Un corazon rojo, grande y herrumbroso

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Malena recogía sus partes con lentitud. Demoraba la situación tanto como le era posible; de esta manera, pensaba, le daré tiempo para que recapacite acerca de todo lo que me ha hecho. Tal vez no fuera necesario hacerle caer en cuenta de lo bajo que había caído al tratarla así.

Qué tonterías, exclamó para sí misma y sacudió un poco la cabeza. Era demasiado esperar, él jamás tendría la más mínima sensibilidad. Ni siquiera era delicado en su trato, era más suave un elefante furioso. Ni todos los títulos que tenía le habían enseñado como tratar con la gente.

Por fin encontró su brazo izquierdo, estaba un poco sucio, lo limpió delicadamente y observó con cierto gozo que aún era terso y de una blancura exquisita. El suyo era un brazo largo y delgado, cómo no le iba a gustar.

Se ajustó la pierna derecha apoyándose en la otra. Las mismas piernas largas que alguna vez lo envolvieron durante noches enteras y que hoy eran ignoradas por su irónica sonrisa, esbozada por un hombre sin sentimientos. Encontró uno de sus zapatos, pero no quiso buscar más el otro, estaba cansada.

Malena quiso apresurarse pero el dolor de la separación era demasiado. Moverse le resultó una tragedia absoluta, siempre había sido así. Para él también era doloroso, lo sabía, aunque él tenía la ventaja de que podía reducir al mínimo sus movimientos sin que esto se viera mal dentro de su estricto círculo social, su truco consistía en dejarse absorber de su trabajo para así disimular su quietud, es más lo admiraban por ella.

–Qué suerte tienen los hombres –susurró molesta-, no tienen que hacer tantas cosas como nosotras para atraer la atención sobre sí y ese es el secreto que tienen para parecernos tan interesantes – y añadió casi dirigiéndose a él-. Yo te alenté a ser lo que eres, yo misma hice mi cruz.

Trató de disimular arreglándose su cabellera, pero nada más fue pasarse la mano por la cabeza para recordar que hacía poco había decidido perderlo. No tenía nada de malo, en una mujer la calvicie era una señal de entereza de carácter. En muchas otras ocasiones ya había sido calva, así se le apreciaban mejor los rasgos. Caminó por la habitación buscando su cabello, no quería dejarle nada a él, ni el más mínimo vestigio de que su presencia le fue alguna vez necesaria “para respirar” como él mismo había dicho dos días atrás.

Le ardía la garganta. Sentía como que se le hinchaba con cada gimoteo, con cada lágrima que se callaba, pero quería mantenerse digna frente a él. A pesar de su aparente esfuerzo por ignorarla, sabía que la estaba observando. Hizo caso omiso de su desfachatez, su poca moral ya la tenía sin cuidado, antes trataba de corregirlo, ya no.

Tomó la caja con su maquillaje. Delineó sus ojos, esos inmensos ojos azules en los que se reflejó tantas veces; coloreó de rojo intenso sus labios, aquellos que en otro tiempo le sonrieron con tanta facilidad, cubrió con algo de rubor sus mejillas para realzarlas pues se imaginaba que estaba pálida y ojerosa, el golpe de la separación había sido contundente y no quería que los de afuera se dieran cuenta.

En un rincón encontró su cabello, una abundante mata de cabello negro, tan negro que aquel que fingió amarla por tanto tiempo decía que veía en él el reflejo de las estrellas. Se puso frente al espejo para colocárselo y notó como él se empezaba a impacientar.

–Ya me voy – le dijo-, no te atormentes por más tiempo con mi presencia. Sólo me falta encontrar algo.

Una lágrima se deslizó por su mejilla, la secó con el pomo del polvo facial, no quería que la viera así. Miró a su alrededor tratando de encontrar eso que le faltaba y que presumía necesitaría para continuar su vida sin él.

A Malena lo que le faltaba dentro de su inventario personal era el corazón. Uno muy rojo, un poco grande que hacía que fuera difícil manejarlo, inquieto, pero útil. Le había proporcionado muchos momentos de felicidad y de placer. Como aquel hombre rubio, de amplios hombros y de barbilla puntiaguda que estuvo pasando por su lugar de trabajo y se quedaba mirándola por mucho rato, soñaba con una vida juntos. Durante esas largas horas de labor no podía hacer conexión con nadie, pero disimuladamente miraba sus ojos para compartir esas agradables imágenes que se reflejaban en las de él. Un recuerdo de esos se atesora por siempre en el corazón, por eso no quería perderlo.

