Drime Nibua

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Creepy tree

Hacía poco más de dos horas que acababan de conocerse. Él era abogado, hombre de éxito, tenía muchísimo dinero, todo el que quería, y por ende, podía tener a la mujer que quisiera, aunque aquella noche no quería a otra que no fuera ella.

Ella le había dicho que era secretaria, aunque la verdad era que jamás se había interesado por estudiar, tenía el dinero justo que le daba su trabajo como cajera de supermercado y vivía con sus padres. Su vida era una sucesión de fiestas y despreocupaciones: donde una chica de su edad se hubiera preocupado por encontrar un novio y comprarse una casa, ella solamente pensaba en disfrutar, y, si llegaba el caso, encontrar a un hombre con suficiente dinero como para mantenerla, quizás el que tenía delante podría servirle.

Sean quienes sean, ambos, al poner el pie en aquellas escaleras, nocturnas y silenciosas, buscaban, a corto plazo, lo mismo, alguien con quien acostarse aquella noches y escapar de sus respectivas vidas aunque solo fuera por unas horas.

El apartamento era grande, tal y como debería permitirse un abogado, todo estaba adornado con muebles caros, cuadros abstractos que daban a la vivienda un aire más “snob”, lámparas pequeñas pero de diseño, figuras art-decó que parecían querer cobrar vida con la luz de la luna, que entraba a borbollones por la ventana, y una pintura color azul cielo.

Él dejó que entrara primero, observando sin ningún disimulo las curvas de aquella joven que bien podría ser su hija, su trasero bajo, su minifalda roja, sus piernas vestidas con unas medias de rejilla. Sin duda, había cazado un buen ejemplar.

-¿Te gusta?—le preguntó.

-Mucho—dijo ella tras mirar el apartamento con un giro de cabeza.

Era mentira. La casa le pareció horrorosa, pero sabía que no había ido allí para hablar sobre la decoración que bien podría gustarle a sus abuelos.

-Siéntate en el sofá—le pidió él-.¿Quieres una copa de vino?

-Por supuesto—contestó ella.

Entró en la cocina y ella se cruzó de piernas en el sofá, se alisó la minifalda a pesar de que esta no tenía ninguna arruga y se desabrochó el segundo botón de su blusa, dejando ver parte de su escote. Quería mostrarle parte de su artillería, lo que tendría si no se enrollaba mucho en la conversación, ya que estaba ansiosa, deseosa de que aquel hombre la llevase a la cama y le hiciera el amor hasta volverla loca. Su trabajo le había impedido desmelenarse de ese modo en mucho tiempo, pero estaba segura de que había llegado el momento.

Él salió con una botella de vino carísimo y dos copas que relucían como si fuera nuevas, sirvió vino y la miró a la cara con lo que él tomaba como la más seductora de sus miradas.

-Por nosotros—dijo queriendo brindar.

-Por nosotros.

Bebieron de las copas. Ella dejó la suya sobre la mesa y miró los cuadros del salón, fijando la vista en uno que le pareció un bote de pintura vertido accidentalmente en el suelo.

-¿Te gustan?—le preguntó él.

-Mucho—mintió ella, que no entendía ni quería entender de arte.

-Son de un pintor neoyorkino llamado Pollock. ¿Lo conoces?

Ella le miró, tuvo miedo de que él la descubriera como una ignorante, como lo que era, una mujer que jamás había dado con un tipo tan adinerado y guapo como él, como una poligonera de tres al cuarto. Así que decidió cambiar de tema.

-Y los muebles son muy bonito también—dijo palpando la superficie de la mesa.

Él la miró y sonrió.

-Me alegra que te gusten—dijo—. Porque tienen una historia.

