Mi perro

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Mi perro es el mejor. Mi perro es el más lindo.

El día que volví a mi antiguo hogar y me encontré con la televisión encendida con un documental antiguo sobre brujas y bosques malditos, me di cuenta de que no había por qué sentir temor a lo que uno encuentra en su país natal, y que viajar a Filipinas realmente había alterado mi percepción de la realidad. Pero en Estados Unidos, el peor temor que podías tener era a ladrones y alcohólicos, y en definitiva, el refresco del aire acondicionado situado en la sala de estar también había disipado todos los temores que había cultivado lejos de casa.

Aun así, la sorpresa más grata fue descubrir que mi habitación no había sido ocupada mucho tiempo por la abuela Lola. Aún persistía un poco del olor característico de las personas mayores, pero no importaba, porque ese pequeño recinto volvía a ser mío.

Ella decidió irse a vivir con mi cuñada, en su antigua mansión de madera resistente y polvorienta; dejándome la casa que había compartido años atrás con mis padres, y en aquel entonces, me quedé con mi hermano. Luego de haber regresado de un largo viaje, me instalé precariamente en una casa donde sólo vivía mi hermano, técnicamente. Viví un tiempo trabajando esporádicamente como escritor, trasladándome de casa en casa, viviendo con amigos y ocasionalmente, con la abuela Lola.

Durante las distintas escalas que hice en otros países, más allá de Filipinas, he conocido muchos estilos de vida, pero ninguno tan grato como el estilo provinciano que había llevado muchos años desde mi nacimiento; kilómetros de bosque virgen se habían extendido por carreteras, plazas, incluso edificios cercanos a la vegetación. La apariencia y el modo de moverse en esos lares era muy entretenido.

Una noche en que mi único propósito era echarme en un sillón que me pertenecía, mi hermano me llamó, vestido elegantemente, para rogarme que lo acompañara a visitar a su novia en casa de la abuela Lola. Sin lugar a dudas, me quejé y refunfuñé sin parar, pero al final, su rostro joven y compasivo me convenció, y partimos media hora después. Durante todo el trayecto, estuvo contándome que esa noche pretendía ofrecerle matrimonio a su novia, cosa que no me importaba demasiado, ya que llevaba años sin hablar con ninguno de los dos.

Si hubo algo que alteró mi mente esa noche, fue que frente a la puerta de la casa de la abuela había un hermoso perro mestizo, de pelaje suave, color caoba, surcado ocasionalmente por manchas oscuras. Carecía de collar, y no parecía ni triste, ni solitario, ni asustado, ni feliz; simplemente nos observaba con ojos solemnes de color miel. Mi hermano pretendía llevarlo dentro de la casa, y yo no podía estar más de acuerdo, pero algo en su mirada profunda me provocaba impotencia. Cuando él se acercó para acariciarlo y comprobar su agrado, él se alejó a paso lento, sin mirar atrás ni un segundo.

La visita fue inesperada y algo incómoda. Yo era el bastardo que andaba en medio de mi hermano y su novia para evitar la vergüenza, y eso se tornó molesto para mí, pero dentro de lo que cabe, la televisión que la abuela no sabía aprovechar fue un buen método para entretenerme. La noche transcurrió, dejándome a merced del sueño, tanto por la desgana como por el aburrimiento. Antes de darme cuenta, había pasado tres horas sentado frente a la televisión, y salvo la abuela, que ya habría de estar dormida en su habitación por aquellas nueve de la noche, sólo la joven pareja se mantenía activa, conversando en el comedor.

Fue entonces cuando escuchamos el primer grito, que me dejó paralizado, hasta que mi hermano me tomó del brazo y me sacó a rastras a la calle para saber de dónde provenía. Fue tan aleatorio como desgarrador, pues ni los automóviles habían transitado mucho por las calles ese día, y el silencio nocturno era un placer que no se disfrutaba todos los días.

Corrimos por todas las aceras cercanas en busca de algún indicio, un sollozo, una patrulla de policía que nos indicara de dónde provenía aquella voz. Pero ni siquiera los vecinos se habían asomado por las puertas o las ventanas. Casi parecía que sólo nosotros la hubiéramos escuchado.

Antes de darnos cuenta, nos encontramos en una plazoleta en el centro del barrio, donde se habían puesto cuidadosamente adornos de piedras preciosas, y se amontonaban personas hablando en lenguajes extraños, muy similares al filipino al cual me acostumbré precariamente, en un tono que los hacía parecer canciones. Sus ropas eran extrañamente corrientes, y la única anormalidad eran los… ¿gorros? hechos de joyas y metales valiosos. Pude deducirlo apenas los vi de lejos. Formaron círculos extraños en torno a una especie de tarima de piedra, situada en el centro de la plazoleta.

