Mundo Mañana

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

**Después de Mundo Ahora**

Fue el calor del sol lo que me despertó en la azotea, justo donde me había quedado. Miré en todas direcciones nerviosamente, pero estaba tan solo como me había dormido. El sabor en mi boca era horrible y el rugir de mi estómago era peor. Sabía que necesitaba comer y beber agua pronto, pero volver a entrar en mi casa ya no estaba a ninguna escala en mis planes. Primero que nada, bajo del techo de mi casa y me asomo por la ventana para encontrarla igual de vacía que el día anterior. Ni mis padres ni mi hermano han vuelto. Voy a mi camioneta, donde de vez en vez guardo cambio o billetes grandes. Encuentro uno de cincuenta. Entro y enciendo el motor; abro el barandal y salgo hacia el supermercado que está en la avenida para buscar algo con qué alimentarme.

Aparco cerca de la puerta y entro. No hay cajeras, ni personas, ni guardias en todo el establecimiento. Me digo que no es muy buena idea, pero algo tengo que alimentarme. Planifico que comprar solo algo simple para comer y me iré antes de que pase cualquier cosa. El hedor que me asalta al pasar por el área de verduras (podridas) no es del todo inesperado. No esperaba comprar alimentos tan perecederos, y opté por buscar los que están en lata. Tomé varios, y cuando revisé la lata para ver la caducidad, todos y cada uno estaban marcados con un: “FECHA DE CADUCIDAD: YA CADUCO”. No quise creerlo y abrí una lata de elote para comprobar que olía incluso peor que los vegetales en los estantes.

Escuché un rumor en el área de carnes. Al asomarme, vi a un hombre gordo poniendo producto en el congelador. Me acerqué hacia allá arrojando a un lado la lata de comida putrefacta. El hombre me vio y me preguntó que qué “me ponía”. En el mostrador, hay una amplia variedad de carnes congelada: hay pierna, costilla, lomo, lengua, hígado, filete, pescuezo, etc. Están tan frescas, tan bien presentadas, que por un momento casi deseo no percatarme de que son partes humanas. Hechos pedazos, humanos y animales, no somos tan diferentes. Me doy la vuelta y me marcho resintiendo mi estómago y el gordo vuelve a su trabajo indignado.

Abandono el establecimiento y subo a mi auto para volver a… No sé en realidad a dónde debo ir. Tan solo pongo en marcha el auto y circulo por la carretera.

No muy lejos del mercado, alcanzo a ver un perro de andar pesado en la mitad de la carretera que no parece percatarse de la camioneta. Yo nunca he sido así, pero en estas circunstancias, con la idea de no volver a encontrar alimento, no puedo ser exigente ni quisquilloso. (Además, los perros son comestibles en algunas regiones.) Acelero y lo atropello antes de que me pueda arrepentir. Freno y bajo a recoger el cadáver, esperando que no esté tan arruinado que me produzca asco prepararlo para… al estarlo tomando del cuello, me doy cuenta de que lo que yo pensaba que era el pelo café del animal es escaso; el resto es una masa pululante de garrapatas rechonchas y hambrientas que lo tienen todo cubierto. Visto de otra forma, podrían confundirse con escamas. Pequeñas garrapatas se alimentan de otras más grandes, que a su vez, se alimentan de otras aún más grandes, que son las que se alimentan del perro.

El dolor en mi mano me llega desde kilómetros de distancia, arrancándome de mi embeleso. Grité al darme cuenta de que el área de mi mano que estuvo en contacto con su cuello, exactamente cada centímetro de la palma de mi mano, se volvió de improviso en la nueva fuente de alimento de estos asquerosos animales. Toda mi palma se plagó de al menos cincuenta de esas panzonas viles. Volví a gritar de dolor y repugnancia, y emprendí una desesperada carrera hacia mi casa, donde mi madre guardaba veneno para estas malditas vampiras. (Incluso olvidé que venía en auto. Lo dejé ahí encendido y con las puertas abiertas.) Entré, corrí al desván y saqué una botella de líquido blanco. Le quité el dispersor y me dejé caer buena cantidad en toda la palma. Me la hubiera echado todo si no me hubiera retorcido de dolor en cuanto las garrapatas sintieron el veneno y reaccionaron. Grité y grité. Tuve que morder mi propia camiseta para echarme solo un poco más.

Si no me hubiese obligado a calmarme, probablemente no hubiese escuchado el chillido amplificado que emitió la rata que se acercaba por la cocina. Era del tamaño de un perro, pero sus dientes eran infinitamente más poderosos. Al ver que venía a mí, busqué a toda prisa algo para repelerla. Le arrojé el resto del veneno en la cara y la escuché chillar. Tomé una mitad de azadón que mi madre había puesto ahí para quitar las ramas de nuestra casa, y la blandí en su contra. Le di en la nariz y esto la hizo retroceder, pero también me hizo gritar cuando me arranqué de cuajo algunas garrapatas por no haberme dado cuenta de que sostuve el azadón con la mano infecta. Lancé otros infructíferos golpes al aire con la otra mano y la maldije para que se fuera. Ella no se fue, pero retrocedió y se quedó agazapada en un rincón hasta que salí de la casa. (Si ingirió algo de ese veneno, puede que muera). Escapé y me alejé rumbo al parque que está a dos cuadras. Era como mi segundo hogar, así que esperaba sentir algo de confort, algo de consuelo por mi familia –a quienes ya no esperaba (y quizá tampoco quería) volver a ver- y por mi vida.