Ella abrió mucho los ojos y apretó los labios, él observó el gesto y no pudo evitar desear el momento en el que se la llevaría a la cama y en que besaría esos jóvenes y carnosos labios. Pero antes debía seducirla un poco más, y tal y como había hecho en otras ocasiones, con mayor o menor éxito, le contaría la historia que le contaba a todas, la de aquellos viejos muebles que compró en una vieja tienda, pero que vendía muebles que eran verdaderas obras de arte, lugar que ya no existía.

No tardó en descubrir que esa historia era una buena baza para ligar, las mujeres sentían ese escalofrío al escuchar aquel relato de terror y se convertían en las amantes perfectas para él cuando les decía: “No temas”, “Ven a la cama y haré que te olvides de esos diabólicos indígenas”.

-Cuéntamela-dijo ella casi por instinto.

-Pero es de terror—dijo él-. ¿No te dará miedo?

Ella bebió su copa de un sorbo mientras sentía cómo su adrenalina se disparaba.

-Por favor.

Aquello era, para ella, la noche perfecta, una historia de terror que haría que, con el vino, se excitara mucho más para el inminente sexo.

-¡Qué excitante!-dijo al notarlo reticente-. ¡Una historia de terror!

-De acuerdo—dijo él viendo que había mordido el anzuelo—. Te la contaré.

Ella llenó su copa de vino y se acomodó en el sofá, sin dejar de mirarle mientras hablaba.

-Hace muchísimo tiempo—comenzó él— existía una tribu en medio de África, vivían alejados de toda civilización, y eran unos auténticos salvajes. Cuando digo “salvajes” me refiero a que no dudaban en atacar a otras tribus para robarles todo lo que tenían. Eran adoradores de un dios llamado Angat, Angat era el mal personificado, al que esta tribu le entregaba como sacrificio el cuerpo de mujeres y niñas que raptaban de otras tribus mucho más pacíficas que ellos.

Ella pareció sentir un escalofrío y él también, pero el suyo era por el deseo de poseer a aquella mujer. Su relato, tal y como esperaba, estaba causando efecto.

-Continúa—pidió ella.

-Se dice que los árboles de esta madera eran grandes y gruesos como las secuoyas, los llamaban Drime Nibua, que se traduce a algo así como “árbol que come” o “árbol comilón”.

-¿Y por qué lo llamaban así?—preguntó ella.

-En seguida lo sabrás—dijo él—. Pero antes, otra botella de vino.

Se levantó y no tardó ni siquiera un minuto en volver con otra botella de tinto, igual de cara que la anterior.

-¿Por dónde iba? Ah, sí, árbol comilón, se dice que esta tribu hacía los sacrificios como siempre se supone que se hacen. Su método era muy diferente: ataban a las mujeres y a las niñas a los árboles, a los Drime Nibua, que según cuentan, solamente crecían donde vivía esta tribu. Después de atarlas se iban a dormir, y, a pesar de que sus víctimas gritaban de dolor y pedían clemencia, ninguno se dignaba a salir de sus cabañas. Cuando amanecía no quedaba ni rastro de las mujeres. Se decía que los árboles las habían devorado, de ahí su nombre, Drime Nibua, “árbol que come”.

Ella le miró unos segundos y después se sacudió con fingido miedo.

-Uuuufff—dijo—Qué miedo.

-Queda muy pocos de esos árboles—dijo él—. Todos mis muebles están hechos de esa madera, así que valen un pastón.

-¿Todos?—preguntó ella.

-Todos: las sillas, las mesas, la cama…

-¿La cama también?–preguntó ella—. ¿Y no te da miedo dormir por las noches?

-A veces necesito compañía—dijo él-. ¿Se te ocurre alguna idea para quitarnos el miedo del cuerpo?

Ella no pudo más. No sabía si era la excitación de aquella historia o el vino, pero deseaba a aquel hombre, así que le besó, él la abrazó mientras la besaba y después fueron juntos a la cama, fabricada con la madera del árbol que come. Allí, se despojaron de sus ropas y llegó el momento deseado para los dos, él la penetró con fuerza y ella dio por fin rienda suelta a su pasión, como si dejara atrás su aburrida vida de cajera de supermercado. No quería, no podía dejar de acariciarle mientras gemía de placer hasta que juntos llegaron al orgasmo en la oscuridad de la habitación.

