La Teoría del Doctor Mcpherson

Allá afuera
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«Es increíble lo solos y tristes que se quedan los muertos.»

~ (Aldo Astete Cuadra, Necrópolis)

Desde joven me hice muy cercano al doctor Hoffmann. Recuerdo que él era jefe del Departamento de Pabellón y Maternidad del Hospital “X”. Lo conocí cuando había terminado mis estudios académicos en medicina y me encontraba realizando mi práctica profesional en dicho recinto hospitalario.

Hoffmann – cuyo verdadero nombre mantendré en absoluta reserva por razones que considerarán obvias al finalizar la lectura – contaba en esa época con cincuenta y cinco años, y poseía vasta experiencia en el ámbito de la medicina. Además, en su trayectoria como médico, recibió varios reconocimientos por su trabajo, tanto a nivel interno como internacional. La publicación de importantes libros de neonatología resultó ser una fuente inspiradora inagotable para muchos de sus colegas alrededor del orbe. Era un orgullo para el sanatorio contar con él entre sus filas, y aquello era mérito suficiente para que Hoffmann, en un futuro no muy lejano, asumiera las directrices del recinto.

Cuando el galeno W. Rice falleció de una cardiopatía pulmonar, en 1830, Hoffmann fue elegido como Director General del recinto hospitalario.

Tras el pesar provocado por aquella inesperada muerte, Hoffmann debió asumir rápidamente sus nuevas funciones al mando del sanatorio. Para ello contrató a un experto y célebre neonatólogo – y amigo personal como me enteré con posterioridad – para que se encargara del puesto que Hoffmann había dejado vacante.

El doctor Mcpherson – también me reservaré su verdadera identidad – era un excelente profesional, con tantos galardones como Hoffmann, y recibió de muy buena gana el puesto que su amigo le había legado.

Mcpherson era un tipo muy delgado, de cara enjuta, nariz aguileña y tez blanca, no medía más de un metro y setenta centímetros. Su cabello no era muy dócil – sus colegas lo apodaron “peluca de clavos” -, y usaba un gran mostacho para ocultar su dentadura imperfecta. A pesar de sus defectos anatómicos, Mcpherson era un excéntrico muy capacitado no sólo en medicina, sino también en física, química, astronomía y algunas otras actividades que él llamaba_extrasensoriales_.

Aprovechando sus conocimientos y creatividad innatos, Mcpherson creó una máquina que, según él, pues aún no tenía la chance de ocupar su nueva herramienta, por medio de pequeñas descargas eléctricas a través de membranas dirigidas al cerebro del individuo, podía proyectar en un monitor los sueños de los seres humanos.

Si bien este invento no era una idea original de Mcpherson, pues tiempo atrás ya varios científicos intentaron adentrarse en este terreno, él proponía algo distinto, ya que pensaba ocupar su instrumento no en adultos, sino que su objeto de estudio serían niños recién nacidos.

Para ello Mcpherson tenía una hipótesis: planteaba – y con mucha razón – que los humanos representamos en los sueños una_imagen real y familiar_entremezclada con alucinaciones establecidas por diversos elementos externos que afectan de buena o mala forma en la psiquis y en el cuerpo de la persona. Por ejemplo, un niño de doce años al dormir puede soñar con una cancha de fútbol en la cual se desarrolla un alegre encuentro deportivo. Esa sería su_imagen real y familiar_. Mientras tanto continúa el partido, el soñador da un gran salto y vuela sobre sus adversarios y anota un golazo que lo hace sudar y lo deja sediento. Esto último puede asociarse a que al infante le maravilla el vuelo de los pájaros o de los aviones, mientras que el excesivo sudor y sed provocados podrían deberse a que su cama tiene demasiadas cobijas. Estos serán los_factores externos_que afectan su representación real. ¿Pero qué sucede con un neonato, si éste lo único que conoce es la vida al interior del vientre materno? Esa pregunta se la había planteado Mcpherson a Hoffmann hace algunos años atrás, y llamó tanto la curiosidad de éste último que apenas tuvieron la chance llevaron a cabo el experimento.

