Dibujo a lápiz

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Romina, amiga de mis padres y mi amante por un tiempo, vivía en Cuernavaca. En la época de mi relato, Romina tenía cuarenta años, mientras que mi edad rayaba en los veintisiete. La conocí en la ciudad de México. Visitaba a mis padres.

Decidí quedarme en su casa por un tiempo. Romina precisaba compañía, según me dijo, y con placer me aceptó como huésped. Me habitué a que me hiciera de comer, a que me diera masajes, etcétera. Las cosas habrían marchado sobre ruedas de no haber sido por la tendencia de ella a contar sus malditas visiones. Las tenía a cada rato, según parecía y, luego de contármelas, se inundaba de tequila y vodka y dormía durante un día entero. Cierta vez me aproveché de su inconsciencia para averiguar qué había en el cuarto de la planta alta que comúnmente estaba cerrado.

En vano traté de abrirlo con las manos, y preferí no usar herramientas porque no estoy hecho para labores pesadas. No me importaba mucho lo que pudiera haber en ese sitio; pero tenía que arreglármelas para no morir de aburrimiento. Como, luego de nuestras largas sesiones sexuales, yo perdía el sentido, tardé en darme cuenta de que Romina se valía de mi sueño para encerrarse en el cuarto misterioso. Una noche desperté porque debía orinar y no vi a Romina a mi lado; la busqué unos instantes y al punto vi luz bajo la puerta cerrada. Intenté abrirla, pero fue imposible.

—¿Estás ahí? —pregunté.

—Sí —respondió Romina—. Ahora voy.

—Déjame entrar.

—¡No! Ahora voy.

Con tal de no orinar en el pasillo, no insistí. Cuando salí del baño descubrí que Romina había abandonado el cuarto cerrado y ahora me esperaba en la cama. Me acosté junto a ella. Me abrazó y empezó a besarme el rostro. No bien me dejó en paz los labios, le pregunté qué diablos había en el cuarto que acababa de dejar.>—No hay diablos —respondió—, sino visiones celestiales. No prolongué la charla, pues estaba cansado y molesto y dispuesto a dejar a esa infeliz en breve.

A decir verdad, mi deducción fue que Romina se encerraba en el sitio aquel para drogarse y, así, tener las alucinaciones que para ella eran “visiones”.

Paseaba por la ciudad un día, a solas, cuando vi una tienda que me llamó la atención; se trataba de un sitio donde vendían disfraces y maquillaje para celebrar el Día de los Muertos. De inmediato planeé jugarle una mala pasada a mi amante: darle una visión que no olvidaría jamás. Adquirí un estuche de maquillaje. Volví a la casa y escondí mi adquisición en el vestíbulo. Romina estaba en la sala; pálida y temblorosa, parecía una enferma mental atravesando una crisis terrible. Me vio, corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello. —¡Vi algo horrible! —exclamó—. ¡Horrible! Me desasí de su abrazo y, mirándola con intenciones asesinas, le espeté: —¡Estoy harto de tus estúpidos desplantes de visionaria! La arrojé contra el sofá.

Entonces decidí hacerle la vida miserable durante el resto del día. Ponerla fuera de combate me permitiría preparar mi acto sin inconvenientes. La llevé a nuestra habitación, donde la até de pies y manos. Ella me pedía que no le hiciera eso, pues temía que su última visión se le apareciera de nuevo. La amordacé para no oír más idioteces.

Rompió a llorar. Yo reía mientras ella se retorcía y gemía y me miraba suplicante. La dejé sola. Sentado ante un espejo, abrí el estuche de maquillaje y pasé casi toda la tarde ocupado. Conforme más me maquillaba, más disminuía mi presencia de ánimo. Parecía que esa habilidad para el maquillaje no era mía, sino que me estaba siendo infundida por alguien o algo más. Temblé, pero no me detuve. No podía detenerme. Terminada mi obra, mi corazón dio un vuelco. Me veía horrible, espantoso, inimaginablemente amenazador. Parecía un demonio exiliado del Infierno. A todo esto, el clima se había puesto borrascoso; vientos frescos habían sucedido al calor y la apariencia de las nubes presagiaba una tormenta, que no tardó en comenzar. Decidí proseguir con tal de quitarme el maquillaje lo más pronto posible. En cuanto me levanté del asiento, la luz se fue.

Ebrio de horror, me quedé inmóvil, y estuve a punto de desmayarme cuando oí un grito venido de nuestro cuarto. Frenéticamente removí el maquillaje, seguro de que esta vez había ido demasiado lejos. Bastante era lo que sufría Romina gracias a su demencia, como para que yo le hiciera pasar un momento que tal vez la mataría de horror. Pero ¿fue sólo la piedad lo que me movió a deshacer lo que me había tardado horas en hacer? No. Fue el terror.

Yo estaba medio muerto de miedo ahí, a oscuras, con la cara llena de un maquillaje escalofriante. Tras haber creído que poco de aquella plasta había permanecido en mi rostro, me lancé escaleras arriba, no sin haberme golpeado las espinillas tres o cuatro veces. Me sentí más que extrañado cuando vi que había luz allá arriba, en el cuarto que comúnmente estaba cerrado con llave, y que ahora se encontraba abierto. Entré. No sé cómo se había desatado Romina. Ahí estaba, libre; se hallaba arrodillada, con la frente al suelo, delante de una imagen providencial escoltada por muchas velas encendidas. Fui incapaz de abrir la boca.

Entonces la luz volvió y, en ese recinto que había estado prohibido para mí, me vi rodeado de imágenes, de dibujos hechos a lápiz que tapizaban los muros. Así consignaba mi amante las visiones que decía tener. Eran dibujos muy bien hechos, con calidad artística. Me acerqué a Romina y le toqué un hombro. Dio un respingo y a rastras se alejó de mí, jadeaba, me miraba con los ojos muy abiertos. Su horror no tenía límites. Vi algo al sesgo. Sobre un escritorio rústico, en el que Romina debía de pasar horas dibujando las visiones que tenía, había un pliego grande, recién terminado. Ahí había otro dibujo hecho a lápiz, un retrato o un producto de la imaginación, no lo sé. Sin embargo, juro que esa imagen era exactamente igual a como yo me había visto hacía rato, una vez que terminé de maquillarme. —La vi hoy —confesó Romina—, antes de que llegaras. Sentí mucho frío.

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