La bruja y el ermitaño

El Puente Negro
El Puente Negro

Para entender un poco esta historia, estaría bien que leyeran primero El pastor y el demonio, otra de mis historias. No es obligatorio, pero esto para que quede claro de quién estamos tratando, y para que se sientan familiarizados con este hombre de mediana edad, de barba larga, apenas unas canas en su cabellera y mirada cansada que cruzaba la sierra de Chihuahua aquel noviembre de 1961. Había salido de Creel y tenía intenciones de caminar hacia Ciudad Juárez, y por lo que ya les conté sabrán que podía hacer eso. Hubiera llegado rápido, pero algo con lo que él no contaba sucedió.

Era de noche. Él sabía moverse muy bien en la oscuridad, así que no tenía problemas para andar por el irregular bosque montañés. La luz de la luna perforaba los árboles por aquí y por allá, y el bisabuelo… bueno, él jamás había perdido el sentido de la dirección. Andaba por entre la maleza apoyándose en su bastón sin problemas.

De pronto, un frío lúgubre recorrió su espina, algo que no era muy común. Pudo sentir una perturbación en el bosque, como una sombra de un mal conocido. Tuvo un muy mal presentimiento incluso antes de ver el espectro de la fogata que surgía del cerro que se alzaba frete a en el que él estaba. Sabía que él no tenía vela en ese entierro, pero algo lo obligó a andar en esa dirección. No estaba totalmente seguro, pero a medida que se acercó lo estuvo cada vez más y más: muy por debajo de los ruidos del bosque se escuchaba el llanto de un bebé. Apresuró su paso hasta que el llanto se hizo aún más audible y, en el fondo, un coro de susurros se hizo presente. Las nuevas voces llenaron el bosque y la sierra, hablando de cosas horribles y monstruosas.

Poco a poco, la densidad del bosque fue desapareciendo hasta que el bisabuelo pudo ver la enorme hoguera. Esta estaba en un pequeño claro, y desde el interior de ésta había un zumbido constante, como si estuviera dentro de un panal de abejas. Por debajo de este zumbar, se seguían escuchando los agudos quejidos del infante, y, por debajo de estos, el coro de susurros que seguían pronunciando sus blasfémicas oraciones.

Fue hasta que dio un rodeo que el bisabuelo pudo ver, al otro lado de la enorme llama de la hoguera, una congregación de cuerpos desnudos que le daban la espalda. Se reunían en torno a un punto, y de ese punto surgía el llanto. En cuanto el bisabuelo puso pie en ese claro y la luz de la hoguera lo tocó, el zumbido se detuvo, e inmediatamente después de él, los susurros. Todos los cuerpos se giraron hacia él lentamente. Todas eran mujeres, casi todas jóvenes, y casi todas de incomparable belleza. Y todas tenían una mancha de sangre en el rostro. Clavaron sus ojos en él y él hizo lo mismo. Se acercó un poco más y pudo ver el origen de la sangre así como también del llanto. Era una bebita de si mucho cinco meses, que tenía toda la mitad inferior del cuerpo batida de sangre. Estaba en medio de todas aquellas hijas del diablo recostado contra una piedra en forma de molcajete, en la que se acumulaba su sangre. No dejaba de gritar de dolor.

El bisabuelo, alarmado por la imagen, se apuró a atravesar ese aquelarre demoniaco y tomar al bebé de la piedra en la que se encontraba, sin miedo a lo que le pudiera pasar. Las brujas no dijeron ni hicieron nada hasta que el bisabuelo hubo salido del claro y del alcance de la fogata. Entonces, pudo escuchar sus rizas, primero reluctantes y luego cada vez más confiadas e histéricas.

