Eisoptrofobia

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Cuando tenía nueve años, desarrollé una fobia que, según nos dijo el doctor, era «infrecuente». Eisoptrofobia es el miedo a los espejos, o, más acertadamente, a ver tu reflejo en un espejo. No a muchas personas en esta época y a esa edad les disgusta verse a sí mismas. Ahora, el narcisismo es más común y las selfies en el espejo son la sensación. Sin embargo, en mi caso, empiezo a entrar en pánico si siquiera capto un destello de mí misma en el espejo. Mis padres apaciguaron mi miedo cuando era más joven, cubriendo o pintando las superficies reflectantes para que no tuviera que verme a mí misma accidentalmente. Me educaron en casa. Me mantuvieron en casa para los eventos importantes. Se aseguraron de que estuviera a salvo de mi miedo.

Me mudé este último año. Trabajo desde casa, lo cual es perfecto para mí. Amo tener mi propio hogar con nada reflectante. Y amo que mis padres puedan retomar algún tipo de normalidad en sus vidas.

Comencé a ver a un nuevo terapeuta. Quiero superar mi miedo. El doctor Frank utiliza un tipo de terapia a la que se refiere como «terapia de inmersión agresiva». Superas tu miedo al confrontarlo. Esto, para mí, sonó como la mejor idea. Si podía confrontar mi miedo, finalmente podría superarlo. Antes de hablar con el doctor Frank, no podía recordar cómo había empezado mi fobia. La eisoptrofobia puede comenzar en la infancia, o debido a algún evento traumático. No podía recordar ningún evento traumático hasta que comenzamos a discutir mi pasado. Mis padres nunca me habían hablado realmente acerca de cómo comenzó esto, simplemente me dijeron que comenzó. Pero lo recordé a través de mi diálogo con el doctor Frank.

Tenía nueve años, de eso estoy segura. Recuerdo haber estado en el ballet, estirándome frente a un espejo gigante, observándome a mí misma en mi leotardo rosa con tutú. Recuerdo el recital; mis amigas y yo bailábamos para nuestros padres. Recuerdo a las chicas en mi casa, todas aún vestidas con tutús y zapatillas de ballet planas. Recuerdo a mi hermano tratando de asustarnos con historias macabras y haciendo caras. Recuerdo haber estado parada frente al espejo con una candela luego de que mis amigas me retaran a hacerlo. Recuerdo haber entonado el conjuro en el baño oscuro, contemplando mi rostro en el espejo. Recuerdo cómo mi hermano saltó desde la bañera para asustarme. Pero no fue él lo que realmente me asustó: fue lo que estaba en el espejo. Fue el cambio de mi rostro. Fue el sonido de la risa de una mujer.

El doctor Frank disminuyó las sesiones después de eso. Pero cuando llegué el día de ayer, entré a una oficina oscura con una silla en el centro de la habitación. Me guio a la silla y me pidió que me sentara y mirara al piso. Lo hice. Me dejó en la habitación y regresó con un espejo de cuerpo completo. Me puse de pie, lista para echarme a correr. Él me calmó y me senté de nuevo. Puso el espejo frente a mí. Cerré mis ojos y sentí el pánico familiar asentándose. Mis palmas estaban sudando, bilis se elevó por la entrada de mi garganta, el latido de mi corazón era tan ruidoso que podía escucharlo en mis oídos. Quería correr, vomitar o ambos.

—Abre tus ojos, mira a tus pies —dijo el doctor.

Me recordé que esto era lo que yo quería. Inmersión. Confrontar mis miedos. Abrí los ojos y me enfoqué en mis pies. Desplacé la mirada y vi mis piernas a través del espejo. Los latidos de mi corazón se incrementaron un poco, pero aguanté con fuerza. Moví la mirada hacia mi pecho, estudiando mis manos por un momento, las cuales se aferraban al regazo de la silla como si mi vida dependiera de ello. Mi estómago se contrajo ante el pensamiento de ver mi rostro, pero alcé la mirada de nuevo.

Vi mi rostro por primera vez en más de una década.

Lucía normal. Hice algunas muecas, observando a mi reflejo imitarme. Todo parecía normal. El doctor Frank estaba parado junto al espejo con una sonrisa en su rostro. Me vi a mí misma por unos minutos; el pánico desistía. Pensé que ese sería el final de mi eisoptrofobia.

La secretaria del doctor abrió la puerta detrás de mí para hacer una pregunta. Fue entonces cuando la vi. Caminó en reversa, con elegancia, a través de la puerta, extendiendo sus brazos como una bailarina de ballet debería hacerlo, pasando a un lado de la secretaria e internándose en la habitación. No pude ver su rostro, solo la parte trasera de su cabeza. Pero reconocí el atuendo. Un leotardo rosa con un tutú y zapatillas de ballet planas.

Empezó a danzar. Se inclinó y revoloteó, saltando de aquí hacia allá, siempre moviéndose un poco más cerca de donde yo estaba sentada. El doctor y su secretaria estaban enfrascados en su conversación, y ninguno notó a la niña en la habitación ni el pánico que yo estaba experimentando. Amasé la fuerza para darme la vuelta y mirar atrás, pero no había nadie. Solo la secretaria parada en el pasillo. Me di la vuelta hacia el espejo y ahí seguía, abriéndose camino hacia mí con su baile.

Me sobresalté y salí corriendo de la oficina. Corrí por la ciudad y hacia mi complejo de apartamentos, evadiendo toda superficie reflectante que podía, captando destellos de su baile en las que no pude eludir.

Una vez que estaba a salvo en mi departamento, di un respiro hondo sintiendo cómo el alivio fluía por mi cuerpo. Me había encontrado, de eso no me cabía duda. Pero no me atraparía aquí.

Recordé más, haberla visto hizo que todo me volviera a la memoria. Recuerdo que no tenía miedo de verme a mí misma en el espejo: tenía miedo de verla a ella. Tenía miedo de lo que era capaz de hacer. Ella me invocó hace una década, pero no funciona al revés. No voy a regresar al espejo ni me puede obligar. Esta es mi vida ahora.

— Via Creepypastas

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