron, el paciente había desaparecido y una fría brisa abrileña que arrastraba una nube de polvo gris-azulado que casi los asfixia. Sí, los perros habían aullado poco antes, pero eso ocurrió mientras Willett se hallaba todavía presente. Más tarde, no habían manifestado la menor inquietud.

El padre de Ward fue informado por teléfono de inmediato, pero demostró más tristeza que asombro. Cuando el doctor Waite lo llamó personalmente, él ya había hablado con Willett, y ambos negaron ser cómplices o tener conocimiento de la fuga. Los únicos datos que se han podido obtener de lo ocurrido proceden de amigos muy íntimos de Willett y del padre de Ward, pero son demasiado descabellados y fantásticos para que alguien pueda darles crédito. Lo único cierto es que hasta el momento no se ha encontrado ningún rastro del loco desaparecido.

Charles Ward se aficionó al pasado desde su infancia. No hay duda de que el gusto le venía de la venerable ciudad que lo rodeaba y de las reliquias de tiempos pasados que llenaban todos los rincones de la mansión de sus padres ubicada en Prospect Street, en la cima de la colina. Con los años aumentó su fervor por las cosas antiguas, hasta el punto de que la historia, la genealogía y el estudio de la arquitectura colonial terminaron excluyendo todo lo demás de la esfera de su interés. Al considerar su locura conviene tener en cuenta esas aficiones, ya que si bien no constituyen el núcleo de ésta, representan un importante papel en su aspecto superficial. Las lagunas mentales que los psiquiatras detectaron en Ward estaban todas relacionadas con materias actuales y eran contrapesadas por un conocimiento del pasado que parecía excesivo, dado que se podía decir que el paciente se trasladaba literalmente a una época anterior a través de una especie de auto hipnosis. Lo más raro era que últimamente Ward no parecía interesado en las antigüedades que tan bien conocía, como si su prolongada familiaridad con ellas le hubiera quitado todo su atractivo y que sus esfuerzos finales tendieron sin duda a tener conocimiento de su cerebro de un modo tan absoluto e indiscutible. Aunque procuraba ocultarlo todos los que lo observaban pudieron darse cuenta que sus conversaciones y su programa de lecturas estaba dirigido por el frenético deseo de adquirir conocimiento de su propio tiempo y de las perspectivas culturales del siglo veinte, perspectivas que debían haber sido las suyas debido a que había nacido en 1902 y se había educado en las escuelas de nuestra época. Ahora los psiquiatras se preguntan cómo hará el paciente para desenvolverse en el complicado mundo actual teniendo en cuenta lo desfasado de su información. La opinión prevaleciente es que permanecerá en una situación humilde y oscura hasta que se haya conseguido actualizar sus conocimientos.

Los comienzos de la locura de Ward permanecen en discusión entre los psiquiatras. El doctor Lyman, prestigiosa autoridad de Boston, los ubica entre 1919 y 1920, años correspondientes al último curso que el joven Ward siguió en la Moses Brown School. Fue entonces cuando abandonó de repente sus estudios sobre el pasado para dedicarse a ciencia ocultas y cuando se negó a prepararse para ingresar a la Universidad argumentando que debía realizar investigaciones privadas mucho más importantes. Por entonces sus costumbres sufrieron un cambio fundamental, pues empezó a dedicar todo su tiempo a revisar los archivos de la ciudad y a visitar antiguos cementerios en busca de una tumba abierta en 1771, la de su antepasado Joseph Curwen, algunos cuyos documentos decía haber encontrado detrás del revestimiento de madera de las paredes de una antiquísima casa ubicada en Olney Court, casa en la que Curwen había vivido.

Es innegable que durante el invierno de 1919-1920 se produjo en él una gran transformación. En ese momento abandonó repentinamente sus estudios y se dedicó por completo a bucear en forma desesperada en temas de ocultismo, locales y generales, mientras buscaba tenazmente la tumba de su antepasado.

El doctor Willett, sin embargo, disiente radicalmente con esa opinión, basando su veredicto en el contacto íntimo y continuo que mantuvo con el paciente y en ciertas investigaciones y descubrimientos que llevó a cabo en los últimos días de su relación con él. Esas investigaciones y descubrimientos han dejado en el médico una huella tan profunda que su voz tiembla cuando habla de ellos y su mano vacila cuando trata de escribirlos. Willett reconoce que, en circunstancias normales, el cambio de 1919-1920 señalaría el comienzo de la decadencia progresiva que habría de terminar en la triste locura de 1928, pero, apoyándose en observaciones personales, cree que en este caso debe hacerse una discriminación más sutil. Reconoce que el temperamento del muchacho era desequilibrado, extremadamente susceptible y anormalmente entusiasta en sus respuestas a los fenómenos que lo rodeaban, pero no admite que esa primera alteración marcara el verdadero paso de la cordura a la demencia. Por el contrario, cree en la afirmación del propio Ward de que había descubierto o redescubierto algo que probablemente provocaría profundos y maravillosos efectos en el pensamiento humano.