No les prestó mucha atención en ese momento porque estaba muy preocupado por la salud de la bebita. Toda la piel de su piernita derecha había desaparecido. Podía ver el hueso de su piecito. Le sorprendía que siguiera despierta. Supo de inmediato que no se iba a salvar porque la intensidad de su llanto había decaído. Era natural, tomando en cuenta la cantidad de sangre que había en la roca de la que la había recogido. Él sabía que la pequeña ya estaba sentenciada a morir incluso antes de que hubiera podido ver la fogata en el bosque. Se la llevó tan lejos como pudo de aquel fuego, usando una mano para cargarla y la otra para apoyar su bastón.

Al poco tiempo, la bebita dejó de llorar y él, que en su vida había podido manipular muchos aspectos de la naturaleza, pero que no tenía ningún poder sobre la vida, no pudo evitar lo inevitable. Se escuchó tratando de convencer a la bebita de que aguantara, que podrían salvarle la vida si llegaban al pueblo; no tuvo caso, porque la bebita estaba dando sus últimos suspiros. Sus ojos ya estaban cerrados. Su pulso era ya casi nulo. Su pancita subió y bajó sus últimas veces. El bisabuelo se apoyó contra un árbol y se sentó con la pequeñita en sus piernas. Entonces, la pequeña dejó de moverse.

Mi bisabuelo lloró amargamente ahí sentado, con el cuerpecito inerte en sus piernas. Se permitió tan solo unos momentos, de dolor, porque las risas de las asesinas inmundas se acercaban. Y no era como si se acercaran de una dirección en específico, sino que parecían venir de todas partes. Ora escuchaban a lo lejos, ora muy cerca, ora como si estuvieran ahí a su lado, ora como si estuvieran encima de él. Se burlaban y se desplazaban por todas partes como si estuviesen hechas de aire.

No le importó a mi antepasado. Se tomó la molestia de arrancar parte de su camisa para enredar el cuerpecito en ella. Cavó con sus manos una buena zanja en la tierra al pie de ese árbol, y en él depositó a la pequeñita a la que ni siquiera había conocido pero a la que jamás olvidaría. Al tener él una hija (mi abuela), le dolía pensar que la criaturita tenía una familia que jamás sabría qué fue de ella.

Alrededor de él, las risas de las brujas proseguían, sólo que parecían ya no alejarse tanto y acercarse a él cada vez más. Mi bisabuelo todavía se tomó la molestia de dedicar una oración católica de cinco minutos a la pequeña por encima de las burlas. Al levantarse, las encontró a su alrededor. Ya no reían, lo veían en silencio. Las ignoró una vez más y las pasó por alto.

Nunca entendí por qué lo dejaron ir, pero creo que lo hicieron porque no pensaban que fuera a lograr escapar del bosque. Pero antes del amanecer, el abuelo ya había salido de la arboleda y seguía su camino al norte de la sierra de Chihuahua. El camino consistía en una amplia planicie con tan pocas irregularidades que podría decirse que era uniforme. El bisabuelo la seguiría hasta llegar a Madera para descansar.

Como sea, sus planes que ya de por sí habían sido alterados se vieron cambiados una vez más. No se dio cuenta de esto hasta ya casi medio día, cuando el bosque había quedado muy atrás.

Pero desde que sintió la presencia extraña a sus espaldas supo de qué se trataba; no creía que las hijas de Satán lo dejaran ir así como así. Ese fue el inicio de lo que él creyó un juego de voluntad. Ignoró esa sombra a sus espaldas durante todo el día. No miró atrás ni siquiera para cerciorarse de que estaba en lo cierto. ¿Se convencería de lo contrario si volteaba y no veía nada? Probablemente no. Las brujas de esa naturaleza eran muy astutas, muy poderosas y sobre todo muy malignas. Él no quería tener nada que ver con las de su clase. Eran unas asesinas y consumidoras de vidas.

