Cuentos Latinoamericanos: Esta es la capital

Allá afuera
Allá afuera

Áccesit del «Concurso de Cuento Corto Latinoamericano» convocado por la Agenda Latinoamericana’2006, otorgado y publicado en la Agenda Latinoamericana’2007

Felicia estaba sentada junto a su ventanita mirando al patio donde los niños pateaban un balón. Pensaba con nostalgia en los adobes de su casita en las afueras de Loreto, junto al cerro El Esclavo, en Zacatecas. Hacía apenas dos meses y medio que Sebastián y ella habían vendido su casita y su mula y tomado el camino a la estación de autobuses para venir a la capital.

Todos los días Felicia despertaba angustiada y triste al encontrarse en ese lugar que seguía siendo extraño. Esto es la capital, pensaba una y otra vez mientras se levantaba, se lavaba en el aguamanil junto a la puerta y salía a la cocina de doña Braulia para prepararle a Sebastián las tortillas y la cecina que se llevaba cuando salía a buscar trabajo.

Esto es la capital, pensaba ahora. Bien sabía Felicia que, aunque se muriera de tiricia aquí en la capital, no habría sido posible quedarse en Loreto. Sebastián trabajaba la candelilla, que no les daba lo suficiente para mantenerse, y ella tenía que irse a pie a Loreto a buscar casas donde le dieran trabajo de lavandera. Por la noche los dos estaban tiesos de cansancio y apenas alcanzaban a comer los frijoles con tortillas que noche a noche les mataban el hambre.

La candelilla es muy cruel, pensaba Felicia. Sebastián tenía que caminar horas enteras para encontrar las matas, cortarlas y ponerlas a lomo de la mula. Regresaba cuando el sol comenzaba a meterse. Entonces los dos juntos desbarataban las matas y metían la candelilla en la paila junto al corral. Felicia desde temprano había empezado a calentar el agua poniendo varas secas en el agujero escarbado en el suelo sobre el que se colocaba la paila. Las manos se les desollaban a los dos de tanto jalar las candelillas. Luego Sebastián las iba acomodando en el caldero de modo que el agua caliente las tapara, y que hubiera bastantes ramas para que tanto trabajo rindiera siquiera un poco de ganancia. Luego venía el tiempo de moverlas con una varilla gruesa para lograr que la cera se despegara del tallo. Y así, moviendo sin parar, les llegaba la noche. Con luz de vela, luz de candelilla, terminaban el trabajo y sólo se retiraban a dormir cuando habían logrado sacar del agua toda la cera flotante, que se dejaba a escurir durante la noche. Al día siguiente amasaban la candelilla en bultos que envolvían en trozos de manta, los acomodaban en el lomo de la mula y él se iba venderlos a los industriales de Loreto.

La candelilla que Sebastián vendía se pagaba muy mal. Como decía la abuela Rita, no daba más que para tener el alma hilvanada al cuerpo con hilvan flojito, que en un descuido se te suelta. Los industriales conseguían un precio hasta cinco veces más alto por la candelilla refinada y terminada. La vendían a japoneses, a alemanes y a americanos que la usaban en sus artesanías, para medicinas, para cosméticos, para tintas y también para velas. Pero, pensaba Felicia, lo que es salir al campo a buscar la mata es tarea de miserables. Se le nublaban los ojos sólo de pensar en esto.

Felicia suspiró y se alejó de la ventana para hacer su quehacer. Doña Braulia venía entrando de calle con su canasta de la compra.

–Buenos días, Felicia.

–Buenos días, señora. ¿Tan temprano y ya hizo su compra?

-Claro que sí, niña, yo voy antes de que la verdura quede toda escogida y apachurrada, y las marchantas se hayan llevado los alones de pollo más llenitos de carne. Felicia se quedó azorada viendo la canasta. Había allí muchas cosas buenas y a ella se le hizo agua la boca.

–Pues yo me voy también ahorita a ver qué encuentro.

Ni canasta tenía Felicia. Tomó una bolsa de papel de estraza que tenía doblada en su mesita, buscó el dinero que Sebastián había dejado dentro de la ollita de barro y lo contó con aflicción. Seis pesos con treinta. Creo que mejor ni voy, pensó desanimada, pero al fin salió y se encamino a la puerta. Doña Braulia se asomó a la ventana de su cocina y le dijo:

-Felicia, ya conté los aloncitos que compré y me alcanzan para que tú comas. Así que te invito. Tú compra nada más para Sebastián.

–Mil gracias, señora –dijo Felicia transida de alivio.

–Que Dios se lo pague.

Camino al mercado Felicia pensaba qué habría sido de ellos dos si doña Braulia no los hubiera acogido en su casa. Les rentó el cuartito pero todavía no les cobraba renta. Hasta que estén nivelados, les dijo. En las tardes, cuando se acababa el quehacer, invitaba a Felicia a ver un ratito la televisión. Eran momentos de asombro para la joven. No hablaba ni preguntaba, sólo veía sin pestañear ese mundo que nunca había podido conocer de primera mano.