Y el objeto al cual adoraban, o bien al que estaban prestando atención en esos momentos, era perfectamente visible a través de la ronda, sus brazos y sus piernas: era un perro de pelaje caoba, hermoso, de porte noble, que seguía sosteniendo su solemnidad pese a estar envuelto en fuego. Pues eso era lo que aquellos maniáticos querían ver. Una fogata utilizando aquel precioso animal como combustible. Sin embargo, a pesar de encenderse sus puntas ocasionalmente, el perro jamás se quemó, ni se inmutó, en todos los minutos que estuvimos observando. Los cánticos habían frenado.

Entonces, la mirada inerte y descentrada del perro por fin se fijó en un punto: en la mía propia.

Toda hermosura que había transmitido antes, toda sensación de respeto que uno podía tener por un animal tan perfecto, se esfumó, y fue reemplazado por el miedo más profundo y natural que alguna vez pude haber sentido. Pues su mirada era grave. Y sus ojos, negros.

Soltó un único y potente ladrido cavernoso, cuyo sonido adquirió una sola dirección: la nuestra. Sentí las vibraciones y el mismo aire golpeando mi cara y echándome hacia atrás, mientras todos los allí reunidos se volteaban para observar nuestros rostros aterrados. Nadie dijo nada por un par de minutos, ni ellos, ni nosotros. No nos molestamos en intentar escapar. Al fin y al cabo, el miedo nos paralizaba, y no llegaríamos muy lejos con semejante cantidad de gente. Todo mi cuerpo estaba cubierto de sudor nervioso, y mi hermano se encontraba con los ojos desorbitados y los cabellos erizados.

Quizá habríamos estado allí por más tiempo, considerando un plan para escapar, pero una mujer delgada y esbelta gritó desde la distancia:

¡Él es quien se atrevió a mantenerse erguido frente a Samael!

La coordinación bajo la que habían estado trabajando y orando frente al animal se desvaneció en un segundo, y la agresividad se esparció entre la multitud como una plaga, sin discriminación, vergüenza ni un segundo para respirar; nosotros no éramos los enemigos en común, y más bien pocos de los lunáticos se habían alejado de la plazoleta para darnos caza. Ellos estaban enfrentándose entre sí, a puños, cuchilladas, mordidas y patadas, superponiéndose los vencedores entre los cadáveres sanguinolentos, formando una masa de cuerpos humanos que se agredía a sí misma.

El perro se había subido en determinado momento de nuevo a su tarima, colocada por algún, irónicamente, lunático que se mantenía cuerdo aún, y observaba la masacre pacientemente; los gritos desgarradores de algunas personas me hicieron entender por qué se había iniciado tal revuelo entre los seguidores de “Samael”.

Perdónanos, Samael , gritaban, Perdónanos, Gran Padre , ladraban, Nos entregamos a ti en forma de corderos, de carne, de alimento, sólo para ti, ¡así que perdónanos!.

Mi hermano, que había permanecido en silencio, acurrucado detrás de unos arbustos, dejándome a mí la protección de ambos, se levantó apresuradamente y señaló al maldito animal que presenciaba el improvisado coliseo desde hacía varios minutos; algunos trozos de carne, o piel mejor dicho, se desprendían de los cuerpos caídos y se deslizaban por el suelo hasta llegar a la tarima, adhiriéndose al pelaje del perro como si se tratara de un abrigo. Poco a poco, el pelo color caoba se desprendió hasta que la piel cubrió del todo la superficie. Un nuevo ser, recién nacido, más terrorífico y más letal, se alzaba frente a todos sus adoradores.

Lo único que puedo describir con exactitud de aquella escena fue la progresiva pérdida de quietud del animal esotérico, que nos mostró sus dientes amarillos y delgados con una mueca de ferocidad. Su fuerza y agilidad se volvieron temibles en una fracción de segundo. Y se abalanzó sobre nosotros, ennegreciendo definitivamente nuestra consciencia.


Miré por la ventanilla instintivamente, ignorando en qué momento me dormí teniendo a mi lado a aquella anciana con olor a incienso y perfume barato. El viaje era ciertamente corto, pero junto a semejante personaje cliché, se había hecho insoportable, pues técnicamente me obligó a contarle las razones de mi viaje, mi destino, y mi vida entera. Odio ese tipo de personas. Sin embargo, ella se encontraba igualmente dormida, y eso me facilitó la relajación rápidamente.

Al menos, hasta que miré mis brazos colgando de mis hombros, cubiertos de sangre, mangas de camisa y chaqueta desgarradas. En los pocos trozos de piel que se veían a través de los agujeros, no había herida alguna. Pero eso no fue mi foco principal de atención.

En el bolsillo de mi chaqueta, había un papel amarillento que no estaba allí antes.

