Perras lesbianas

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Esta historia es completamente real, sobre las dos perras que tuve desde que estaban cachorras: Ruby y Pelita (también apodada “Salchicha”). Incluso aún tenemos a la primera, que todavía da ciertos problemas.

La primera en llegar con nosotros fue Pelita. Según afirmaba la persona que nos la regaló, era la cachorra de un Pitbull con pedigree. En ese momento era muy tierna, con una cabeza algo grande que podía equivaler incluso a un 40% de su cuerpo. Tenía facciones de perrita brava, pero con una tierna mirada que amenazaba con hacer que tu dedo gordo del pie sufriera la ira de sus colmillitos si te metías con ella. Con el pasar del tiempo, Pelita fue creciendo y cambiando su aspecto. Ya su cabeza no era tan grande en proporción, su cola se curvaba por encima del lomo y sus patas quedaron un tanto cortas. De ahí el apodo de “Salchicha”. Jadeaba constantemente, se veía como una perra muy feliz.

Tiempo después, llegó Ruby, regalada por mi hermana mayor. Era el cruce entre un Rottweiler y un Pastor Alemán; tenía el pelaje del primero y el físico del segundo. Nadie la quería mucho y constantemente la regañaban, porque cuando se le hacían muchos cariños se agachaba y se orinaba, y al menear la cola por la emoción salpicaba por todas partes. Por ello nos limitábamos a llamarla con cariño, pero la reprochábamos cuando se disponía a hacer el desastre. Ese problema aún lo tiene, de hecho, y si sabe algún método para corregirlo, puede decírmelo, lector.

Para cuando la perras alcanzaron la madurez, notamos que Ruby presentaba un afecto muy grande hacia Pelita. Pasaban todos los días jugando, pero conforme pasaba el tiempo, nos dimos cuenta de que el comportamiento de Ruby se volvía obsesivo. Cada vez que Pelita veía el portón abierto salía frenética por jugar con otros perros, quizás cansada de tener a Ruby siempre encima.

Mientras, la otra perra se quedaba en casa esperándola porque no le gustaba ir a la calle. Pasaban unas dos o tres horas hasta que Salchicha regresaba, ladrando ante el portón para que le dejáramos entrar. Apenas lo abríamos, entraba con miedo porque Ruby, que la duplicaba en tamaño, la esperaba para “regañarla”. Montaba sus patas en su lomo, tomándola en aquella posición de perro dominante, en un acto que simulaba una sodomización. Intentaba aparearse con Pelita como si fuese un perro.

La situación se repetía cada día. Mis amigos bromeaban a menudo cuando veían a las perras en pleno acto sexual, exclamando: “¡Miren, unas perras lesbianas!”, y todos reían a carcajadas.

Pasado el tiempo, el vientre de Pelita comenzaba a crecer. Nos dimos cuenta de nuestros descuidos con la perra, pues estaba preñada de alguno de aquellos “amigos callejeros” que tenía, y nos deberíamos hacer cargo de la pequeña camada. Ella se mostraba agresiva cada vez que Ruby intentaba posarse sobre ella para “aparearse”. Con eso, podría decirse que Ruby dejó la cuestión de lado, mientras Pelita andaba más tranquila y se disponía a descansar para cuando tocara dar a luz.

El día del parto finalmente llegó, pero la noticia no fue muy alegre. Mi padre había encontrado a la perra oculta bajo unas plantas frondosas y espesas del jardín, en un charco de sangre, mientras masticaba la cabeza de uno de sus recién nacidos. Los huesos crujían. Se los había comido a todos.

Todos estábamos perturbados por lo que nos dijo papá, menos mi hermana menor, quien desconocía la historia para evitar traumatizarla. Aún esperaba con ansias cargar a los cachorros y jugar con ellos… Papá acusó a Pelita de ser una perra “mala”, y decidieron esterilizarla para que no volviera a ocurrir. Mientras, Ruby se había vuelto más obsesiva desde que Pelita había salido preñada.

Hacía lo posible para evitar que saliera a la calle, aplastándola con sus patas y todo su peso. Incluso le mordía el cuello… Aquello era un romance enfermizo. Volvía a intentar montarla todos los días, y Pelita se ocultaba en sitios pequeños en los que Ruby no la alcanzara.

Un día, mientras mi padre abría el portón de la casa para salir en su auto, Pelita salió corriendo desesperada hacia la calle para huir de la pesadilla, pero Ruby la atrapó, mordiendo su cuello con mucha más fuerza que antes y desgarrándola un poco. Para ese entonces yo estaba en la universidad, y mi madre me recibió con aquella noticia. Mi padre hizo lo que estaba a su alcance para cuidarla, pero ella se volvía agresiva con nosotros.

Al día siguiente, salió de su escondite. Comenzó a jugar con Ruby como si nada hubiese pasado, cosa que nos desconcertó un poco, pero al ver que en realidad apenas tenía un rasguño, decidimos no darle importancia.

Pero al tercer día del accidente… Mi padre arrancaba el auto para salir, cuando escuchó el llanto de Pelita, fuerte y claro como si fuese torturada. Pensó que la había atropellado, por lo que se bajó alarmado del auto y corrió en busca del llanto. Encontró a la perra tendida en el suelo, con el cuello desgarrado. La sangre brotaba a borbotones y Ruby se alejaba asustada. Se había pasado esta vez, pues esa noche, Pelita falleció.