Eso no evitó que terminara viéndola. Fue cerca del final del día, justo después de poner su fogata para pasar la noche. Ahí estaba ella, no muy lejos del fuego, apenas recibiendo parte del espectro de las llamas en su piel desnuda y pálida; una bella joven de apenas unos dieciséis años de rubios y largos cabellos, grandes y penetrantes ojos verdes. Estaba sentada con sus piernas cruzadas ante ella, y no hacía nada más que mirar al bisabuelo. Él le dedicó una breve mirada, pero la ignoró el resto de la noche. Es verdad que no pudo dormir tan bien como le hubiese gustado, pero no se inmutó más por su presencia de lo que se hubiese inmutado por una polilla o una cucaracha.

Cuenta mi padre que, al despertarse al día siguiente, contrario a lo que hubiese esperado, ahí estaba ella otra vez un poco más cerca de los restos de la fogata. Estaba hecha un ovillo y, al primer ruido por parte de mi bisabuelo, se extendió como un resorte y se incorporó. Lo vio con sus grandes ojos que ostentaban inocencia y desasosiego. Había algo más en ellos, pero el bisabuelo no se tomó la molestia de averiguar lo que era. Se levantó y reanudó su marcha.

La travesía se repitió: anduvo todo el día hacia el norte sin detenerse, y aunque al principio el sol estuvo en su hombro derecho y al final del día, en su izquierdo, siempre tuvo la noción de que su sombra estaba detrás de él. La chica le siguió a cada paso que dio y a la misma distancia y el bisabuelo no hizo más que ignorarla.

Hubo deslices, desde luego. Al segundo día, por ejemplo: después de tres horas andando sobre la llanura, el bisabuelo, que se había sentado a retirar las abundantes espinas de las suelas de sus zapatos, fue vencido por la curiosidad de saber cómo le estaría yendo a la joven descalza. Al mirar atrás y verla ahí quieta, totalmente estoica y con las plantas de los pies convertidas en una masa sanguinolenta, un arco de compasión disparó una flecha de piedad contra su corazón… Pero el abuelo la bloqueó con el escudo de la indiferencia. Volvió a ponerse de pie y prosiguió con su camino.

El siguiente desliz vino durante la noche del tercer día. Estaba comiendo una liebre que había atrapado en el campo mientras se calentaba en la fogata, y dirigió otra mirada de curiosidad al otro lado del fuego. Ella tenía la vista clavada en su alimento. El bisabuelo la tenía en un concepto tan bajo que ni siquiera la veía como una humana, una muy hambrienta y resfriada humana. Comió hasta que no pudo más y luego enterró lo que le quedaba. No compartiría las sobras con ella ni por descuido. Se acostó y se acercó un poco más a la fogata, sin considerar si ella tenía frío también.

Así ocurrieron tres o cuatro días hasta que llegaron a una cadena montañosa, que el abuelo pensaba bordear para ganar tiempo. Fue cuando descubrió que ella era mejor escaladora de lo que él era, pues cada que trepaba alguna saliente o libraba alguna pendiente, ella ya lo había adelantado y lo esperaba más arriba, siempre era así.

La primera vez que la alcanzó en la primera pendiente, ella tan solo lo miró. La pasó de largo y prosiguió con su ascenso. La segunda vez que se la encontró cincuenta metros más arriba, ella le habló por primera vez: «¿Qué es lo que quieres de mí?». La siguiente vez que la encontró otros veinte más arriba, se lo preguntó una vez más: «¡Qué es lo que quieres de mí!», exclamó. Treinta metros más arriba, una vez más: «¿Por qué no me respondes? ¡Qué es lo que quieres!». Otra vez varios metros más arriba: «¿Qué es lo que tengo que hacer? ¡Qué quieres que haga!», gritaba con lágrimas amenazando con brotar de sus ojos. El bisabuelo no dejó que estos detalles le perturbaran y siguió su camino. Antes de medio día, ya había bordeado el cerro y seguía la planicie rumbo al norte. La bruja no dejó de atosigarlo con sus reclamaciones y sus preguntas por el resto del día y parte del atardecer. Se cansó ya caída la noche, cuando el bisabuelo ponía la fogata.