Willett estaba convencido de que la verdadera locura llegó con un cambio posterior, después de que descubriera el retrato de Curwen y los antiguos documentos, después de que hiciese aquel largo viaje por el extranjero y de que recitara unas terribles invocaciones en circunstancias inusitadas y secretas, después de que recibiera ciertas respuestas a esas invocaciones y de que escribiera una carta desesperada en circunstancias angustiosas e inexplicables, después de la oleada de vampirismo y de la abominables habladurías de Pawtuxet, y después de que el paciente comenzara a desterrar en su memoria las imágenes del presente al mismo tiempo que su voz decaía y su aspecto físico sufría las sutiles modificaciones que tantos advirtieron posteriormente.

Sólo en aquella época, afirma Willett con agudeza, adquirió el estado mental de Ward rasgos de pesadilla. El doctor también dice estar de acuerdo en que existen suficientes prueba como para dar por válida la pretensión del joven en lo que se refiere a lo crucial de su descubrimiento. En primer lugar, dos obreros notablemente inteligentes fueron testigos del hallazgo de los antiguos documentos de Curwen. En segundo lugar, en una ocasión el joven le había enseñado aquellos documentos y una página del diario de su antepasado, y todo parecía auténtico. El hueco donde Ward decía haberlos hallado se encontraba a la vista y Willett tuvo la ocasión de darles una rápida ojeada final a pasajes cuya existencia resulta difícil de creer y quizá nunca pueda demostrarse. Luego estaban los misterios de las cartas de Orne y Hutchinson, el problema de la caligrafía de Curwen y los descubrimientos de los detectives acerca del doctor Allen, todo esto más el terrible mensaje en caracteres medievales que Willett encontró en el bolsillo cuando recuperó el conocimiento después de su asombrosa experiencia.

Y había todavía algo más, la prueba más concluyente de todas. Existían dos espantosos resultados que el doctor había obtenido de cierto par de fórmulas durante sus investigaciones finales, los cuales virtualmente demostraban la autenticidad de los documentos y sus monstruosas implicaciones, mientras que los negaban para siempre del conocimiento humano.

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La infancia y juventud de Charles Ward pertenece tanto al pasado como a las antigüedades que amó tan profundamente. En el otoño de 1918, y mostrando un gusto por el adiestramiento militar de la época, Ward se matriculó en la Moses Brown School, que estaba ubicada muy cerca de su casa. El antiguo edificio central de la academia, construido en 1819, siempre lo había atraído y su afición por los paisajes era completamente satisfecha por el gran parque en el que se asentaba. La mayor parte de las horas la pasaba en su casa, paseando, asistiendo a clases de entrenamiento y buscando datos arqueológicos y genealógicos en el Ayuntamiento, la Biblioteca Pública, el Ateneo, los locales de la Sociedad Histórica, las bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brown y en la biblioteca Shepley, inaugurada recientemente en Benefit Street. Podemos imaginarlo tal como era en esa época: alto, delgado y rubio, ligeramente encorvado y de mirada pensativa. Vestía con cierto desaliño y la impresión que producía era más de inofensiva torpeza que de falta de atractivo. Sus paseos eran siempre aventuras en el campo de la antigüedad y durante ellos conseguía extraer un cuadro vívido y coherente de los siglos precedentes a partir de la gran cantidad de reliquias de la espléndida ciudad. Su hogar era una gran mansión de estilo georgiano, construida en la cumbre de la colina que se alza al este del río y desde cuyas ventanas traseras se divisan las capiteles, las cúpulas, los tejados y los edificios de la parte baja de la ciudad, del mismo modo que las colinas color púrpura que se elevaban a los lejos, en la campiña. Nació en esa casa, y a través del bello pórtico clásico de su facha de ladrillos rojos lo sacaba la niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban junto a la pequeña alquería blanca construida doscientos años antes y englobada hacía tiempo en la ciudad; pasaban siempre a los largo de aquella calle suntuosa, junto a las mansiones de ladrillo y a las casas de madera adornadas por enormes columnas dóricas que dormían, seguras y lujosas, entre grandes patios y jardines, y continuaban en dirección a los imponentes edificios de la Universidad.