La forma en la que había muerto esa pobre criatura era horrible. Al día siguiente montamos el cuerpo en una carretilla para desecharlo; yo me encargué de eso. El hedor a putrefacción era impresionante, había llegado de la noche a la mañana. Noté que un líquido asqueroso y amarillento corría por sus patas, más espeso que la orina, pero en realidad nunca supe exactamente qué era.

Todas las noches siguientes, Ruby aullaba a la luna. Era algo inquietante a la hora de la cena y a veces me costaba conciliar el sueño con aquellas súplicas de fondo. Todas las mañanas, Ruby se acostaba cerca del portón y al más leve sonido, se levantaba alerta y con sus orejas como antenas, intentando determinar la dirección del ruido, y olfateaba como si esperara a que Pelita volviera de sus rutinarias caminatas por la calle, pero no llegaba. Todos nos mirábamos en silencio con la amargura en el rostro, sin necesidad de decir nada para entender que la perra no terminaba de comprender que había asesinado cruelmente a su compañera de por vida.

Una mañana, guardé mis cosas en la mochila lanzándolas de mala gana, y cayeron desordenadas en el fondo. Primero un cuaderno, luego los libros. Coroné el ambiente con el sonido de la cremallera al cerrarla y me coloqué el bolso al hombro. Puse algo de perfume en mis manos y lo esparcí tanteando por mi cuerpo: era la rutina diaria. Ahora estaba listo para salir, estaba tarde para la universidad.

Subí al auto apurado, despidiéndome de mi madre en un instante. Y apenas el vehículo comenzó a moverse, una bomba de pensamientos explotó en mi cabeza. Los exámenes, los trabajos pendientes para la semana, las tareas, estaba muy atrasado con la universidad. El día pasó sorprendentemente rápido, pues un profesor no había podido asistir y salimos más temprano.

Estando en el autobús camino a casa, el chófer anunció que se iba a saltar el sector en el que yo vivía. Explicaba el motivo relacionado con que el camino estaba muy dañado y cosas así, mientras yo le ignoraba y me concentraba en mencionar mi descontento con la situación de la mejor forma que pensé: maldiciendo a la madre de conductor repetidas veces en mi cabeza. El calor era insoportable, el sudor corría por mi espalda y cuando me recostaba del asiento para secarlas, sintiendo pegajoso y desagradable.

Finalmente, bajé en la parada. Luego de “recordar” varias veces a la progenitora del chófer, emprendí la larga caminata bajo el nada misericordioso sol del mediodía. Era casi un kilómetro de recorrido. Y apenas comencé la marcha, percibí un olor desagradable y putrefacto. Miré a mi alrededor, y había una casa con dos grandes bolsas de basura. Me dije que sería algún gato muerto en ellas, y seguí.

A los minutos dejé de olerlo, mientas mi mente se llenaba de mis tareas. “Estadísticas, gráficas circulares y…” Mis pensamientos se detuvieron cuando volvió el olor, pero más fuerte. Me produjo arcadas por el asco. No había nada que pareciera provocarlo a mi alrededor; escupí varias veces porque sentía mi boca impregnada de aquello.

Unos cuantos pasos después, alcé mis brazos para oler mis axilas en un momento de locura. Revisé mis zapatos y tampoco. No era yo el del olor, y ya me estaba mareando. El sol me cocinaba el cerebro, por lo que continué caminando pensando en las dispositivas que debía hacer para mi exposición sobre la inflación y el déficit fiscal. Y no noté cuándo el dolor se había ido; faltaba sólo una vuelta a la esquina para llegar a casa y tomar mi ansiado vaso de agua fría.

A solo unos pasos de la casa y manteniendo la mirada fija en el portón, tropecé con algo y por poco me caigo. Examiné el suelo con detenimiento, pero no logré dar con el causante. Terminé la distancia que faltaba hasta el portón y lo abrí de golpe; en cuestión de segundos, Ruby se levantó y echó a correr hacia mí. Me pareció extraño. Ella nunca hacía esas cosas. Entré y cerré el portón con fuerza.

Y allí estaba yo, encarando a la perra con las palmas de las manos mientras se acercaba rápidamente hacia donde yo estaba, solo para esquivarme y empezar a olfatear por debajo del portón. Empezó a gemir suavemente, luego perdiendo el control en un llanto fuerte. Antes de que pudiera pensar en alguna razón, el olor estaba allí de nuevo, aquel aroma putrefacto que me había seguido hasta casa.

Volteé la mirada hacia el lugar en el que el cuerpo de Pelita había pasado la noche después de morir, y lo recordé: era el mismo olor. Se armaron las piezas en mi mente. Una fuerte brisa agitó las plantas, erizando los vellos de mi nuca. Sentí cómo mi corazón paraba de latir por unos segundos, para regresar a su funcionamiento de golpe, estremeciéndome en el acto. Apreté los puños bajo la cintura, y contemplé horrorizado cómo Ruby meneaba la cola esperando que aquello pasara a jugar con ella de nuevo.

— Via Creepypastas

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