Ese día no había tenido suerte consiguiendo comida, así que se dedicaría a dormir. O eso hubiera sido si no hubiese acontecido lo siguiente. Poco antes de medianoche, un aullido penetrante rompió el silencio y puso en estado de alerta a la joven. El bisabuelo la vio mirando en todas direcciones de manera nerviosa, como un conejito. Sabía que había sido para ella. No pasaron ni cinco minutos antes de que aparecieran los coyotes en las proximidades. Y por la manera en que se aproximaban, el bisabuelo supo que no eran animales comunes. Venían directos, decididos, como con una misión.

La joven bruja miró hacia mi abuelo por encima de la fogata, luego hacia los coyotes que habían llegado desde el sur. Él se levantó alarmado por la imagen de los monstruosos animales, que sin sentirse alarmados por su presencia se le echaron encima a la joven.

Alguna vez había escuchado que las brujas en la antigüedad mataban a las desertoras que traicionaban al clan, pero nunca se había imaginado que presenciaría dicho evento en toda su vida. La joven gritó y gritó cuando los caninos le clavaron sus colmillos en el cuerpo y la arrastraron lejos de la fogata. Impresionado por la imagen, él se apartó un poco mientras veía a los coyotes -que no podían ser menos de seis- arrancar tirones de la piel de la joven mientras esta se bañaba en su propia sangre.

Un ruido que venía de detrás de él lo distrajo. Un coyote más, de pelaje gris y negro, estaba ahí junto a él, viéndolo con expresión hambrienta y despiadada. Tomó su bastón y se aproximó a la fogata, pero el coyote no pareció menos determinado a echársele encima. El bisabuelo ya había tratado con coyotes en el pasado, pero a él le constaba que ese no era un animal.

El monstruo le mostró los colmillos y se acercó un poco más, y un poco más.

Ya hemos hablado de cuan viejo era y su estado de salud, su estado físico y, por tanto, creo que todos se pueden hacer una imagen de aquel hombre, moreno, de piel curtida por el sol y algunas canas en su cabeza, un poco encorvado, de mediana estatura y nada impresionante. Si todos tenemos esa imagen en la cabeza, jamás podríamos imaginarnos cómo podía ser posible que las cosas le salieran siempre a la perfección. Pero así era. ¿De dónde sacaba esa precisión demoniaca? Aún es un misterio. La cosa fue que no tuvo que hacer nada más que alzar su bastón en el momento exacto en que el coyote se le echaba encima para que, sin más, este se introdujera en su hocico y, como el animal había tomado su impulso, la punta del bastón se le deslizara hasta la garganta. Al tocar el suelo una vez más ya era demasiado tarde. Intentó retroceder para sacarse la obstrucción del cuerpo, pero el abuelo avanzó con él y la empujó aún más adentro, y más, y más. Los chillidos lastimeros que se filtraron a través del bastón advirtieron al resto de la manada. Los otros coyotes se aproximaron a brindarle auxilio a quien más que probablemente era el líder de la manada, aunque ya era demasiado tarde. El animal tenía ya más de las tres cuartas partes del bastón del abuelo dentro de la boca para cuando los otros se dieron cuenta, estaba en el suelo haciendo ruidos de estrangulamiento. Al verlo, los otros se echaron a correr despavoridos hacia el sur.

El bisabuelo siguió mirando mientras la vida se le iba al animal traicionero. Parte de él tenía curiosidad de si, una vez muerto, su verdadera forma se revelaría. Había escuchado que había tribus que tenían el poder de cambiar sus formas a voluntad para parecer animales. Si ese había sido el caso, nunca lo supo.

Un gemido lastimero llamó su atención.

