Narigón

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

La muerte de mi hermanita pequeña había sido un golpe durísimo para mi familia, y yo, con apenas siete años en aquel entonces, había vivido demasiadas emociones juntas siendo simplemente un niño, una madre golpeada psicológicamente que había silenciado su voz para siempre, un padre que tenía que lidiar con el dolor de perder a su hija de tres años y al mismo tiempo con una esposa desequilibrada por el mismo dolor, una nueva ciudad lejos del entorno en donde había crecido, y una casa de cuyo aspecto emergía un silencioso misterio y atravesada por una historia melancólica y desoladora.

El panorama no era el de un niño que quiere vivir su infancia feliz como cualquier otro, pero qué más podía hacer, era lo que repentinamente me había tocado. A poco más de quinientos kilómetros de donde había nacido, y con la esperanza de salir adelante todos en una nueva ciudad, la casa a la que nos habíamos mudado se revestía de cierta lobreguez ya desde su historia misma, pareciera que de algún modo estaba destinada a albergar gente triste, y de algún modo unirlas tácitamente en su desgracia. Los anteriores dueños se habían mudado luego de pasar por los días más desgarradores de sus vidas, pues su hija menor padecía de una enfermedad terminal que, entre llantos y dolorosas agonías, la consumió poco a poco hasta llevarse su joven y frágil vida. Ahora la casa que había hospedado la desesperanza de aquella familia, era cobijo de una añorada vida nueva, de una familia que a toda costa buscaba sobreponerse al sufrimiento de la partida de una pequeña niña que ya no volvería.

La casa no era grande, tampoco era pequeña, tamaño promedio. Sus paredes eran blancas y manchadas de humedad en partes. El techo de tejas rojas envejecidas, las puertas y ventanas de madera un poco gastada. No tenía un aspecto tétricamente terrorífico, aun así te envolvía en una atmósfera espeluznante, o al menos a lo que un niño de siete años respecta. Mi habitación estaba al fondo del pasillo trasero, la de mis padres era la de la primera puerta. Adentro sólo había un armario de madera común incrustado a la pared, aunque el cuarto no tardó en amoblarse con mis cosas.

Una vez instalado mi cuarto, lo primero que hice fue inspeccionar el armario en la pared, como yo tenía el mío propio no lo había tocado a este otro. Abrí sus puertas, a simple vista parecía vacío, tenía varias divisiones de madera que llegaban casi hasta el techo, seis secciones para ser más preciso. Como buen curioso escalé una por una hasta llegar a la más alta, allí me encontré con una caja de zapatos, la tomé y sentí el peso de algo que estaba contenido en ella. La bajé de su nicho, y me senté en la cama con ella sobre mis piernas. Sobre la caja había un papel escrito pegado con cinta a la tapa: “Aquí descansa Narigón, no quites la tapa a menos que quieras ser su amigo fiel, él está triste. Luci”. Las palabras por su aspecto habían sido redactadas por un niño, o más bien niña dado el nombre, Luci, ¿quién habría sido Luci?, probablemente la pequeña que había dormido en esa habitación hasta sus últimos días. Y ¿quién era Narigón? Es lo que iba a descubrir destapando la misteriosa caja. Adentro encontré un payaso de tela, la mitad de su cuerpo era rojo y la otra verde, las extremidades inferiores tenían las puntas recubiertas de tela negra. En el centro del torso dos botones negros, tiras de hilos de lana azul emergían de su cabeza simulando el pelo. Su cara era blanca, de ojos de plástico negro y una boca con una expresión triste pintada con tinta negra. Entendí por qué el mensaje decía “Narigón”, en el centro de su cara tenía una nariz roja, grande, redonda y pomposa. Narigón me dio tristeza, imaginar que probablemente había sido testigo silencioso del sufrimiento de aquella niña, su único consuelo quizás, y ahora, oculto y solitario en lo alto del armario por su antigua dueña, reflejaba en su expresión la melancolía de una pequeña que no encontró la paz sino en la muerte. Me quedé viéndolo unos minutos, luego lo devolví a la caja y lo dejé a un lado de la cama.

Esa noche los gritos de mi madre parecían más desgarradores que nunca, si bien los sonidos que articulan las palabras con sentido se habían extinguido para siempre de su mente, los alaridos nocturnos cuando despertaba de sus pesadillas eran algo que se había vuelto recurrente por las madrugadas. A veces mi padre pasaba horas intentando calmarla, internarla nunca fue una opción para él, por mi parte cubría mi cabeza con la almohada o los oídos con las manos y trataba de huir de aquel mundo al que la muerte me había arrojado y al que nadie me había enseñado a enfrentar. Durante el día mi madre pasaba la mayor parte del tiempo sentada frente a alguna ventana con alguna ropa que usó mi hermana en sus manos, siempre con la vista al frente pero la mirada perdida en la infinidad, en la nada misma, hundida en quién sabe qué divagaciones de su mente extraviada. Ella ya no era mi madre, era el despojo humano de lo que un día fue, era un muerto viviente, un corazón palpitante sin un alma.

