No siempre lloverá

Los Trollders
Los Trollders

La tarde llora lágrimas doradas; las hojas muertas, que caen desde los árboles, incitan a pensar en la vida misma. La tierra negra se cubre con la alfombra de hojas que alguna vez estuvieron sobre los árboles, que ahora lucen grises y exentos de vida. Frente a mí se encuentra una cruz, hecha de madera negra, vieja y anticuada, apenas erguida junto a los restos de lo que pudo haber sido un pozo, sí, es un pozo.

Es una cruz triste y melancólica, tan llena de nostalgia que casi puedo verla llorar, pero me detengo y pienso: ¿Qué es una cruz?, ¿es acaso un símbolo de vida?, ¿de luz y salvación? ¿O es un símbolo de redención ante el cual hay que arrodillarse y adorar?, ¿es acaso la materialización de la gloria divina en un símbolo mundano, el cual debería inspirarnos alegría, compasión y sentimientos de unión con la eternidad y lo divino? No lo creo, lo que está frente a mí es solo una cruz decrépita y endeble, como todo lo que le rodea.

Una cruz, como la que Tommy solía cargar sobre su cuello. La portaba casi como un amuleto, fue un regalo de su padre en su quinto cumpleaños, se aferraba a ella cada vez que se sentía solo o temeroso. Ingenuo e ignorante, pensaba que le protegería, o al menos, era lo que sus padres le habían hecho creer.

Las hojas caen deslizándose suavemente en el viento, al compás de un lento vals, flotando a la deriva sin rumbo ni dirección hasta que su viaje termina inevitablemente sumándose a las miles ya caídas, tan abrupto como una muerte súbita, espontánea y sin sentido. Nunca le creyeron, ni aún cuando el pequeño comenzó a aislarse.

El crujir de los árboles en el viento resuenan en la distancia convirtiéndose en quejidos, suaves alaridos nocturnos como los sollozos de un niño en busca del refugio de sus padres en la oscuridad de la noche. Los mismos sonidos que Tommy hacía para despertar a sus padres, su mente jugaba con él y le hacía creer que un niño le despertaba por las noches para que le acompañase a jugar.

Pero sus padres, como cualquier otro adulto racional, nunca creyeron en las palabras de Tommy al contarles de sus visitas, que hablaba y jugaba interactuando animadamente con su nuevo amigo imaginario, en medio de su soledad.

“Ya se le pasará, es solo una etapa”, decían sus padres, queriéndose convencer a sí mismos.

Estaban ciegos al hecho de que cuanto más tiempo pasaba, más se alejaba Tommy de la realidad y más se aferraba a su imaginario amigo.

El viejo pozo parece abrir sus fauces hacia el cielo en un lánguido grito mudo, grita desesperado por los hechos del pasado, por las almas que aún no descansan. El perpetuo reposo de un inocente fue perturbado al excavar el pozo, pero a nadie pareció importarle, ni siquiera cincuenta años después cuando aquella alma ultrajada encontró un amigo en Tommy. A nadie le importó, solo a Tommy.

Ahora aquel viejo pozo luce oscuro y oxidado bajo la luz del crepúsculo, engullendo inmóvil y en silencio las hojas que, insensatas, caen sin lograr aplacar el hambre del coloso. Moribundo y vacío… Una cruz igual de decadente es ahora su compañía. Una cruz. Reposo mi vista sobre ella y pienso: ¿Qué es una cruz? ¿Un símbolo de salvación y vida?

Antes lo creí así, pero ahora sé que una cruz es un indicio de condena y muerte. Una cruz no es vida ni paz ni esperanza, es solo un recordatorio sádico de lo voluble de la vida y del futuro inevitable que nos espera. Es un símbolo creado por los romanos, casi una condena de muerte de la cual ni aquel que vino a salvarnos a todos se pudo librar, pues en ella murió, en una cruz de madera que con el tiempo sería vieja y podrida como la que ahora está frente a mí, tan triste y melancólica como era Tommy.

Ahora esa cruz es la que marca el lugar de su muerte. Nadie creía en su palabra hasta que lo encontraron en el fondo del pozo, pálido e inerte, aferrado a un esqueleto que también parecía aferrarse fuertemente a Tommy. Eran los restos de un niño de edad similar, era su amigo imaginario.

Esa vieja cruz indica el lugar donde mi Tommy murió; sobre su sombra se dibuja aquel dulce rostro, sonriéndome ingenuo e ignorante, viéndome sostener entre mis manos la cruz que cargaba en su cuello.

Muchos años han pasado, mi tiempo avanza incesante, pronto me reuniré con mi hijo nuevamente. Ha comenzado a llover, la noche se adentra, tengo que irme, pero no siempre lloverá.

Escrito por: Nemesis…

— Via Creepypastas

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