Lo encontré intacto. Ahí, bajo el sol de verano, al pie del cerro, al lado de aquella presa de aguas negras, repleto de plantas verdes, esperaba por mí. Bajé hacia el área de juegos y me derribé sobre una banca roja ondulada. Gruesas lágrimas me brotaban de los ojos mientras el dolor punzante de mi mano se hacía más agudo, cada que una garrapata moría y se me desprendía de la palma. La sangre comenzó a empapar hasta mi muñeca. La escena era tan grotesca que me obligué a cubrirme los ojos y a recostarme sobre la banca a esperar a que el resto de la alimaña se hubiese desprendido.

Me dediqué a estudiar el panorama mientras esperaba el alivio. Sobre el agua de la presa, se llevaba a cabo un enfrentamiento de colibríes, todos contra todos. Cada tanto, un chapoteo en el agua marcaba la caída de una de estas bellas aves diminutas que Dios había hecho hermosas y ningún motivo tenían para matarse entre ellas. Más allá, en las torres de contención de cables eléctricos que corrían sobre el cerro, una araña patona de al menos ocho metros le daba los toques finales a su telaraña como para atrapar avionetas. En el cerro Bola, el rostro de Benito Juárez (pintado hace varios años y adornado con focos que tan solo prendieron unas cuantas veces y se fundieron) ahora miraba en otra dirección, hacia el sur. En esa posición me deslicé a la semi-inconsciencia, y no salí de ella hasta que todo el dolor se fue.

Para cuando abrí los ojos, mi mano estaba roja y con dos que tres garrapatas muertas aún adheridas a la palma de mi mano por la sangre seca. Ya no había colibríes volando sobre el agua; la araña gigante reposaba sobre sus patas traseras en lo alto de la torre, panza arriba. Ya había atardecido, yo no había comido nada pero sí había perdido sangre. Me levanté de la banca y avancé hacia el pantanoso terreno que rodea la presa. Mi mano mala se sumergió en fango cuando me incliné sobre el agua para beber el producto de los desechos humanos. El agua sabía a drenaje y a pipi, pero tenía sed y no me importaba que pudiera enfermar.

Sin embargo, si me importaba el cocodrilo que venía acercándose, fingiendo ser un tronco. Era al menos de dos cinco metros y su nariz estaba a unos tres metros de mí. Me apresuré a beber cuatro grandes sorbos más de agua puerca y… La mandíbula del monstruo marino me paso rozando. Di un paso atrás, pero mi pie se hundió en el fango. Traté de arrastrarme lejos de ese lugar, pero el reptil es mucho mejor arrastrándose que cualquier humano. Me siguió y me mordió una rodilla para arrastrarme al agua. Ya adentro, giró y giró de felicidad (quién sabe cuándo fue la última vez que comió) con mi rodilla en la boca. No la perdí de milagro, o más bien porque hice lo que debía hacer. Si todos los animales del reino –excepto, quizás el tigre- tuvieran otra cosa en la cabeza que no fuera escapar, ya sabrían como acabar con este monstruo en particular. Me inclino sobre él y meto mis dedos en sus cuencas para cerrarlos en torno a sus globos oculares. Abrió su boca y yo quedé libre, pero aún tiré de sus ojos. El tendón que los unía a su cerebro era un poco resistente, pero empleé un poco más de fuerza y estos cedieron para quedar inertes en mi mano. El cocodrilo se retorcía de dolor y yo aproveché para arrastrarme fuera del agua. Subí la loma de terracería que rodea la presa, enterrándome algunas espinas en el transcurso sin darme cuenta (pues ningún dolor se comparaba con el que sentía en la rodilla). Me senté en ese lugar y contemplé el agua turbia ligeramente pintada de rojo donde el cocodrilo se movía inquieto por el dolor de sus ojos.

Me quedé sentado en ese lugar hasta que el sol se puso y el cocodrilo dejó de moverse. Quedó de lado, con una pata alzada al cielo. Entonces volví a entrar al agua, lo tomé de la cola y lo arrastré fuera de la presa. No he escuchado de ningún lugar donde esto sea una costumbre, ni siquiera he escuchado cómo se haga (si es que se hace), pero tenía hambre, y es en todo lo que podía pensar. Las serpientes comen cocodrilo, igual que los tigres, y, en lo que a mí respecta, en este mundo, humanos y animales no son tan diferentes. Es comer o ser comido. Es vivir para morir. Es adaptarse o perder la fe. Lo dice la rata que se comió a mis perros en mi casa, lo dice las hormiga que vi bajo la lluvia, lo dice el carnicero, lo dicen las garrapatas que se alimentaban del perro para luego alimentarse de mí; la araña sobre aquel cerro diría un amen. Así que esa noche, mientras el brazo se alargaba más y más en el oriente para alcanzarme por fin, y otro satélite de comunicaciones se salía de su órbita y caía a la tierra, yo aprovechaba para sanar mi rodilla y darme un festín poco común, ignorando la poca higiene o salubridad que esto pudiese suponer.

No es que fuese a volver a comer en una mesa y con mi familia, o que esta fuese la forma en que me alimentaría de hoy en adelante; es solo que, por un minuto, mientras arrastraba al animal fuera del agua que muy probablemente me plagaría de hongos en un futuro nada lejano, por fin me sentí… como parte de este mundo, y esa sensación no es agradable. No puedo quedarme en este lugar, pues si lo hago, me perderé para siempre. No puedo quedarme en este mundo.

— Via Creepypastas

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