Sin colorantes ni conservantes

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Necesito ayuda.

Mi nombre tiene poca importancia en la historia. Tengo 23 años, solía vivir con mis padres y trabajaba durante mi año sabático de la carrera para tener experiencia.

Hará unos dos meses que me hice vegetariano. Es una decisión personal, y la verdad no os quiero aburrir con los detalles de por qué tomé la decisión; esto no es la parte importante de la historia.

Debió ser la primera semana de mi recién elegido modo de vida cuando un compañero de trabajo (trabajo en una gran superficie en una ciudad pequeña) me comentó que habían abierto un nuevo de productos vegetarianos no muy lejos de mi casa. Bastante contento con la noticia, me propuse acercarme a echar un vistazo una vez hubiera terminado la jornada.

Y así fue como a mediodía cogí el coche y me di una vuelta por mi manzana hasta que encontré el lugar: un supermercado estándar, de color blanco y con grandes ventanas, con un letrero que rezaba en verde fósforo NATUR QUALITY PRODUCTS con unas hojas verdes como logotipo genérico. Dejé el coche en el aparcamiento y atravesé la puerta: el establecimiento era algo más grande de lo que parecía por dentro. Los encargados de la caja llevaban un uniforme anaranjado, sonriendo con gratitud a los curiosos que entraban en la tienda. Habría cuatro o cinco filas de estanterías perfectamente ordenadas (todas con productos de la misma compañía del supermercado), varios frigoríficos con productos congelados y una pila de lo que parecía ser la compra estrella en el centro del local. Un cartel amarillo rotulado en rojo decía que era el <

Me acerqué, cogí una muestra y le eché un vistazo. Era una tarrina de plástico con una etiqueta verde con el nombre de la empresa y el del producto, una ‘crema de garbanzos’. Aunque os pongáis en lo peor, la crema de garbanzos de hecho tenía un aspecto estupendo: era de un color muy saludable parecido al puré y desprendía cierto aroma de frescura, de producto natural. Le di la vuelta a la etiqueta para ver los ingredientes típicos: garbanzos (obviamente), sésamo, zumo de limón, sal, aceite de oliva… Todo embadurnado con un título que decía “Sin colorantes ni conservantes”.

Lo dejé en la pila y sin tener intención de comprar nada me marché, observando la significante cola que se estaba formando en las cajas registradoras. En cuanto pudiera tendría que volver, esta vez para ver si la crema de garbanzos era realmente tan buena como se anunciaba a bombo y platillo.

Pasó un día y mi compañero de trabajo me comentó que ya había comprado en la tienda, y por supuesto me recomendó que probara “la deliciosa crema de garbanzos”. “Ahora todo el mundo se está haciendo vegetariano”, pensé para mis adentros con una ligera sonrisa. Ya más decidido, salí de mi trabajo y tomé la ruta del día anterior, esta vez llevándome una unidad de aquel producto tan socorrido. Lo probaría en casa y decidiría por mí mismo si realmente valía la pena. Comí demasiado y perdí el apetito, por lo que guardé la crema en la nevera y me marché a tomar algo con unos amigos.

Cuando volví por la noche mi padre me comentó que había probado la crema de garbanzos y le había encantado. Viniendo de un ávido carnívoro me sorprendió bastante, por lo que decidí probarla de una vez. Sin embargo, al tener la tarrina en las manos, sucedió algo extraño: llamadlo premonición, instinto o presentimiento, pero decidí que no iba a probar un bocado y, por algún motivo, la tiré a la basura. Me fui a dormir con una sensación extraña, como si algo no estuviera funcionando bien.

Al día siguiente decidí quedarme a comer en la pequeña cafetería de mi trabajo. Para mi sorpresa unas diez personas se habían traído la crema de garbanzos. Esto se empezaba a hacer un poco raro. Terminó mi jornada y me acerqué con el coche al exitoso supermercado que tenía el aparcamiento lleno. Habían pasado tres días desde la apertura. ¿Cómo era posible? De pronto, algo llamó mi atención. Dos hombres bien arreglados (uno de ellos con libreta en mano) entraron en el establecimiento. Aparcada en la calle estaba una furgoneta con el nombre de la dichosa compañía. Me fijé en la parte de atrás con un par de contenedores de basura y tuve una ocurrencia bastante estúpida.

