El baile de las brujas

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Mi mano sobre la tuya. Sentimos el frío aire nocturno deslizándose debajo de nosotros. Un febril estado de ansiedad se apodera de nuestros miembros. Volamos alto, muy alto, y a través de las nubes del olvido llegamos a una tierra extraña.

La noche ilumina un claro del bosque. El vértigo se fatiga. Hemos llegado.

Ya podemos abrir los ojos, muy lentamente. Es imperioso mantener el silencio, evitar palabras insensatas de miedo y asombro para no perturbar la procesión que se va acercando.

Ese roble, tal vez, sea un escondite apropiado. Desde allí podremos observarlo todo sin temor a perder el alma.

La hierba se agita, húmeda y satisfecha, después de las caricias de la tormenta. La luna se ha ido. Vaga como una esfera errante muy por encima de las hojas. Sin embargo, ambos podemos verlo, el bosque no está en penumbras.

Avancemos un poco más. Solo un poco. Hasta la encrucijada. Justo ahí donde los senderos se cruzan y los espíritus duermen sin soñar bajo sus túmulos.

¿Lo oyes?

¡Por allá!

Una flauta fúnebre, trémula, que precede la marcha de una procesión alumbrada con antorchas.

Lo sé. Parecen espectros, fantasmas salidos de las profundidades del Hades, sin embargo, no lo son.

Uno tras otro los vemos surgir entre los árboles. Llevan las cabezas cubiertas por oscuros mantos. La asamblea se congrega alrededor de un círculo de tierra yerma. No se saludan. Solo observan, y esperan.

¿Qué ocurre? Los tertulianos de repente se arrojan al suelo. Algunos murmuran:

—¡Ahí está! ¡Es Él!

Debemos ser fuertes. Recuerda, es mi mano la que te sostiene. No cierres los ojos. El baile está a punto de comenzar.

¿Quién es ese príncipe con cabeza de macho cabrío que llega caminando con arrogancia?

Todos se le acercan, sosteniendo en las manos unos humeantes y fétidos cirios negros. Se arrodillan ante él. Lo besan.

El Príncipe lanza una carcajada. Los árboles se estremecen. Ahora distribuye oro entre sus fieles, hierbas secretas, filtros, medicinas, letanías arcanas.

Algo arde entre los pastos. Una hoguera, quizás. Huele a carne quemada.

En hondos calderos se derrite la grasa de los suplicios. Brujas coronadas con extrañas y salvajes hojas profanan cadáveres putrefactos para preparar el siniestro ágape.

Se ponen las mesas.

Hombres enmascarados se colocan junto a las mujeres desnudas.

El sabbat ha comenzado.

Ríos de un vino dulzón y traicionero corren entre los tertulianos. Se desatan las canciones obscenas. Algunos se acarician, gritan, gimen, ruegan, maldicen. Toda la concurrencia está ebria de lujuria.

Incontables pies descalzos danzan sobre el barro. Los vapores narcóticos de los calderos castigan los pulmones. ¿Lo sientes? Primero los músculos se relajan, el sentido de la vergüenza nos abandona. Oímos las palabras pero no captamos su sentido.

El viento agita las ramas y todo el bosque vibra a nuestro alrededor.

Vayamos más cerca. Solo unos metros.

El decoro que nos limita se desvanece como un sueño. Lo que pensamos y anhelamos; todo lo que tememos y deseamos, ahora existe cómo realidad tangible:

El sirviente pobre es un gran Señor, despótico y cruel. El monje seduce sin culpas a la muchacha. La anciana vuelve a ser deseable. El tartamudo canta poemas de voluptuosa elocuencia. El ladrón se torna respetable. La monja reza desnuda un rosario sin cuentas, sin crucifijo, temblorosa y lubricada como las hojas que beben el rocío de la noche. La Muerte se ríe y nos olvida. Un obispo absuelve con la mano izquierda. El Diablo es Dios.

El paroxismo es subyugante. El vapor todo lo envuelve, todo lo distorsiona.

¿O acaso somos nosotros los que nos hemos extraviado?

¿Es este vaho cadevérico el que nos hace ver al demonio bailando con los vampiros, o es nuestro deseo de verlo bailar el que anima sus movimientos?

¿Es el bosque real, o en realidad estamos solos, tú y yo, separados por anchas latitudes?

¿Son reales estos besos, estas caricias?

¿Acaso alabamos la grandeza de Dios cuándo nos postramos ante Satanás?

Antes de desvanecernos definitivamente en la confusa gimnasia del fervor pecaminoso, llegan, uno tras otro, todos los monstruos de la leyenda.

Pero los vapores se disuelven. Las orgías se deshacen y se dispersan. Enmudecen los gemidos, los clamores se silencian. Los que aún se mantienen de pie se internan erráticamente en la espesura. Se apagan las antorchas. El humo se pierde entre las sombras.

Ahora estamos solos.

Sigamos en silencio por un momento más. Mi mano, como al principio, sostiene la tuya. No hay nada qué decir. Nada que discutir. Ambos lo hemos visto y ambos lo sabemos.

Remontemos entonces los cielos empalidecidos por el amanecer. Que este secreto que compartimos juntos permanezca en la tumba de nuestros corazones. Jamás hablaremos de lo que vimos y oímos. No me dirás que mis ojos resplandecían con una luz sombría, que mis labios pronunciaron las más terribles oraciones, y yo callaré tus bailes impúdicos, tu mirada lasciva. Sepultaré en mi alma tus aullidos de placer, tu espalda arqueada, tu piel acariciada por mil manos anónimas.

Juguemos juntos a ese olvido cómplice; juzguémoslo como un sueño, un delirio, una alucinación. Simulemos alegremente que nunca volamos entre las nubes espesas, que ninguno bailó entre las brujas, y sobre todo que jamás volveremos a ese claro en el bosque donde las sombras aman sin prejuicios.

— Via Creepypastas

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