Mi padre se desvivía por ella y por mí, aunque era a la esposa a quien debía atender más que al hijo, asearla, alimentarla, movilizarla; ya no era capaz de nada por sí sola. Cuando él cumplía horarios de trabajo fuera de casa, una señora se encargaba de atender a mi madre. Sé que en el fondo esperaba que ella volviese a ser la que era, la mujer alegre y activa de la que se enamoró y con la que se casó, pero aunque él se negase a aceptar la realidad, yo sabía que ya no volvería, que se había muy lejos junto con su pequeña niña.

Una noche, de esas pocas que solían transcurrir con tranquilidad, abrí los ojos repentinamente en la oscuridad del cuarto, como si alguien me hubiese arrancado del sueño. Una gota de sudor frío surcó mi sien para morir de lleno sobre las sábanas. Encendí la luz de la lámpara y miré el cuarto, la luz tenue proyectaba infinidad de sombras de los objetos que me parecían más inquietantes que antes. Respiré profundo tratando de aliviar mi corazón apenas acelerado. Volteé la vista hacia la lámpara extendiendo la mano para apagar la luz y volver al sueño, fue entonces cuando el miedo me invadió de lleno. Estaba allí, posado contra el pie de la lámpara, como si se hubiese levantado solo de su lecho y trepado hasta la mesa de luz, allí, quieto, observándome con su semblante afligido, era Narigón. En un movimiento casi instintivo producto del susto, golpeé a Narigón con la mano, volteando al mismo tiempo la luz de la mesa. Todo volvió a la penumbra. Ahora mi corazón latía a todo lo que podía. Opté por correr hacia la perilla de la luz de techo y encenderla. Cuando la claridad hubo invadido toda la habitación, me acerqué hasta la mesita de luz y vi la lámpara tirada en el piso pero no al muñeco, al pie de la cama estaba la caja del payaso cerrada y en la misma posición que estaba siempre. Temeroso la observé sin atreverme a destaparla, ¿qué pasaría si Narigón no estaba allí? ¿acaso salió él sólo? Y aun si allí estuviese, ¿cómo es lo que vi sobre la mesa? De cualquier forma las posibilidades eran aterradoras y no podía entender qué fue lo que me había ocurrido, estaba seguro de que estaba completamente despierto al momento del susto. Me armé de valor y con la mano temblorosa e insegura levanté lentamente la tapa. Allí estaba, acostado dentro de la caja, inmóvil e inerte como se supone que debe estar un payaso de tela. Al instante y como si de una aparición espectral se tratase, una mano me tomó del brazo fuertemente seguido de un grito agudo que retumbó en cada rincón de la casa, grité y lloré intentando zafarme pero me fue imposible, cuando finalmente miré de qué se trataba, vi el rostro de mi madre en una gesto de horror que nunca antes había visto, me sujetaba del brazo y gritaba tan fuerte que parecía que los ojos irían a estallarle. No tardó en llegar mi padre a controlar la situación, quien a duras penas la sacaba del cuarto mientras mi madre repetía desaforadamente una y otra vez “¡no!, ¡no!, ¡no!” sin quitarme la mirada de los ojos. Por primera vez después del trágico suceso noté que mi mamá se fijaba en algo más que en la nada misma, que volvía del mundo de la locura para centrar su atención en este mundo, en mí.

Puse la caja con Narigón dentro nuevamente en el lugar donde lo había encontrado, y cerré la puerta del armario para ya no volver a abrirla. Aquel suceso de la mesa de luz mi papá lo atribuyó a un acto de mamá, y aunque me convenció de ello, en mi cabeza me cuestionaba cómo es que no la vi cuando encendí la luz de la lámpara, y cómo es que no la sentí caminar en la oscuridad cuando tomó a Narigón y lo colocó nuevamente dentro de la caja. En fin, ya no quería pensar mucho más, me volvería el siguiente loco de la familia.