Se volvió hacia atrás. La joven, que ahora era un trozo de piel consciente batido en sangre, gemía de dolor en el suelo de aquel desierto. En el corto periodo que le perteneció a los coyotes, le habían arrancado tirones de piel de las piernas, de los brazos, de los costados y tenía también una enorme herida en el cuello que se oprimía con las fuerzas que le quedaban. Era ridículo ya que la sangre se le escapaba por todo el cuerpo y ella pensaba que por estar en su cuello, esa herida era más importante. Estaba echada sobre su costado bueno y tiritaba. Al rodearla, el abuelo vio que sus ojos estaban abiertos, pero contemplaban el vacío.

Nuevamente aclaro que no tengo ni la menor idea de cómo fue esto posible, pero antes del medio día, las puertas del hospital de San Ángel de la ciudad de Saltillo, Parral, se abrieron y entró un anciano fatigado y encorvado, y sobre los hombros llevaba a una muchachita de apenas unos dieciséis o diecisiete años, hecha un ovillo de carne y sangre. Seguía viva, pero no duraría si no se le daban las atenciones necesarias.

Los médicos inmediatamente se pusieron manos a la obra. Acercaron una camilla, la limpiaron, le dieron ropa, le regresaron la sangre que había perdido, le hicieron curación, le pusieron la antirrábica, la cosieron, etc. Obviamente la policía arribó a la escena de inmediato, y como el bisabuelo seguía en la sala de espera lo interrogaron. Él, como siempre hacía, contó nada más que la verdad. Como era de esperarse, la policía no le creyó nada y le dijeron que harían más averiguaciones acerca de él. Si han seguido la historia de mi bisabuelo sabrán que no le preocupaba en lo más mínimo la autoridad de la policía, pero igual permaneció en el hospital.

“¿Por qué?”, se preguntarán. ¿Por qué después de haberla ignorado durante varios días por todo el desierto de Chihuahua, se había tomado la grandísima molestia de llevarla ahora al hospital, de ponerse en la mira como el principal sospechoso, y todavía tener la compostura de quedarse en ese cuarto de espera, en esas incómodas sillas, rodeado por ese horrible ambiente médico, olor penetrante a cloro, por los siguientes cuatro días, hasta que ella volvió a estar consciente?

Obviamente no fue el primero en hablar con ella. Las autoridades se acercaron de inmediato a tratar de averiguar si él había tenido algo que ver con su condición. Pero ya fueran las autoridades, los médicos, las enfermeras, los psicólogos, etc. quien le hicieran preguntas, no salió ninguna palabra de su boca. No le dirigió la palabra a nadie, no dijo ni una sola sílaba. Se le interrogó por dos días y al tercero, las autoridades decidieron que no tenían vela en ese entierro. Si el bisabuelo tuviese algo que ver, no la habría llevado al hospital, en primer lugar.

Después de cuatro días el abuelo por fin pudo entrar en la habitación de la bruja. Eran aproximadamente las once y media de la mañana cuando entró y se sentó en la silla de las visitas. Ella se le quedó mirando. Fue exactamente a las doce con cuarentaicinco minutos que ella le dirigió las primeras palabras.

«¿Por qué me trajiste?», quiso saber. «Pues no se quería morir», respondió él. Ella respingó, quizá por escuchar la voz del bisabuelo por primera vez. Quizá no se imaginaba que su voz fuese tan… común.

«¿Ahora te importo?», había reproche en ella. «No sé. ¿Para qué quería seguir viviendo?» preguntó él.

Ella apartó la vista y se quedó en su lugar. Las mordidas no habían alcanzado su rostro, pero incluso así parecía una persona distinta a la que lo había seguido por todo el desierto y en definitiva era una persona totalmente diferente a la que había estado en aquel monte, formando parte de la congregación de hijas del demonio. Se veía como si su jovialidad se hubiese quedado con los coyotes.

«¿Qué voy a hacer ahora?», preguntó después de otros cinco minutos. «Haga lo que es correcto», le respondió él. Para ese entonces el abuelo ya se había convertido al catolicismo. Tenía su ideología ya muy firme en su religión. «Dígales lo que hizo».