Era una noche lluviosa, pero no recuerdo el mes. Hubo un fuerte temblor antes de que cayera el aguacero, sin embargo, el movimiento no provocó destrozos ni muertes, sólo un susto generalizado.

Esa noche llegó al hospital una conocida indigente. En su situación de calle, llevaba una calidad de vida paupérrima, con mínimos recursos para subsistir. De sus familiares no se tenía noticias; y nadie supo quién fue el inhumano que la embarazó. En ese estado hizo ingreso a la sala de urgencias. De inmediato fue ingresada a pabellón donde la esperábamos yo, Mcpherson y dos enfermeras. El paramédico hizo entrega de la tabla con los datos de la futura madre al doctor, al cual le brillaron los ojos de una manera extraña, como de complacencia, y, esbozando una sonrisa sarcástica, dijo que él se iba a encargar del parto.

Varios minutos después, la paciente comenzó a tener contracciones muy dolorosas. Fue en ese preciso instante que Mcpherson dijo que el procedimiento se estaba complicando y ordenó que todos salieran de la sala y que llamaran de urgencia a Hoffmann. – ¡Tú no te vayas – díjome – quédate a ayudar!

Con posterioridad supe que Hoffmann había estado esperando tan ansioso como Mcpherson a un paciente que les brindara esta opción de llevar a cabo sus experimentos. Él también pidió que yo fuera el único ayudante en permanecer dentro de la sala de partos.

Apenas entró Hoffmann, Mcpherson le hizo un comentario al oído. Del rostro del director brotó la misma sonrisa que había visto anteriormente en la cara de su amigo. “Estimado colega – me dijo -, ¡prepárese!, porque será parte de un experimento que pasará a la historia de la medicina mundial.” Al escucharlo sudé y me puse muy nervioso, pues no consideraba la magnitud del estudio de ambos doctores.

Al instante, Mcpherson preparó una jeringa que puso en una bandeja de aluminio cerca de la cabeza de la paciente, quien ya no daba más de dolor, pues el parto estaba próximo. “¡Doctor, ayúdeme!”, gemía la futura madre.

– ¡No se preocupe – respondió Mcpherson, entregándole un poco de seguridad y confianza -, todo saldrá bien!

Según el reloj en la pared eran las veintitrés con cincuenta y ocho de un lunes. No pude saber a ciencia cierta si aquella noche hacía frío o eran mis nervios los que me jugaban una mala pasada. Me arreglé el delantal y me puse los guantes quirúrgicos para quedar presto a cualquier solicitud de Hoffmann o Mcpherson.

– Le inyectaré la anestesia raquídea – comentó Mcpherson.

– ¡Perfecto! – respondió Hoffmann. Al minuto me dijo: – Verifica que los instrumentos estén funcionando.

– ¡El nivel de oxígeno en la sangre es bajo, la presión arterial está muy alta y el pulso en demasía acelerado! – respondí, preso del pánico -. ¡No sé cómo la dejaron entrar a maternidad sabiendo que…

– … sabiendo que es una indigente – me interrumpió Mcpherson, con rostro enjuiciador.

– ¡No! – repuse – ¡No iba a decir eso! Quería preguntar que no sé cómo la dejaron sabiendo que ha consumido drogas y alcohol. La tabla con los datos que entregó el paramédico era clara: un alto nivel de…

– ¡Porque yo lo autoricé! – sentenció Hoffmann – ¿Es que no te das cuenta que estamos ante la paciente perfecta para llevar a cabo el último paso de nuestra investigación? – Mcpherson le dio su apoyo con la mirada, pero al parecer la mía, llena de incertidumbre y de una batalla ética interna no lo satisfizo.

– ¡La inyección está haciendo efecto! – dijo Mcpherson, mientras la mujer gemía de dolor y convulsionaba sobre la camilla.

Hoffmann se acercó a mí y me dijo suavemente al oído: – Considera que si a esta mujer le llegase a pasar algo durante el parto, nosotros saldríamos libre de polvo y paja, argumentando que hicimos todo lo posible por ayudarla, a pesar del estado en que se encontraba, pero que por nuestro juramento ético y nuestra disposición moral decidimos salvar una vida aún en desmedro de otra –. Después de darme una mirada tranquilizadora me guiñó el ojo, asumiendo que yo había entendido el mensaje subliminal.