Papá creyó que mamá comenzaba a volverse peligrosa, que aquel acto violento sobre mí podría volverse sólo el primero de muchos y que finalmente podría lamentar las consecuencias, por lo que muy a su pesar optó por internarla en un instituto psiquiátrico. La despedida fue dura para él pues ella se encontraba ida en todo momento, no se resistió, ni siquiera parecía entender nada de lo que a su alrededor ocurría, no fue hasta que me despedí de ella que pareció tener un lapso de lejana cordura, pues me miró fijamente, y entre lágrimas que brotaban de sus ojos almendras me dijo “ya no descansa, hijito”. Nuevamente había hablado, papá sonrió emocionado y se dirigió a ella esperando algún tipo de respuesta coherente, pero se había ido otra vez, náufraga en un océano infinito de sinsentido.

Después de ello, la casa lejos de unir los pedazos en los que se había fragmentado la felicidad de la familia, parecía más vacía y desolada que nunca, como los sueños de mi padre. La misma señora que cuidaba a mamá ahora me cuidaba a mí cuando él no estaba, y cuando tampoco yo estaba (porque estaba en la escuela), ella se encarga de los quehaceres domésticos. Una tarde luego de recogerme del colegio, fuimos con papá a visitar a mi madre en su nueva residencia. El lugar me asustaba, la gente que estaba allí me aterraba, papá me llevaba en brazos mientras yo lo abrazaba, temeroso de los que se me acercaban con los ojos bien abiertos y balbuceando cosas que no lograba comprender. Mamá estaba en su habitación, como acostumbraba en casa sentada frente a la ventana. Por mucho que mi padre le hablaba ella no se inmutaba en lo más mínimo, como si no sintiera la presencia de él allí dentro. Pero yo sabía que aquellos dos momentos en que mi madre había vuelto en sí fueron sólo para dirigirse a mí. Me acerqué a ella, la tomé de la mano, y la miré a la cara sin decir nada, sólo segundos pasaron cuando volteó la vista hacia nuestras manos aferradas, y luego hacia mi rostro, por un instante vi a mamá, la mamá que tuvimos una vez mi hermana y yo, sonrió dulcemente, y acto seguido su rostro se transformó como si la más espantosa criatura se encontrase frente a ella, “no debiste hacerlo” me dijo, yo sólo seguí en silencio mirándola, confundido, “no hay solución” fueron sus últimas palabras antes de soltarme la mano y perder la mirada a través de la ventana de nuevo.

Esa misma tarde la tragedia continuaría arrojando su manto oscuro sobre nosotros. Llegando a casa vimos varios vehículos de la policía y una ambulancia estacionados frente a casa. Papá bajó presuroso y asustado preguntando qué había ocurrido, la escena con la que se encontró fue por mucho la más siniestra que jamás pensó que vería. La señora encargada de los quehaceres de la casa se encontraba tirada sin vida en uno de los pasillos, aunque la autopsia determinó que fue un infarto, había una particularidad en el cadáver que hacía suponer que alguien había estado con ella al momento de morir, pues presentaba un corte a cada lado de la boca, que partía la carne desde la comisura hasta el maxilar inferior, formando una especie de medio semicírculo de cada lado. Probablemente alguien intentó mutilarla en vida y en el momento de pánico su corazón no lo resistió, de cualquier forma era trabajo de expertos.

Papá decidió que debíamos mudarnos lo antes posible, no podíamos vivir en un lugar en donde se había llevado a cabo un presunto homicidio. Con la pérdida de la niña, una madre internada en un instituto psiquiátrico y una mujer muerta en el pasillo de casa, sintió que debía cuidarme lo más que podía, con apenas siete años la consecuencias psicológicas que podría ocasionarme la secuencia de hechos desagraciados que venía viviendo podrían ser muchas y complejas. Esa noche del crimen papá me dijo que desde entonces dormiría con él, al menos hasta que pudiéramos encontrar otra casa donde vivir. Entré a mi cuarto y me dirigí al ropero por el pijama para dormir, camino de regreso a la puerta noté que el armario de la pared estaba abierto en una de sus alas y, para espanto mío, la caja del payaso en una de las divisiones de abajo, accesible a mi vista, con la tapa a un costado. En ese instante un frío me invadió desde los pies hasta la cabeza, era el miedo que se escabullía por mi cuerpo ascendiendo por cada vena y arteria. Supuse que la mujer había bajado la caja desde lo alto del armario, ella ordenaba entre otras cosas mi habitación, y sin saber qué es lo que contenía la caja la destapó, al no encontrar mayor importancia en un viejo y feo muñeco de payaso, lo dejó allí. Me acerqué con el mismo temor que la vez que mi padre dijo que había sido mi madre quien había puesto el payaso sobre la mesa. Tiré la caja un poco hacia mí para mirar con cautela su interior esperando ver a Narigón dentro, pero no fue así, nada había allí.