Me gusta pensar que el bisabuelo ya lo había visto en sus ojos, me gusta pensar que en esos segundos que la vio a los ojos cuando ella se daba por muerta fue que de verdad se conocieron. Ella hizo justo lo que el abuelo le aconsejó; la siguiente vez que los doctores entraron a su habitación, ella lo confesó todo.

Los doctores quedaron paralizados cuando ella confesó pertenecer a una secta cuyas actividades iban desde lo elemental, como la fornicación con animales, hasta cosas tan graves como el asesinato en masa. Obviamente ignoraron todo lo que tenía que ver con lo increíble, pero definitivamente tuvieron que traer a la policía de vuelta por lo de los asesinatos. Ella les habló de los lugares en los que sostenían sus ceremonias, cómo asesinaban a sus víctimas, en dónde enterraban sus restos, y la parte más repugnante, qué hacían con las partes que les quitaban.

Con un gigante (gigantesco) acopio de valor, los policías tuvieron que hacer indagatorias en los puntos señalados por ella. Todo estaba ahí, toda la evidencia que la vinculaba con la masacre. Había restos de hombres adultos, de mujeres, de niños y, desde luego, de lactantes. (Más tarde, incluso se encontraría el cadáver de una embarazada.) De inmediato se abrió una carpeta para tratar de dar con sus cómplices, que eran todas las brujas del clan. Jamás las encontraron.

Todo el peso de la ley, entonces, cayó sobre ella. Cualquiera podría recordarla por los diarios o la radio si tuvieron uso de razón en los 60. Aunque recordarla es un decir, ya que se juzgó y se le sentenció como a la bruja sin nombre. Una jovencita sin nombre, sin historia, pero con más años de condena que letras en la sección de información personal en su reporte policial. La sociedad la condenó brutalmente. Las familias que tal vez o tal vez no se hubiesen visto afectadas por sus actos y los de sus hermanas diabólicas llegaron de los alrededores a unirse al coro que pedía que la quemaran como a lo que era. Las autoridades no lo permitirían, pero no se les ocurría ningún argumento de por qué no. Si ni siquiera el abogado asignado estuvo convencido de querer decir nada, ya ni el viejo argumento de «era joven y estúpida» porque la bruja no dijo nada para ayudarse a sí misma.

El bisabuelo se quedó en la ciudad para verla irse por el resumidero, lo que era una ironía ya que era quizá la única persona con sentimientos de simpatía por la joven. La sentencia fue inmediata y ella fue a una prisión para mujeres de la ciudad. Ahí su estadía se resumió a constantes abusos por parte de sus compañeras de celda. Obviamente muchas de las internas condenaban sus actos tanto o más que la sociedad afuera y ellas la tenían al alcance para castigarla.

El bisabuelo solía visitarla constantemente. Casi nunca se decían nada. Tan solo iba y la sacaba de su celda para estar con ella ahí, sentado, frente a frente. Quienes no sabían ¾ casi todos¾ juraban que era su padre y estaba demasiado avergonzado para dirigirle la palabra.

Eventualmente, el abuelo tuvo que volver a Ciudad Juárez, pero cada que tenía oportunidad viajaba al sur de Chihuahua a visitarla de esa manera tan singular y silenciosa. Con el tiempo las cosas se pusieron un poco más complicadas que sólo eso.

Ella siempre tenía nuevos moretones cada que el abuelo la visitaba, pero circulaban los rumores que muchos de esos no se los hacían las internas. Había sido cambiada de celdas constantemente porque sus compañeras se quejaban de ruidos muy extraños durante las noches. Algunas de las internas actuaban de manera hostil en su contra por ello, otras se espantaban, otras suponían que ella hacía los ruidos; pero si algo tenían todas en claro era esto: había algo muy antinatural en ella. Sin importar como reaccionaran a ello, a todas las ponía nerviosas. Los custodios de vez en cuando también escuchaban cosas que les ponían los pelos de punta en su celda, pero ellos estaban obligados a creer que era ella misma. Sin importar que se le separara de las demás, se le dieran medicamentos, se le atara a su cama, las cosas extrañas que le sucedían nunca terminaban. Los moretones y las heridas extrañas seguían apareciendo.