Apenas hacía tres días que Sebastián había regresado feliz con la noticia de que ya tenía trabajo. Había pasado semanas recorriendo las calles pero nadie tenía nada para él. Ese día lo llamó un hombre alto y fornido a la puerta de un local muy grande donde entraban y salían camiones de carga.

–Necesito un peón que vigile la carga y la descarga- le dijo.

-Pos aquí me tiene, patrón. Nomás me dice qué debo hacer.

–Vas a venir tres días a aprender y yo te voy diciendo lo que tienes que hacer. Esos tres días no te los pago, pero si aprendes bien al cuarto día comienzas a ganar.

-¿Y de cuánto es la paga, patrón? -preguntó Sebastián.

–Son veinticinco pesos por ocho horas de trabajo, y eso sí, tienes que ser muy puntual porque si no te descuento de la paga. ¿Qué me dices, te conviene?

Sebastián no tuvo más remedio que decir que sí. Aceptó porque él y la Felicia tenían hambre y porque ya no quería seguir de inútil recorriendo calles. Llegaba a su casa cansado como si hubiera cargado costales todo el día y los huaraches se le gastaron de tanto frotarlos contra el pavimento. Además, el patrón tenía cara de buena gente.

Veinticinco pesos… pensaba Sebastián camino a casa. En Loreto me pagaban sesenta por la carga de candelilla, pero hay que ver que me tardaba hasta tres días en juntar las matas, desbaratarlas y hervirlas. Mas lo que gastaba cuando no me alcanzaban las varas para la lumbre… En lugar de sesenta pesos por tres días de trabajo voy a tener setenta y cinco, y ya voy ganando. Además sólo son ocho horas de trabajo, si antes bien con la candelilla me levantaba al amanecer y la noche nos llegaba a la Felicia y a mí sin poder terminar.

Parte de su cerebro le decía que la paga seguía siendo tan miserable como en Loreto, y otra parte se empeñaba en alegrarse porque por fin iba a ser una persona útil que ganaba su dinero.

Felicia, mientras tanto, había tomado una taza de atole, dos aloncitos de pollo en salsa verde, con su chilito y todo, y tres tortillas calientitas. Se sentía feliz de comer tan sabroso y al mismo tiempo se le oprimía el corazón al pensar en Sebastián sentado en una banqueta troceando su cecina y sus tortillas frías y duras. Le ayudó a doña Braulia a recoger la mesa y lavar los trastes y después se sentó con ella afuera, en el patio.

-¿Y qué compraste por fin en el mercado, hija? –preguntó doña Braulia.

-Pues verá usted, apenas acabalé para las tortillas, dos huevos, un tantito de chiles serranos y medio cuarto de frijoles pintos.

–Eso no les alcanza a los dos- dijo doña Braulia con preocupación.

–Ya lo voy viendo, señora –dijo Felicia- pero no tenía más que seis pesos con treinta. Y eso que regateé…

-Mira, hija, te vas a llevar a tu casa un cacito de arroz blanco que me quedó de ayer, y un poquito de caldo de habas. Con eso podrá cenar tu Sebastián, que bien cansado va a llegar después de su primer día de trabajo. Y no llores, mi niña, que no hay necesidad de sufrir más de lo que Dios nos manda cada día.

Felicia regresó a su cuartito con el arroz y el caldo de habas que a Sebastián le iban a saber a gloria, bien sazonados y todo. Cantaba una tonadita norteña cuando Sebastián llegó, cansado y polvoriento. Le llevó el aguamanil a la palangana para que lo primero se lavara manos y cara, como es costumbre, y después puso en la mesa frente a él el arroz y el caldo. El hombre se sorprendió al principio, pero cuando tomó las primeras cucharadas hasta se arrimó más a la mesa y vorazmente acabó en unos minutos con la rica cena. Felicia lo miraba muy satisfecha.

¿Y ora cómo le hiciste, mujer, para tenerme esta cena tan buena? preguntó Sebastián. Felicia no dudó un solo instante en ocultarle la verdad:

-El arrocito no es caro, y las habas las tuve remojando desde ayer, y doña Braulia me regaló unos huesitos de pollo para condimentar el caldo, y eso es todo.

-Pues bendito sea Dios, dijo Sebastián estirándose muy satisfecho. Es la primera vez que como sabroso desde que llegamos de Loreto.

-Si quieres lavarte ahorita no hay nadie en la azotehuela, dijo Felicia.

Sebastián aceptó:

-Ya va siendo hora de que me quite tanto polvo de encima.