Las máquinas comenzaron a emitir pitidos cada vez más frecuentes, pues la presión y el pulso de la paciente estaba por las nubes, no obstante, con sus últimas fuerzas y con lo poco que le quedaba de cordura por culpa del alcohol y las drogas, la futura madre pujaba, hasta que dio a luz a un pequeño varón envuelto en sangre y restos de placenta, el cual lloró al ser tomado en brazos por Mcpherson.

– ¡Ven! – me dijo -. Límpialo mientras preparo mi invento.

– ¡Pero la madre… está convulsionando… está…

– … a punto de morir – dijo Hoffmann -. ¡Déjala, ya no es importante! ¡Dediquémonos a lo nuestro!

Mientras limpiaba al neonato, escuchamos el pitido fijo, estable e inequívoco del electrocardiógrafo: ¡la madre había muerto! Me sentí incómodo, temblaba con el niño en mis brazos, traté de decir algo pero no pude emitir palabras. A los pocos segundos Mcpherson me pidió que instalara al niño en una camilla contigua, para luego pegarle una a una las membranas que conectarían el pequeño cráneo del infante a su novedoso invento. Junto a nosotros llegó Hoffmann con su rostro sudado y pálido, pero evidenciando un profundo interés en el objeto de estudio y sus futuras consecuencias. Mcpherson encendió un monitor, en el cual, según su tesis, deberían revelarse los recuerdos pueriles del bebé.

– ¡Estoy ansioso! – comentó, frotándose las manos.

– Espero que todo funcione según lo estudiado – agregó Hoffmann. Yo permanecí en silencio, pero no perdía detalle del acontecimiento.

Pasaban los minutos y no se veía nada en la pantalla del monitor. Mcpherson acomodó nuevamente las membranas en la cabeza del neonato, con cara de preocupación por los resultados. Hoffmann parecía haber perdido la confianza, pues se le notaba sin ánimo, con su brazo izquierdo sobre el pecho y la mano diestra sosteniendo el mentón.

– ¡No entiendo! – exclamó Mcpherson – ¡Todo está bien conectado!

Hoffmann mantuvo el mutismo y giró, dándonos la espalda, sin esperanzas y renunciando a la posibilidad del éxito del proyecto. Habían pasado aproximadamente quince minutos y el monitor continuaba en blanco, pero de pronto: – ¡Miren la pantalla! – grité. Ambos doctores observaron pero no pudieron ver nada, pues la imagen que vi duró lo que dura un pestañeo.

– ¿Qué pasó? – preguntó Mcpherson.

– ¿Qué viste? – consultó Hoffmann.

Ambos me miraron ansiosos, casi en éxtasis.

– ¡Vi algo! – dije, incrédulo de mis propias palabras -. Fue como… una imagen… muy borrosa… – y mientras trataba de articular alguna frase más coherente, en la pantalla del monitor apareció clara y nítida lo que ambos doctores – y a esas alturas también yo – estaban esperando: era un globo, lleno de líquido, que se sacudía de un lado a otro en una densa oscuridad. Pese a esto último de pronto se vio un par de diminutas manos y piernas moviéndose en forma desesperada, como queriendo huir. También apreciamos, aunque por breves instantes, el cordón umbilical. Luego vimos que la esfera se alejaba con lentitud hasta que todo fue una mancha de luz blanca. Al fin de la secuencia se pudo ver el rostro de la madre del niño, sudada y pálida… ¡muerta! La imagen completa no duró más de cuarenta segundos, pues, lamentablemente, el neonato corrió la misma suerte que su progenitora, falleciendo tras el experimento.

Mcpherson estaba desconectando las frías membranas del cráneo del pequeño, cuando de repente, mientras despegaba la última, el monitor volvió a encenderse con una breve y horrible imagen: vimos al niño abrazado a su madre muerta, la cual abrió de súbito los ojos, y era como si nos mirara a través de la pantalla.

Afortunadamente para nosotros la última y macabra visión duró sólo un par de segundos, los que fueron suficientes para dejarnos estáticos y fríos como las manos de la muerte.

Fin.

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— Via Creepypastas

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