«¿Esto es lo que querías?», le dijo al bisabuelo en una de sus visitas en la que la encontró especialmente herida y en un estado deplorable. Sus mejillas estaban inflamadas, uno de sus ojos estaba totalmente teñido de rojo, una de sus fosas nasales parecía haber sido estirada hasta que se rompió, tenía un diente roto, estaba llena de moretones y su olor era asqueroso. Era… como si se estuviese degradando. «¿Es así como querías que terminara? ¿A esto se llega con “hacer lo correcto”? ¡Mírame! ¡Soy un monstruo!», le reclamó de una manera tan furiosa y levantándose de su silla; los guardias se prepararon para saltar sobre ella en caso de que se llegase a salir de control. «¡Hice lo que me dijiste que hiciera! ¡Dejé a las mías por tu culpa, renuncié a mi forma de vida, no he hecho más daño a nadie! ¡He dejado que me traten como a una mierda en este lugar desde que llegué y he soportado…! ¡Para qué he soportado tanto? ¡Cuál es tu puto plan! ¡Tienes idea de lo que sigue o nada más lo inventas mientras se te ocurren estupideces? ¿Ese es tu plan? ¿Qué muera aquí?»

El bisabuelo la escuchó hasta que terminó de desahogarse sin decir nada ni demostrar emoción alguna. «¿Qué quieres de mí?», preguntó ella otra vez.

«Sé que se puede ir cuando quiera. Si se quiere ir, váyase. Está aquí porque hay una fuerza mayor que la hace soportar. Está aquí porque está peleando. Por un lado está su existencia, por el otro está la existencia de su alma. Si sigue aquí es porque ya no está segura de cuál es más importante. Usted decide: ¿prefiere su vida ahora o su alma?»

Había muchas otras cosas que el bisabuelo quería decirle, pero se terminó el tiempo de visitas. No pudo decirle nada más ese día y pensó que podría quedarse hasta la próxima semana en el sur para volver a visitarla, pero hubo una emergencia familiar y tuvo que regresar a Ciudad Juárez antes de lo que esperaba. Pensó que podría volver en unas semanas para pasar un rato con ella, pero mi abuela estaba pasando por una mala etapa también. Digo esto para que quede claro que, a pesar de ser lo que era, el bisabuelo era un hombre de familia y la familia era la familia; no podía poner a nadie por encima de la familia.

Pasaron los meses y el bisabuelo no podía encontrar un espacio para volver a Madera. Tuvo que pasar casi un año para que la abuela estuviera lo suficientemente bien para que él se sintiera mejor dejándola por un tiempo mientras regresaba al sur a buscar a la bruja.

«Hace más de dos meses que ella ya no está aquí», le dijo la custodia al bisabuelo una vez que logró volver y acercarse a la penitenciaría. «Se la llevaron al reformatorio Ayotzinapa». Este lugar era una prisión de índole religioso. El abuelo de inmediato fue a ese lugar y pidió verla pero le explicaron que no estaba en condiciones de ver a nadie. Obviamente pensaron que era su padre. Una mujer vestida de monja lo escoltó a una de las habitaciones más alejadas del reformatorio, una habitación médica. En esta había cerca de tres camillas y sobre ellas había tres pacientes.