Felicia le dio la jícara, el jabón y un lienzo para secarse. Regresó limpio y con un sueño muy grande; la quijada se le tronaba de tanto bostezo. Cuando Felicia quiso preguntarle cómo le había ido ya Sebastián estaba dormido cara a la pared.

-Virgen de la Esperanza, murmuró Felicia –que la chamba de Sebastián sea buena y le dure, y que el pago sea mejor para que de perdida podamos comer como hoy. Se acostó junto a Sebastián, se enredó el rosario en una mano y comenzó a pasar sus cuentas, pero no había rezado cinco avemarías cuando también ella estaba dormida.

Al día siguiente en la compañía de fletes el capataz don Roberto acabó de contar las entradas del día. Anotó la cantidad y pensó con satisfacción: Vamos bien, es más que el mes pasado. Guardó el fajo de billetes en una cartera grande y salió de la oficina cerrándola con llave. Se fue en su camioneta por una gran avenida hacia la casa del patrón. Se asomó al despacho donde don Justo pasaba las horas ante sus libros de contabilidad.

–¿Cómo vamos ahora, Roberto?

-Más que bien, don Justo. Llegamos a los $7,300.

–Excelente, dijo don Justo.

–Vengan acá.

Mientras el viejo contaba lentamente los billetes Roberto pensaba que era casi un insulto que después de tantos años le siguiera rechinando los billetes como si dudara de su honradez. Pero guardó silencio.

-Bien, Roberto. Hay que seguir así. Ah, por cierto, en la lista de empleados hay uno nuevo que no conozco. Deslizó el dedo por la columna… este Sebastián Jiménez.

-Ese no es chofer, don Justo. Lo enganché hace unos días y ha estado aprendiendo, sin sueldo por supuesto. Mañana comenzaré a pagarle. Es el que va a vigilar la carga y la descarga. Me gustó porque parece honrado y no tiene cara de bebedor. Le vamos a dar veinticinco diarios.

-Tú sabrás, Roberto, pero a mí veinticinco me parece poco, sobre todo porque como no le alcanzarán puede comenzar a arreglarse con los choferes para que entreguen cargas menores y se mochen con él la diferencia. Yo que tú le daba un poco más, para tenerlo con nosotros.

-Como usted diga, don Justo –dijo Roberto torciendo un poco el ceño. Desde mañana se hará. Que pase buenas noches.

La mañana siguiente Sebastián se estrenó como recibidor de carga. Cuando entraba un camión lo dirigía para que se colocara junto a la gran balanza donde se pesaban los costales. Allí vigilaba la descarga, contaba el número de costales descargados, anotaba el peso en una hoja con varias columnas y después le hacía una seña al camionero para que saliera al estacionamiento. En seguida se enfilaba el siguiente camión. Estaba contento. Hasta ahora todo había ido bien. Desde la ventana de su oficina a ras del patio don Roberto le gritó:

-Uno más, Sebastián, y te vas a almorzar.

–Está bien, patrón. Hasta pensar en la cecina le daba gusto, nomás de saber que al acabar el día iba a tener veinticinco pesos en sus manos.

El camión iba en reversa hacia la puerta de la bodega, donde estaba la gran báscula por la que tenían que pasar todos los costales descargados. Sebastián caminó también hacia atrás, gritando como don Roberto le había enseñado: Viene…. viene…. viene…. Nunca pensó que ya había recorrido casi todo lo largo del patio. Trastabilló un poco y cuando miró hacia atrás vio el muro a dos pasos de él. No supo ni qué gritar. Abrio la boca y lanzó un aullido de terror. Se escuchó la voz de don Roberto que gritaba ¡Cuidado!

¡Detente, Luis, detente! Luis, el chofer del camión, metió el freno hasta el fondo, pero lo que detuvo el camión no fueron los frenos sino el cuerpo de Sebastián, atrapado contra el muro.

Roberto brincó por la ventana y en un momento estaba junto al camión. Sentía erizados los vellos del cuerpo.

–¡Mete primera, Luis! Despacito… Ahora arranca un poco… así… otro poco… Cuando pudo ver el muro detrás del camión vio a Sebastián en el suelo, inmóvil y sin sangre, con los ojos saltados, la boca abierta y sin sentido.

Roberto no dejó que nadie tocara a Sebastián hasta que llegó la ambulancia, pasados veinte minutos. Los camilleros dijeron en seguida:

-Está muerto, ya no hay nada que hacer. Vamos a avisar a la unidad de la Cruz Verde en el Rubén Leñero, para que vengan por él.

Roberto corrió a la oficina y cerró la puerta con llave. Llamó por teléfono a don Justo.

-¿Qué hago, patrón? Don Justo no titubeó un momento:

-Echa a la gente a la calle, amenázalos si hace falta, que despejen el patio. Págales rápido a tus gentes y que se vayan. Nomás que la ambulancia retire el cuerpo, cierra el portón con candado por fuera y vente para acá. Si ves que alguien te sigue no vengas, trata de despistarlo.