Era una especie de nota de adopción de un refugio localizado en Filipinas, sitio del cual había partido horas atrás. No recordaba haber adoptado a ninguna mascota durante mi estancia en las islas, sí haber visitado refugios de animales, mas no llevarme ninguno.

La nota no decía nada, salvo el nombre del refugio, y el nombre del perro adoptado: Samael.

Busqué en el resto de bolsillos de mi ropa hasta toparme con un sobre soso y pequeño en el bolsillo trasero de mi pantalón, que en su interior albergaba un par de fotos del perro recientemente adoptado por mí. Es hermoso , me dije a mí mismo, mientras observaba hipnotizado su pelaje caoba y sus ojos de miel. Sin embargo, las fotos fueron haciéndose progresivamente más desagradables de ver; en una, el perro sonreía de forma casi humana; en otra, sus ojos miraban directamente a la cámara, casi como si estuviera consciente de estar siendo fotografiado; y en la cuarta, sus globos oculares se tornaron negros y profundos.

Una vez me volví incapaz de seguir revisando aquellas fotos, me decidí a buscar en la memoria de la cámara que había llevado conmigo, en busca de fotos con mejor resolución, con la esperanza de que las imágenes físicas hubieran sido manipuladas. Pero… ni siquiera había imágenes nítidas. Y lo único que podía distinguirse entre la cantidad de fotos borrosas eran figuras humanoides en torno a una luz brillante, lo suficiente para saturar el lente de la cámara.

Entonces, todo volvió a mí. Todo lo que había vivido escasos minutos antes del despertar sorpresivo en el avión. El extraño rito y el culto adorador del canino, un precioso animal doméstico llamado Samael , las decenas de vidas perdidas rogando su perdón, y sus dientes profundizando en mi rostro. Me sentí aliviado, por primera vez, de haber permanecido desconcertado e ignorante respecto de mi situación, y hubiera preferido enterarme una vez hubiera arribado en Estados Unidos.

Me obligué a mí mismo a investigar más sobre los adeptos a ese perro. Seguí hojeando en las fotos que tenía guardadas en el bolsillo de mi pantalón, incitándome a mí mismo a tragarme el vómito que asomaba por mi garganta; cada imagen era peor que la otra, cada una más siniestra que la anterior, y mis manos temblando lo corroboraban. ¿En qué punto se me ocurrió adoptar un animal estando en posesión de esos documentos? ¿Qué clase de ataque de locura me persiguió cuando, consciente de lo que esas fotos significaban, decidí comprarlo y enviarlo a mi hogar? Mi propia estupidez me dejó atónito.

A partir de la duodécima foto, el panorama consistía en la cama de un convaleciente ( Posiblemente el dueño anterior de Samael , me dije a mí mismo) siendo acompañado por el animal, de rasgos humanamente aterradores y pura, pura consciencia de quien estaba viéndolo tras la cámara. Cuando llegué a la vigésima foto, la cual era sólo la imagen del perro siendo acariciado por una mano arrugada y huesuda, me percaté de que tenía un mensaje escrito en letra rápida detrás de ella. Lo leí con morboso interés.

_ Gracias por adoptar a mi pobre perro, a mi adorado Samael. _

Luego de eso, tuve que buscar el resto de las memorias en la pequeña pantalla de la cámara. Pareciera que tenían un orden específico, pero yo no podía descifrarlo. Muchas de las imágenes consistían en cadáveres de personas decapitadas o mutiladas en las extremidades, o bien, llorando solemnemente, codo a codo con los cuerpos colgados precariamente. El perro parecía casi una pegatina en ese punto, pues estaba en la misma postura en todas las fotos, y había perdido toda cualidad o expresión característica de un ser con cerebro. Simplemente observaba un fondo vacío tras la cámara.

Cuando la anciana sentada a mi lado consiguió desperezarse e inmiscuirse, como la chismosa que era, en mi corta investigación, me percaté de la razón de existir de aquellas fotos horriblemente manipuladas.

Estas fotos son horribles… ¿no le parece? , le pregunté, pretendiendo no saber nada acerca de ellas y fingiendo una expresión severa. Ella pestañeó varias veces frente a la foto antes de mirarme directamente a la cara, y contestarme:

Pero… todas las personas aquí son perfectamente normales, muchacho

De la misma forma que ella lo hubo hecho segundo antes, pestañeé con fuerza y rapidez, hasta que todo el panorama del avión se hubo aclarado y adaptado a la realidad. Aquella señora chismosa tampoco tenía cabeza, ni manos que se apoyaran sobre las piernas carnosas; la mayoría de pasajeros carecían de cabeza, o la mitad de ella había sido atravesada, mordida o arrancada. Pude ver algunos ojos colgando de sus bocas, como si hubieran decidido comérselos tras quitárselos.