Bajé del coche, me escabullí sin que me viera nadie hasta los cubos de basura y abrí uno de ellos, buscando con la mirada hasta encontrar una de esas tarrinas de plástico que había caducado justo el mismo día, por lo que no estaría muy estropeada. Volví a mi vehículo, arranqué y me fui para casa. Llegué a la cocina, cogí un plato, cerré la puerta de mi cuarto, me senté y eché la maldita crema en la vajilla.

Seguía oliendo bien, y no tenía mal aspecto. Pero había algo que no me cuadraba. La removí con la cuchara para ver si encontraba algo sospechoso, pero nada. Cogí un trozo grande y lo aparté al otro lado del plato, y entonces fue cuando descubrí algo que llamó mi atención: había algo gelatinoso entre esa masa de pasta. No era especialmente desagradable (tenía un color parecido verdoso, como si fuera un vegetal), y en un principio supuse que sería algún ingrediente empapado de agua. Cual fue mi sorpresa que, al hacer palanca con la cuchara para examinarlo mejor, descubrí que era un pequeño óvalo translúcido, parecido a un huevo. Le faltaban bastantes trozos (que estarían repartidos por toda la crema), y por su poca consistencia pasaría bastante desapercibido.

Cual fue mi sorpresa que, al abrir aquella cosa para ver qué era, había un pequeño embrión dentro.

El estómago se me encogió. Una arcada me subió hasta la garganta, sintiendo el asqueroso sabor de la bilis. Me levanté de la silla tapándome la nariz y la boca, horrorizado por lo que acababa de presenciar. Fui al baño, me refresqué la cara, bebí un poco de agua, y cuando pasó un rato volví a mi habitación, cogí una lupa del tarro de lápices y le eché un vistazo.

No mediría más de tres centímetros. Era paliducho y transparente, con venas rojas muy bien marcadas. Tenía dos ojos negruzcos muy pequeños, una larga cola y el vientre cubierto de bultos. No hacía ningún movimiento. Parecía un maldito anfibio.

Corrí hacia la cocina y busqué mi propia basura hasta encontrar la crema de garbanzos del día anterior. Volví a mi cuarto e hice el mismo proceso. Mi corazón dio un vuelco cuando, en este caso, encontré dos de estas malditas cosas.

¿Qué cojones estaba pasando? Busqué en la red el nombre de la compañía y no encontré nada. Busqué el producto y tampoco.

Tenía un plan en mente. Tiré los restos de la crema a la basura, cogí a esas cosas, las metí en la tarrina de plástico y me fui a dormir.

Desperté y abrí mi experimento del día anterior para comprobar frustrado que los pequeños engendros no podían vivir sin humedad, pues se habían secado hasta el punto de parecer pasas, dejando como irreconocibles las características que había visto. De ahí que los empaquetaran con la maldita crema de garbanzos: necesitaban la humedad para vivir y eran demasiado vistosos como para simplemente ponerlos en una botella de agua. Estábamos siendo los conejillos de indias de algo terrible.

Tiré la bolsa de basura al contenedor y me fui al trabajo. Mi compañero, aquel que me recomendó el supermercado, tenía un aspecto terrible: estaba bastante pálido, sudoroso, con lo que parecía ser un sarpullido en el cuello y el vientre hinchado. Había venido a su puesto con casi cuarenta grados de fiebre; sin embargo, eso no le impidió traerse dos bolsas llenas con tarrinas de la maldita crema para comer después de su jornada. Cuando no comía bebía exhausto de una botella de agua, pues según me dijo, el popular producto daba mucha sed.

“Se han agotado las existencias en la tienda”, comentó mientras masticaba sin mirarme a la cara. “Esta tarde traerán más”.

“Tienes que dejar de comer esa porquería”, le dije. “No te está sentando bien”.

No me hizo caso; estaba demasiado absorto comiendo.

“¿Me estás oyendo?”.

Hizo un descanso para beber.

Suspiré frustrado. ¿Qué se suponía que iba a hacer para que la gente entrara en razón? La única opción que tenía era enseñar una de esas cosas en el supermercado, cuando estuviera lleno. Y eso era lo que iba a hacer. Pero el supermercado ya no tenía más por el momento.