Después, ambos se durmieron.

Durante horas, solo les acompañó la noche, después ella sintió como él tocaba sus glúteos desnudos, todavía impregnados en sudor, se movió, gimiendo despacio, las manos cesaron. Tras varios minutos, sintió de nuevo los dedos del hombre, esta vez por sus muslos, subiendo y bajando. Ella sonrió, siempre era mejor dos veces que una, sobre todo cuando los dedos llegaron a su sexo, juguetones, indecisos.

Quiso volverse y responder con un beso o algo más guarro, algo que lo dejase atónito y le hiciera desearla todavía más, pero, curiosamente, no podía mover un solo músculo de su cuerpo. Repentinamente asustada, pensó en que aquel tipo la había drogado, que había dado con psicópata, con un depravado que quería coleccionarla como si fuera su muñeca particular.

-¡Socorro!-gritó.

Sintió cómo alguien la volvía para colocarla boca arriba, con fuerza, sin mucha delicadeza, estaba sola en la cama, entonces… ¿Quién la estaba moviendo? ¿Qué la envolvía por todos los lados de su cuerpo, dominándola a placer?

Miró a ambos lados y abrió los ojos aterrorizada: unas ramas, largas, vivas, pensantes quizás, tenían agarrados sus brazos y sus piernas. Después observó al hombre, a su amante, en el umbral de la puerta, bebiendo una copa de vino.

-¿Q-qué es esto?-chilló, desbordada por el pánico.

El tipo la miró, pero no respondió. Aquella frialdad con la que la miraba le daba pavor, aunque no tanto al saber que estaba atrapada por unas diabólicas ramas que surgían de aquella cama.

-¡Por favor!-suplicó ella-. ¡Sácame de aquí!

Lo vio desaparecer. Las ramas se ajustaron más a sus miembros, lo que hizo que gritara de dolor. Aquellas cosas, fueran lo que fueran, tenían una fuerza sobrehumana.

-¡Noooo!-gritó.

Las ramas continuaron retorciendo, estirando, hasta que los miembros cedieron, quejumbrosos como una madera vieja, haciendo que miles de gotas de sangre saltaran sobre el colchón, por el suelo, pero aquellas ramas no querían desperdiciar nada. Ni un brazo, ni una pierna, tocaron el suelo cuando se separó del cuerpo entre los gritos de dolor de la mujer, ni tampoco desaprovechó el torso ensangrentado, mutilado y todavía con una chispa de vida de aquella ignorante víctima, y es que, en sus últimos segundos de su existencia, ella pensó que era verdad, no era sino una ignorante cajera de supermercado que se dejaba engañar por cualquiera.

Y así le había pasado.

Nuevas ramas surgieron del somier de madera de la cama y envolvieron todos los restos, los devoraban, se alimentaban de ellos, hasta que, en aquel dormitorio, no quedó ni siquiera una gota de aquella masacre, nada que pudiera demostrar que una mujer había yacido en aquella cama.

El hombre entró en el dormitorio despacio y observó la cama con algo de pesar. Sin duda, aquella mujer le había gustado, pero debía dar de comer al dios Angat, al cual había entregado su alma años atrás, cuando había viajado a África, a cambio de dinero y éxito con las mujeres. A veces odiaba hacer eso, pero si no quería que Angat le procurara una muerte espantosa, no le quedaba más remedio.

Apagó la luz y salió, suspiró, todo había pasado y, en parte, él también había ganado algo, se había acostado con una mujer hermosa.

La semana que viene, de nuevo, debía alimentar al Drime Nibua, el árbol que come.


Autor: Miguel Ángel Sánchez de la Guía.

— Via Creepypastas

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