Sonreí instintivamente. Porque me di cuenta de que esa no era la realidad. Yo era quien estaba mal. La vieja molesta sentada a mi lado habría de estar observándome y preguntándose por qué miraba al resto de pasajeros con terror, y cubierto de sudor; pero ninguna palabra hubiera sido suficiente para convencerla de lo que estaba ocurriendo.

Y la posición estática del perro en las fotos cambió rápidamente. Comenzó a moverse, acercándose a la cámara, pero nunca finalizando su recorrido. Decidí aplastar el aparato con un pie, y levantarme para ir al baño y replantear mi situación; pero una vez me encontré tambaleándome por el estrecho pasillo entre mi asiento y el baño, la imagen del perro caminando nunca pudo ser más vívida: porque él estaba frente a mí. Y sonreía maliciosamente, mientras sus pelos chamuscados surcaban los pocos agujeros entre los trozos de piel humana arrancada y pegada a la superficie de su cuerpo, y sus ojos negros me atravesaban sin piedad.

Su aura irradiaba un olor nauseabundo, y pude ver en su pelaje el color de la muerte misma. Un color que jamás podrá ser descrito apropiadamente. Con todo el cariño del mundo, no acorde a su figura terrorífica, se acercó a mí y comenzó a restregar su cuerpo contra mis piernas, reclamando algunas caricias. Se las di, sin mirarlo directamente, mis dedos estaban siendo raspados por la piel seca.

Su forma de expresar amor y protección hacia su dueño no podría significar otra cosa. Había cometido un grave error al siquiera prestarle atención la noche en que mi hermano y yo fuimos a visitar a mi cuñada y a la abuela Lola. ¿Dónde estaría él en ese momento? Quizá proponiéndole matrimonio a su novia, esperando por mi regreso a Estados Unidos, retrasado por la adopción repentina de un perro hermoso, de pelaje caoba. ¿Qué habría sido de todos los ciudadanos masacrados en tanto duró el rito del perdón? Quizá habrían sido enterrados dignamente tras recobrar su conciencia como humanos. Y yo estaba parado en el pasillo de un avión, tambaleándome, con los pasajeros observándome extrañados, acariciando a un animal endemoniado que seguramente no estaba ahí.

La noche que se me confirió un animal bañado en sangre, oscuridad y aterradora belleza, un anciano filipino estaba abandonando este mundo satisfactoriamente, porque estaba consciente de que un demonio había sido confinado de nuevo en una jaula. Yo era su dueño, y a la vez, su jaula. Él no me dejaría porque yo debería brindarle cariño a partir de ese momento, y si yo desaparecía sin conseguir un dueño antes para él, el mundo se vería sumido en el caos absoluto.

Todo fue claro para mí. Entendí por qué la letra del mensaje escrito tras la vigésima foto, precisamente, la frase _ a mi perro, a mi adorado _ difería ligeramente en caligrafía del resto del mensaje. Porque yo había escrito sobre ella tras borrar el mensaje original, en un intento vano de aliviar el peso de conocer mi destino como el cuidador de un tal… Samael. ¿Cuál era el mensaje original? Yo no lo sabía.

Intentando no hacer expresiones raras por el olor que los cuerpos mutilados de los pasajeros desprenden, me senté en el mismo lugar que antes, pidiendo disculpas a un hueco donde debería de estar la cabeza de la anciana chismosa que me acompañó durante todo el viaje. Ante mis ojos, sólo era un trozo de carne gorda y arrugada con ropa. Pero ella estaba allí, y habría de estar ofendida por la huida repentina.

El animal sentado frente a mí me gruñe, exigiendo más amor. No se lo niego. Ha de lucir raro que un individuo acaricie un espacio donde los demás no ven nada, pero no me importa.

Es un perro hermoso, ¿verdad?

Lamió mi mano como una muestra de afecto. Me sorprende la belleza con la que me cautivó la primera vez, oculta tras una crisálida de tejidos humanos, pero que puede ser vista a través de sus ojos negros. Él es hermoso, aunque no te des cuenta, a primera vista.

Algún día, otro amante de los animales, precisamente de los caninos, será atrapado por su hermosura y pasará a convertirse en su guardián en tanto dure su vida. Más le vale darle todo lo que necesite, acariciarlo antes de irse a dormir, comprarle el alimento más caro que encuentre, y nunca dejarlo fuera de casa. Más le vale asumir sus deberes como cuidador del mismo Samael. Más le vale buscar un nuevo dueño, mantener su cordura hasta el momento de hacerlo, y morir sin haber pensado jamás que adoptarlo fue un error.

Porque él es un perro hermoso. Es mi perro. Es mi adorado Samael.


Corrector: Naaga

— Via Creepypastas

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