-Pero patrón, dijo Roberto, ¿cómo lo voy a dejar así? Si ni siquiera sé dónde vive. Yo quisiera irme con la cruz a ver si en la ropa trae alguna identificación.

-¿Y para qué la quieres? ¿Para que la familia venga a demandarnos? Te digo que te vengas de rayada para acá nomás cierres la bodega.

-Maldito don Justo- murmuró Roberto.

-En el corazón tiene jugo de billetes.

Salió al patio y comenzó a mentar madres para sacar a los curiosos que se amontonaban alrededor de Sebastián. Ya oyeron que se larguen, hijos de la chingada. Nadie se movía.

-¡Muy bien, cabrones, cuando llegue la cruz les diré que uno de ustedes fue el que lo mató! La amenaza dio resultado; todos se retiraron. Roberto entornó el portón y llamó a sus peones. Les pagó de prisa y les dijo:

–Se me van de aquí de volada y no hablen con nadie. Si yo sé que cualquiera de ustedes habló con la gente que está afuera, se queda sin chamba desde hoy. Vámonos…

Todavía tuvo que esperar Ramón más de dos horas por la Cruz que se llevaría a Sebastián. No quiso ni asomarse a ver al infeliz peón. Su cara de terror petrificada por la muerte le quitaría el sueño por muchos días.

Finalmente llegó la ambulancia. Los camilleros, acostumbrados a levantar muertos, manejaron el cadáver con rapidez e indiferencia.

-¿Quién nos da razón del deceso?- preguntó uno de ellos a Roberto.

–La verdad, yo no sé. El patrón se fue, nomás me dijo que ustedes habían de recoger al difunto.

El camillero se encogió de hombros.

–Ya lo averiguará la policía orita que venga.

Desfilaron con su triste carga y Roberto se apresuró a sacar su camioneta y cerrar el portón con candado. Se peló a toda velocidad a casa de don Justo y no se sintió tranquilo hasta que la camioneta estuvo a buen recaudo tras la puerta cerrada.

Esa noche Felicia esperó en vano a su Sebastián. Sentada junto a la ventana, a oscuras para no gastar luz, iba poniéndose cada vez más nerviosa. No tenía reloj y no podía ver el cielo para calcular qué tan noche era. Así, sin cenar, rígida de angustia, le llegó la luz del día. Cuando doña Braulia la vio supo en seguida que algo muy malo sucedía.

–Y ora, Felicia, ¿qué pasó?

-Sebastián no llegó –dijo la joven casi sin voz.

–Madre de Dios, me hubieras llamado. Vamos a tener que ir a la cruz y a la delegación a ver si pasó algo.

-Ni Dios lo quiera, señora… ¿usted cree?

-Yo no creo nada, criatura. Vamos en seguida. Pero primero te vas a tomar un café y una pieza de pan porque te me estas yendo de lado.

No tuvieron que peregrinar mucho las dos mujeres. En la delegación les dieron el teléfono de la Cruz Roja. Allí no habían recibido ningún herido de ese nombre. Vuelta a hacer cola en la ventanilla para que les informaran que tenían que hablar al Rubén Leñero. Allí les dijeron que habían recogido un muerto que cayó de un andamio y que se llamaba Cruz Ramírez. –No, no es él, gracias a Dios –dijo doña Braulia. Ya iba a colgar cuando le dijeron:

-Espere, aquí hay otro… un peón que murió aplastado por un camión en la colonia Santa Rosa. Déjeme buscar el nombre.

–No hace falta, dijo doña Braulia con la voz cortada. Ese es. ¿Me puede dar la dirección?

Doña Braulia arrugó en el puño el papelito con la dirección y abrazó a Felicia que se estremecía sollozando.

-Hija, pídele fuerzas a Dios nuestro Señor.

-¿Está muerto, doña Braulia? Ella asintió con la cabeza. Se sentaron en la banqueta y allí lloraron un largo tiempo. Un taxi, tras largo recorrido, las llevó al hospital. Peregrinaron por sus pasillos hasta que un joven le señaló el lugar donde se encontraba Sebastián, tendido en una plancha metálica, helado y duro como una piedra. Felicia, abrazada a su cuerpo, se desmayó y hubo que atenderla en la sala de urgencias. Cuando volvió en sí le dijo sollozando a doña Braulia:

-¿Por qué, si yo se lo pedí tanto a la Virgen de la Esperanza cuando nos fuimos de Loreto, que me lo tuviera sano y que encontrara un buen trabajo? ¿Por qué vino de tan lejos a encontrar aquí un trabajo que lo mató? ¿Por qué, Madre mía, por qué…?

Mª Cristina Caso

México D.F., México

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