Sintiéndome culpable por tener que volverlo a hacer, al terminar mi turno me acerqué al callejón de la trastienda del centro comercial donde trabajo. Lo abrí y busqué con la mirada, esperando no tener que usar mucho las manos. Comencé a escuchar un sonido muy fuerte, similar al gruñido de un estómago, seguido por unos pasos torpes. Me giré para ver a mi compañero de trabajo a mis espaldas, empapado en sudor y sujetándose el vientre con ambas manos.

“Necesitas ayuda”, contesté apresurado. “Te voy a llevar a emergencias”.

No pudo ni dar tres pasos antes de caer redondo al suelo. Comenzó a convulsionarse cada vez más fuerte mientras yo gritaba para pedir ayuda. Al ver que nadie me respondía corrí hasta el aparcamiento y tanteé con la mirada para ver si venía alguien. La calle estaba desierta.

Oí una arcada y volví la vista. Mi compañero de rodillas, sujetaba su abdomen mientras vomitaba sangre. Sangre espesa (tan espesa que parecía negra), empapada de grumos y de algo parecido a pequeñas lombrices que no paraban de moverse. Me miró para gritar pero ni siquiera tuvo tiempo: su mandíbula inferior cayó arrancada al suelo en un charco visceral. No podía dejar de mirar, presa del horror absoluto. Mi corazón estaba a punto de salírseme del pecho cuando algo comenzó a salir de la boca de mi compañero, que aún seguía arrodillado. Era algo monstruoso, pálido, con decenas de apéndices deformes que hacían de extremidades y un cuerpo serpenteado. Su cabeza era abultada, repleta de nódulos que parecían tumores. Tendría casi diez ojos negros en la cara, cada uno de diferente tamaño y algunos pegados con otros. Terminó de salir dando un pequeño empujón hacia abajo, haciendo que sus piernas reventaran el abdomen de mi amigo, que se desplomó ya muerto contra suelo. La cosa, envuelta en un fluido pegajoso, no dejaba de temblar mientras gateaba, entrecerrando los ojos por la luz del sol.

Corrí. Corrí lo más rápido que pude, sin mirar atrás y sin dejar de chillar, víctima de un terror indescriptible. Corrí sin importar haber dejado mi coche en aquel centro comercial, y corrí sin rumbo. Por ironías del destino acabé en la fachada de aquel maldito supermercado. Paré agotado, jadeando, y comencé a llorar. Me arrodillé, sin ya saber qué hacer. Preso de la ira más absoluta, vi la dichosa furgoneta en la calle y a uno de esos tipos trajeados de NATUR QUALITY PRODUCTS saliendo de ella. No me pude contener. Me levanté del suelo y antes de que el individuo pudiera mediar palabra le solté un puñetazo en la cara. Retrocedió por el golpe y le volví a soltar otro antes de que pudiera abrir la boca. Le agarré de la chaqueta del traje, le tiré contra el suelo del callejón y le seguí pegando mientras gritaba. En uno de mis golpes, parte de su cara se cayó como si fuera plastilina. Me eché para atrás espantado mientras veía como aquel hombre me contemplaba. Su cara se estaba deshaciendo, revelando un rostro como el del engendro del que huí en el centro comercial.

Retrocedí para correr mientras oía sus pasos a mis espaldas. Tuve suerte de que había bastante gente en la calle y me perdí en la multitud hasta volver al centro comercial. Sorprendetemente el callejón ya estaba limpio, y no había un solo indicio de aquel monstruo. Regresé a mi coche (que me sorprendió que no hubiera sido robado) y volví a mi casa con un objetivo en mente: quemar la tienda.

Cuando se hizo de noche cogí un bidón de gasolina, un paquete de cerillas y cuando les iba a decir a mis padres que me iba descubrí que habían salido. Cogí el coche y marché hacia mi destino. Serían casi las tres de la mañana cuando me paré frente a la puerta del maldito supermercado. Sin embargo, algo llamó mi atención: a pesar de que estuviera a oscuras, oía ruido en su interior. Poco a poco comencé a acercarme hasta la ventana, pero no se veía nada. Me di un pequeño susto cuando la puerta automática se abrió. Me asomé y encendí la linterna del móvil.