También lo habían paseado a lo largo de la soñolienta Congdon Street, ubicada algo más abajo en la ladera de la colina y flanqueada por edificios orientados hacia el este y asentados sobre altas terrazas. Allí las casas de madera eran más antiguas, ya que la ciudad se había ido extendiendo poco a poco desde la llanura hasta las alturas, y en aquellos paseos Ward fue empapándose del colorido de una ciudad colonial fantástica. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect Terrace a charlar con los guardias y uno de los primeros recuerdos del niño era la visión de un gran mar que se extendía hacia Occidente, un mar de tejados y cúpulas y colinas lejanas que contemplara una tarde de invierno desde aquella terraza y que se destacaba, violento y místico, contra un crepúsculo febril y apocalíptico, lleno de rojos, de dorados, de púrpuras y de extrañas tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba entre aquel océano, la vasta cúpula marmórea del edificio de la Cámara Legislativa con la estatua que la coronaba de un fantástico halo formado por un pequeño claro abierto entre las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del anochecer.

Cuando creció empezaron sus famosos paseos, primero con su niñera, arrastrada impacientemente, y luego solo, hundido en una soñadora meditación. Cada vez se aventuraba un poco más en aquella colina casi perpendicular y cada vez alcanzaba niveles más antiguos y fantásticos de la vieja ciudad. Bajaba por Jenckens Street, rodeaba de negras paredes y fachadas coloniales, hasta el rincón de la umbría Benefit Street donde se detenía frente a un centenario edificio de madera con sus dos puertas flanqueadas por pilastras jónicas. A un lado se levantaba una casita campestre muy antigua, tejadillo estilo holandés y un jardín que no era sino restos de un primitivo huerto; y al otro, la mansión del juez Durfee, con sus derruidos vestigios de grandeza georgiana. Aquellos barrios se iban convirtiendo lentamente en suburbios, pero los olmos proyectaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así le gustaba callejear al muchacho, en dirección al sur, entre las largas hileras de mansiones anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Charles podía imaginar aquella edificios tal como eran cuando la calle fue nueva, coloreados los frenes cuya ruina ahora era evidente.

Hacia el oeste el descenso era tan abrupto como hacia el sur. Por allí Ward bajaba hacia la antigua Town Street que los fundadores abrieron a lo largo de la orilla del río en 1936. En aquella zona había innumerables callejuelas en las cuales se amontonaban las casas inmensamente antiguas, pero, a pesar de la fascinación que ejercían sobre él, tuvo que pasar mucho tiempo antes de que se animara a recorrer su arcaica verticalidad por miedo a que resultaran un sueño o la puerta de entrada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arriesgado continuar a lo largo de Benefit Street y pasar junto a la verja de hierro de la oculta iglesia de San Juan, parte trasera del Ayuntamiento construido en 1761, y la ruinosa posada de la Bola de Oro, donde un día se alojara Washington. En Meeting Street –la famosa Gaol Lane y King Street de épocas posteriores-, se detenía y volvía la mirada al este para ver el arqueado vuelo de escalones de piedra al que el camino había recurrido para trepar por la ladera, y luego hacia el oeste para contemplar la antigua escuela colonial de ladrillo que sonríe a través de la calzada al busto de Shakespeare que adorna la fachada del edificio donde se imprimió, en los días anteriores a la Independencia, la Providence Gazzette and Country Journal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptista, construida en 1775, con su capital inigualable, obra de Gibbs, rodeado de tejados georgianos y cúpulas que parecían flotar en el aire. Desde allí, en dirección a sur, el aspecto de las calles mejoraba hasta florecer, al fin, en un maravilloso grupo de mansiones antiguas, pero hacia el oeste, las viajas callejuelas seguían despeñándose ladera abajo, con su arcaísmo espectral, hasta sumergirse en un caos de ruinas iridiscentes allí donde el barrio del antiguo puerto recordaba su orgulloso pasado de intermediario de las Indias Orientales, entre miseria y vicios políglotas, entre barracones decrépitos y almacenes mugrientos, entre innumerables callejones que han sobrevivido a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de Correo, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Libra, Dólar y Centavo.

Más tarde, cuando creció y se hizo más aventurero, el joven Ward comenzó a adentrase en aquel laberinto de casas semiderruidas, dinteles rotos, peldaños carcomidos, columnas retorcidas, rostros aceitunados y olores sin nombre. Recorría las callejuelas serpenteantes que conducían desde South Main a South Water, examinando los muelles donde aún atracaban los vapores que cruzaban la bahía, regresaba hacia el norte dejando atrás los almacenes construidos en 1816 con sus tejados puntiagudos y llegaba a la amplía plaza del Puente Grande donde continúa firme sobre sus viejos arcos del mercado edificado en 1773. Se detenía en aquella plaza extasiado ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la ciudad antigua que coronaba la vasta cúpula de la nueva iglesia de la Christian Science, igual que la cúpula de San Pablo corona Londres. Le gustaba llegar allí al atardecer, cuando los rayos del sol poniente tocan los muros del mercado y los centenarios tejados, envolviendo en oro y magia los soñadores muelles donde antaño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una larga contemplación se embriaga con el amor de un poeta ante ese espectáculo, y en ese estado emprendía el camino de regreso a la luz incierta del atardecer, subiendo lentamente la colina, pasando junto a la vieja iglesia blanca y recorriendo empinadas callejuelas donde los cristales de las ventanas reflejaban los últimos rayos del sol y las primeras luces de los faroles resplandecían sobre dobles tramos de peldaños y extrañas balaustradas de hierro forjado.