En la de la orilla había una paciente que, a diferencia de las demás, estaba atada a su cama por medio de correas y cinturones de seguridad. Era una mujer mayor de cerca de setenta años… o al menos era lo que parecía. Todo su rostro estaba desbaratado de golpes. Estaba calva en varias partes de su cabeza. Su cabello estaba enmarañado y tenía un terrible olor. Tenía moretones por todo su cuerpo, y una de sus piernas estaba enyesada hasta la rodilla. Respiraba a través de una mascarilla de oxígeno. La monja le puso una mano en el hombro para ver si estaba despierta y ella inmediatamente abrió los ojos. El bisabuelo inmediatamente vio que sus ojos ya no miraban en la misma dirección. Su ojo izquierdo lo miró a él y el otro seguía mirando la pared. Al verlo sonrió y él pudo ver, incluso a través de la mascarilla de oxígeno, que le faltaban bastantes dientes. Ella se retiró la mascarilla para poder ver cara a cara al abuelo.

«Tenías razón, siempre la tuviste: prefiero mi alma».

El bisabuelo llorando le llenó la frente de besos y ella también estalló en llanto y se abrazó a él. ¿Alguna vez han escuchado el llanto de una bruja? El bisabuelo sí. Dijo que, con todo respeto, era la cosa más hermosa que jamás hubiese escuchado.

Ella murió dos días después en ese reformatorio. Se le pagó una sepultura con dinero del estado, una muy barata. Ya fuese que hubiera muerto hace mucho tiempo, que ni supieran de su existencia o que ya ni les importara, ella no tenía familia. Nunca había sido visitada por nadie además del bisabuelo. Esa era la razón porque aquel día 10 de marzo de 1967, cerca de las cuatro y media de la tarde, un día nublado y lluvioso, al pie de aquella sencilla tumba en la orilla de aquel panteón municipal, tan solo se encontraba mi bisabuelo, dos monjas y un padre (que por cierto ya se estaban marchando puesto que ya habían concluido el ritual del entierro) para hacer acto de presencia.

Y… desde luego, estaba esa figura alta, encapuchada y de cuernos sobresaliendo de la capucha que se refugiaba a unos diez metros de la tumba, bajo un árbol, a quien el bisabuelo había hecho todo lo posible por ignorar desde que había llegado. Una vez se marcharon los religiosos, el bisabuelo se quedó ante la tumba con aquella presencia haciéndole compañía desde su lugar bajo el árbol. Así se quedaron por cerca de diez minutos hasta que percibió con el rabillo del ojo que aquella figura comenzó a moverse hacia él. Entonces se dio la vuelta y se alejó sin nada de prisa.

Pensaba en ella, en cómo la había conocido y en la persona en la que se había convertido. Entonces algo sucedió. Las nubes se apartaron un poco para dejar ver el sol del atardecer. Una suave y cálida luz lo bañó, perforando la neblina y haciendo centellar las gotas de lluvia que caían del cielo. Aquel día sombrío por un momento lució de un dorado hermoso. Entonces el abuelo lo supo. Se volvió con toda la intención y ya no vio a la figura encapuchada. Tan solo un montón de tumbas, entre ellas la de la bruja.

Todos hemos escuchado que al diablo no se le puede ganar, que es mejor dar la vuelta y alejarse de él. Pues yo creo que, si hay una forma de vencerle, el abuelo la descubrió ese día.

Obviamente con el paso del tiempo, esa tumba se volvió un lugar de culto. La gente la profanó de muchas maneras -destrozaron la cruz, ponían grafiti de «¡BRUJA!» en su lápida, la orinaban-, algunos dementes iban a hacer juegos satánicos en ese lugar; una secta incluso intentó exhumar su cadáver y lo hubiesen logrado de no ser por los oficiales que patrullaban la zona. Cuando se le hablaba de esto la respuesta del abuelo era la misma: hicieran lo que hicieran ya no había ninguna bruja enterrada ahí. Lo que se necesitaba salvar de ella ya había sido salvado y lo demás no importaba.

El abuelo peregrinó al sur a visitar la tumba de la joven varias veces antes de morir.

— Via Creepypastas

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