No había ninguna luz encendida. Las cajas registradoras y los frigoríficos habían desaparecido. Sólo había mesas, mesas y sillas, con decenas de personas sentadas comiendo sin cubiertos, sin mirarse entre ellos. Todo lo que oía era el sonido de la gente masticando, ruidos de estómago, las tarrinas de plástico de la maldita al abrirse y alguna que otra arcada. Fue entonces como en la distancia, vi a una de esas cosas, algo más grande que una persona, caminando con sus muchos tentáculos mientras miraba a sus comensales. Otra simplemente estaba parada en medio del pasillo, torciendo la cabeza mientras contemplaba la tienda. El olor a putrefacción era insoportable.

En una mesa apoyada en una de las ventanas estaban mis padres. Casi me quedo en el sitio cuando los veo. Presa del pánico pero sin querer llamar mucho la atención me acerqué hacia ellos, intentando no tropezar con nada. Mi pie se topó con algo que vi horrorizado que era un cadáver abierto en canal, salpicado de sangre. Contuve las ganas de no vomitar y me acerqué hacia mi padre.

“Tenemos que irnos de aquí, vamos”.

No me hacía caso.

“Por favor, hay que irse”.

Le agarré de los hombros y le intenté levantar del sitio. Desprendía un aroma horrible.

“¡Por favor, ven conmigo!”.

Me intentó apartar con el brazo, pero ya no tenía fuerzas ni para eso.

“¡Por favor!”.

Había llamado la atención de alguien. Antes de que pudiera hacer nada, varios individuos me agarraron de los brazos y me sacaron a rastras de la tienda. Pataleaba, gritaba, suplicaba, pero no servía para nada.

“Lo han traído hace nada y ya se está acabando otra vez”, dijo uno de ellos con voz ahogada.

Serían unas seis personas las que me estaban sujetando, y al cabo de varios minutos de resistencia me di por satisfecho y dejé de intentar huir. Los pasos torpes de los que me llevaban hicieron que tardáramos una eternidad en llegar hasta su destino. Una vez allí me tiraron con violencia al suelo: era la puerta del centro comercial donde trabajaba. Me levanté confuso, mirándoles para que me dieran alguna explicación.

“Abre la puerta” contestó uno de ellos con firmeza.

No terminaba de entender por qué hasta que me asomé a uno de las escaparates.

No podía ser.

Todos los productos habían sido reemplazados por la misma mierda. La crema de garbanzos, esta vez sin etiqueta. El mismo objeto apilado, ocupando todos los sitios posibles.

¿Cuándo lo habían puesto ahí? ¿Quién lo había puesto? ¿Por qué?

“No, no puedo…”, repliqué moderando mis palabras. “Ni siquiera tengo la llave de…”

Antes de que pudiera terminar la frase, uno de mis captores saltó hacia la ventana rompiendo el cristal y haciendo saltar la alarma. Sus compañeros corrieron presa de una extraña sensación de pánico cruzando por el boquete en el cristal.

Eché un vistazo al interior. No había nada más que esa cosa, esa maldita crema de garbanzos, esa placa repleta de huevas de engendro, en todos los lados. Aprovechando que los que me habían traído hasta aquí estaban demasiado ocupados saqueando el edificio que era mi trabajo, huí lo más rápido que pude hacia mi casa, pensando en mis padres, en qué estaba pasando, en qué clase de castigo era este. Toda la ciudad era una incubadora viviente.

Me estoy quedando sin tiempo. Habrá pasado casi un mes desde el incidente del centro comercial. Ya no queda tienda en la que la comida no haya sido reemplazada por esa maldita crema de garbanzos. En la calle cada vez hay menos gente. Esas cosas huyen, se meten en el supermercado; ahí tendrán su maldita cueva, o su nave espacial, o de donde sea que hayan venido. Mis paseos en coche son cada vez más frecuentes, cada vez es menos seguro salir fuera. La última vez que lo intenté los que antes fueron mis vecinos (adultos, niños y ancianos) comenzaron a correr hacia mí, buscando el maldito producto. Hay cadáveres en la calle, la gente se mata por una bolsa de basura que tenga algo de esa mierda. Mis padres nunca volvieron a casa. Apenas tengo provisiones. No sé cuanto tiempo más voy a aguantar con la comida que tengo. No sé cuanto tiempo tardarán en asaltar mi casa, o cuánto tiempo tardarán esos monstruos en venir a buscarme. Nadie ha venido a rescatarnos, y la cobertura ya no funciona. No van a dejar a nadie con vida en la ciudad.

Necesito ayuda.

— Via Creepypastas

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