Otras veces, sobre todo en años posteriores, prefería buscar contrastes más vivos. La mitad de su paso la dedicaba a los semiderruidos barrios coloniales situados al noroeste de su casa, allí donde la colina desciende hasta la pequeña meseta de Stampers Hill, con su ghetto y su barrio negro apiñados alrededor de la plaza de donde partía la diligencia de Boston antes de la Independencia, y la otra mitad al bello reino meridional de las calles George, Benevolent, Power y Williams, donde permanecen intactas las antiguas propiedades rodeadas de jardincillos cercados y empinadas praderas en las que reposan tantos y tantos recuerdos fragantes. Aquellos paseos, y los abnegados estudios que lo acompañaban, contribuyeron al desarrollo de una pasión por lo antiguo que terminó desalojando de la mente de Ward al mundo contemporáneo. Sólo ellos nos aproximan a las características del terreno mental en el que cayó durante el fatídico invierno de 1919-1920, semilla de tantos y tan extraños frutos.

El doctor Willet está convencido de que la afición de Charles Ward por las cosas antiguas estuvo desprovista de toda inclinación morbosa hasta el primer cambio que se produjo en su mente durante aquel invierno. Los cementerios sólo le atraían por su posible interés histórico, y su temperamento era pacífico y tranquilo. Más tarde, paulatinamente, pareció desarrollarse en él la extraña secuela de uno de sus hallazgos genealógicos del año anterior, de un hombre llamado Joseph Curwen, que había llegado de Salem en 1692 y acerca del cual se susurraban historias inquietantes.

El tatarabuelo de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con una tal Ann Tillinghast, hija de Mrs. Eliza, hija a su vez del capitán James Tillinghast. La familia no tenía ninguna idea de quién había sido el padre de aquella joven. En 1918, mientras examinaba un volumen manuscritos de los archivos de la ciudad, nuestra genealogista encontró un asiento del año 1772, en el cual una Eliza Curwen, viuda de Joseph Curwen, junto a su hija Ann, de siete años, volvía a adoptar su apellido de soltera, Tillinghast, alegando que el nombre de su esposo había quedado desprestigiado públicamente a causa de lo que se había sabido después de su muerte, lo cual confirmaba un antiguo rumor al que una esposa fiel no podía dar crédito hasta que se comprobara fehacientemente. Aquel asiento se descubrió accidentalmente al separarse dos páginas cuidadosamente pegadas a las que se había tomado por una sola al realizar una revisión del foliado del libro.

Charles Ward comprendió inmediatamente que había descubierto un retatarabuelo que hasta entonces desconocía. Su excitación aumentó más aún porque ya había oído vagas alusiones a aquella persona de la cual apenas existían datos concretos, como si alguien hubiera puesto especial interés en borrar su recuerdo. Lo poco que de él se sabía revelaba una naturaleza tan particular que no podía más que despertar la inquietud por conocer aquello que los archivistas coloniales pretendieron ocultar, y pos descubrir cuáles fueron los motivos que habían producido en ellos un deseo extraño.

Hasta aquel momento Ward se había limitado a dejar que su imaginación divagara acerca del viejo Curwen, pero después de descubrir el parentesco que lo unía a aquel personaje aparentemente silenciado se dedicó sistemáticamente a la búsqueda de todo lo que pudiera tener alguna relación con él. Sus pesquisas fueron más fructíferas de lo que esperaba de lo que esperaba, pues en buhardillas de Providence, entre polvo y telarañas, encontró antiguas cartas, diarios y memorias sin publicar con párrafos reveladores que sus autores no se habían tomado la molestia de borrar. Un documento muy importante a este respecto apareció en un lugar tan lejano como Nueva York, concretamente en el museo de la Taberna de Fraunces, donde se conservaban cartas de la época colonial precedentes de Rodhe Island. Sin embargo, el hecho realmente crucial y que según la opinión del doctor Willett constituyó el origen del desequilibrio mental del joven fue el hallazgo de la casona de Olney Court durante el mes de agosto de 1919. Fue ese hecho, indudablemente, el que abrió un abismo insondable en la mente de Charles Ward.


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Autor: H.P.Lovecraft (1980-1937)

— Via Creepypastas

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