Dango de frutilla

Cuando aún vivía en Inglaterra, es decir, cuando era una niña, recuerdo como mi madre (Que era de familia alemana) preparaba una cantidad satisfactoria, al menos para un niño, de dulces y postres. Recuerdo como en su cumpleaños, intenté hacer un postre oriental que me había enseñado ese año. Eso era un dango.
No solo de aspecto, si no que en forma y composición similar al mochi, mi primer intento de dango resultó ser bastante exitoso para, de hecho, haberme salido como si fuera una porción pequeña y estacada de mochi. Tal vez fue cariño, tal vez fue piedad, o realmente tenía buen gusto, mamá dijo que mis manos tenían una habilidad excepcional para la cocina, y que, más allá de ser un intento fallido, como los soufflé que salen como brownies, el dango era exquisito.
Pues bien, mamá murió cuando yo tenía veinte años, a causa de una enfermedad que la fue debilitando hasta acabar con su vida. Creo que los dangos fueron el único recuerdo que me queda de ella. O tal vez, sea que son la única cosa que me recuerda a ella.
¿Qué es lo que estoy contando con esto?
Bien, ahora viene lo espeluznante.
Comencé a resignarme de preparar dango y comencé a hacer mochi luego de la muerte de mi madre. Lo sé, suena idiota, ¡Diez malditos años intentando preparar esa bazofia! Ja, pues bien, la masa del mochi se hace con arroz y un par de cosas más, se calienta, se machaca, se vuelve a calentar, y se machaca un poquito más. Luego, se hace unas bolitas de pasta de porotos dulces, o por su nombre tradicional, anko. Ahí, se inserta una frutilla, entera o un trozo de la misma, en el anko, y al final, se envuelve todo en la masa de mochi. Simple, ¿No?.
Y así fue que, un día, preparando la masa para el mochi, calentándola en el microondas, suspirando y lamentándome por problemas laborales, maldiciendo al ser vil de mi jefe, y al supervisor de turno (Un pelele chupamedias), y masticando lentamente un trozo de alga nori, escuché un ruido peculiar, o más que peculiar, con un volumen peculiar. El anko estaba siendo aplastado por el condenado gato. Saqué sus patitas de la bandeja, le acaricié el lomo hasta que ronroneó y se acostó en el suelo, y comencé de nuevo a hacer el anko. Ahora sí, con calma, empecé a rebanar los trocitos de frutilla para el anko. Y una vez más… ¡Pot, pot, pot!
El anko estaba en el suelo, y quien lo pisaba ahora, era yo. Me lamenté, chillé y pateé la bandeja contra la pared. ¿Qué sucede? Pero aún más extraño que todo eso, ¿Qué sucedía con el ruido? Ya, me calmé, y volví a hacer el anko. Una, dos, y tres veces más. Maldita sea, ya no eran simples casualidades, y mientras mis nervios aumentaban y mis ojos lagrimeaban graciosamente por la frustración, y mientras juntaba lo último del anko, y comenzaba a mordisquear la dulce masa del mochi, escuché de detrás mío…
“¿Tan rápido te resignaste? ¿Ya no hay más dango para mamá?”
Me di la vuelta, revisé por todos lados, pero no había nadie. ¡Nadie! Y entonces, entonces… mis dientes masticaron lo último del mochi, y volviendo con las algas nori, empecé a hacer dango con una sonrisa en mi rostro. Me sentí exitosa.
— Via Creepypastas