Movida por una fuerza invisible la puerta se cerró violentamente de pronto, emitiendo un ruido que alteró cada rincón de mi cordura. Corrí hasta ella intentando inútilmente abrirla, gritando entre arrebatos de desesperación “¡papá, papá, ayúdame!”. Finalmente luego de unos minutos la puerta cedió, y entre agudos chillidos de metal oxidado lentamente se abrió la puerta dejando penetrar la luz del cuarto en la oscuridad de un pasillo que estaba completamente a oscuras, al igual que el resto de la casa. A excepción de la habitación en la que me encontraba, el resto era negrura, el pasillo era largo y sombrío, conducía a una penumbra infinita de donde parecía emerger una leve brisa gélida. Llamé a mi padre pero nunca respondió, lloré recostado contra el marco de la puerta, como sólo un niño de siete años asustado puede llorar, estaba descalzo, sentía frío, no tenía a mi mamá y ahora tampoco a mi papá, sólo un corredor macabro frente a mí envuelto en sombras que parecía no conducir a ningún lado. Al otro lado podía oír algunos ruidos, golpes de cosas quizás aunque no podía descifrar qué era, quizás por el terror que sentía.

Finalmente oí la voz de papá llamándome desde algún lado, “hijo, ven, vámonos de aquí” me decía. Por mi parte, aunque me alegró oírlo, me preguntaba por qué no venía a buscarme él, ¿acaso no estaba viéndome allí solo llorando del pánico? “Papito, por favor tengo mucho miedo, no me dejes, ven tú” le dije con una voz opacada y sin fuerzas, aun me ardía fuertemente la garganta por los gritos que había propinado. Nada, silencio, no volvió a contestarme. Entregado a la suerte de mi destino, decidí arriesgarme a caminar ese pasillo internándome en la negra penumbra, sabía que aunque no viese absolutamente nada, al otro lado estaban el comedor y la puerta de entrada, sólo debía llegar allí y correr a casa del vecino. Di los primeros pasos lentamente, sosteniéndome contra la pared, poco a poco la luz iba quedando atrás para dar lugar a las sombras, desde el fondo de estas últimas seguían llegando a mis oídos sonidos extraños, “¡papá!” llamaba cada tanto sin obtener respuesta. En algún momento ya no pude ver nada, ya no había luz, solo oscuridad, ni siquiera la luz del cuarto se percibía ya ¿se habría apagado? De todos modos ya no importaba, debía salir de la casa. Sin poder ver hacia dónde iba, tan sólo guiado por el mapa mental que tenía de la casa, avanzaba ansioso por llegar al final de un recorrido que parecía eterno cuando tropecé con algo que se hallaba en el piso y caí de costado desplomado sobre el suelo. Palpé con mis manos lo que me había derribado tratando de identificar lo que era cuando, para mi completo horror, supe que eran unas piernas, “¡no, papá!” grité fuerte, palpé su cuerpo en la oscuridad hasta llegar a su cara y sentir allí, entre mis pequeños dedos de niño, un flujo espeso y frío que rápidamente reconocí como sangre.

Finalmente se encendieron las luces de toda la casa, y pude ver a mi padre yaciente sin vida sobre el piso frío de la madrugada. Un pequeño charco de sangre rodeaba su cabeza, sus ojos bien abiertos inyectados de sangre parecían mirarme aterrados directamente a la cara, su boca apenas abierta tenía dos cortes a cada lado idénticos a los que encontraron anteriormente en la mujer de la limpieza.

Con tan sólo siete años fui declarado inestable psicológicamente y acusado de doble homicidio, el de mi padre y se resolvió que era culpable también del de la mujer. Fui derivado a un instituto psiquiátrico donde desde entonces paso mis días y del que, ciertamente, no quiero salir jamás. Aquí me siento seguro.

Lo que no saben es que yo no lo hice, cerca del cadáver de mi padre estaba Narigón, estoy seguro que fue él quien lo hizo. Lo levanté, lo puse en la caja, la tapé y sobre ella escribí en un papel “Aquí descansa Narigón, no quites la tapa a menos que quieras ser su amigo fiel, él está triste. Marcos” y deposité la caja en la parte más alta del interior del armario. Sé que allí quedará sellado hasta que alguien más lo encuentre, pues la casa alberga a gente triste, se alimenta de la esperanza de las personas y las convierte en desesperanza. Y allí, muy al fondo de la casa cual espíritu de ella, en el cuarto más lejano, descansa Narigón esperando ser encontrado. Él siempre está triste.

NevermorE88 (discusión) 12:04 28 may 2014 (UTC)

— Via Creepypastas

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