También estaba aquella pareja de recién casados, ellos quisieron que actuara como voyerista de sus relaciones… pero se estaba distanciando del tema y aún estaba el asunto de su corazón, dónde estaría. Por un momento dudó, ese segmento suyo no sólo le había dado felicidad, sino que le había jugado malas pasadas: la hacía enamorarse de quien no debía. Fácilmente comenzaba a latir con cualquiera que le dedicara dulces miradas y si de paso le decían palabras galantes ¡se entregaba del todo! El problema era recuperarlo cuando las cosas no funcionaban. Muchos de aquellos a los que se lo había confiado no querían regresárselo y todo se convertía en una terrible pelea.

“Para todo el mundo es necesario tener al menos un corazón de repuesto –pensó con tristeza-, o debería existir una ley que obligara a la gente a devolver los que no le pertenecen. De seguro que este tonto ni se acuerda que lo tiene entre sus cosas. Lo tendrá arrumado en un lugar ignominioso. Debí sospechar que no me amaba cuando no lo vi por ningún lado, ni cuando hicimos la limpieza de navidad lo vi por ahí. Debí haber sospechado desde hace tiempo”.

Atormentada por el despecho buscó en el peor lugar que se le ocurrió que él pudiera usar para guardar algo que ella le había dado a guardar, el ropero. “No, es demasiado vanidoso, la ropa es su posesión favorita, allí no lo tendrá”. Efectivamente en el ropero no estaba. Muy a su pesar sintió una punzada de desilusión. Medio a rastras por su dolor y un poco coja por la falta de su zapato llegó hasta el baúl de las herramientas, recordó que a él en sus pocos momentos de expansión gustaba de desbaratar y arreglar cosas; lo abrió, pero tampoco estaba ahí. Se asomó al cuarto de los trebejos, donde solían guardar las cosas que no necesitaban, ahí lo encontró en un rincón cubierto por la herrumbre, olvidado desde tiempo atrás. La impresión de verlo así hizo que Malena perdiera la compostura, se le desprendieron de nuevo los brazos y las piernas esparciéndose por el suelo. Al parecer y por fortuna, él no se dio cuenta, seguía en la habitación. Ya se asomaba la mañana por la ventana y debía prepararse para trabajar, pero todo le dolía. Recogió de nuevo su cuerpo pedazo a pedazo. Limpió su corazón dejándolo otra vez limpio y lustroso. Lo colocó en su lugar y sintiéndose más segura de sí misma salió de ahí sin despedirse, se fue a trabajar.

Fue a la sección deportiva del almacén y se colocó en posición, lejos de él que era de la sección “gala y etiqueta”. Llegó por fin el día, el sol entró por completo a través de la ventana, su rostro esbozó una sonrisa insulsa y su cuerpo se fue poniendo rígido. Los cajeros y aseadores entraron saludándose alegremente en un nuevo día de trabajo, dispuestos a seguir su vida sin notar ninguna diferencia en los otros, sin mirar a nadie. Charlaban sin sospechar la tragedia personal vivida durante esa noche. Ellos muy poco se daban cuenta de lo que ocurría en el mundo de otros, estaban encerrados en su pequeña caja de realidad y nadie podía quebrantarla.

Malena se permitió repasar esos dolorosos minutos de discusión recién entrada la noche anterior y el recuerdo de su corazón cubierto de herrumbre la descompuso de nuevo. Menos mal a esas horas de la mañana no debía responsabilizarse de recogerlo, no tenía alientos para hacerlo de nuevo, para eso estaban los humanos ellos la arreglarían antes de que llegaran los clientes del almacén.

–¡Ah! –exclamó uno de los aseadores un poco molesto por el contratiempo-. Otra vez se desarmó esta muñeca.

–Hay que conseguir una nueva, ya está viejita – le respondió desde atrás la gerente que acababa de llegar.

La eterna sonrisa de Malena se desdibujó levemente en un rictus de horror. ¡Esas palabras! La estaban condenando a la jubilación, ahora terminaría sola y desarmada en un cuarto lleno de nada.

— Via Creepypastas

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