La casa embrujada de La Victoria

Allá afuera
Allá afuera

A finales de los años setentas, mi familia y yo regresamos finalmente a la capital. Mi padre era en aquel entonces un humilde detective, que logró con gran esfuerzo e intachable moralidad, ascender lentamente en su carrera policial. Su deseo de lograr su superación sin recurrir a otra cosa que fuera su honradez, había hecho que nuestra familia recorriese junto con él media docena de ciudades del Perú. Finalmente, había logrado ser destacado a Lima. Tras unas conversaciones con algunos camaradas de armas, se enteró de un pequeño departamento muy barato, en el peligroso distrito de La Victoria.

Mi madre recelaba vivir ahí y no era para menos: el distrito fue diseñado por un presidente del siglo XIX para ser el futuro centro de la ciudad, pero la tugurización lo convirtió en el más “bravo” de los barrios de Lima. Obviamente, temía lo que les podría pasar a sus hijos.

Tras conversar con el dueño, mi padre estaba más que dispuesto. Mi madre, por su parte, tenía algunas reticencias aún; papá terminó convenciéndola. Mi padre recibía un muy modesto sueldo del estado como Inspector. Trabajaba en la sección de “Fraudes contra el Fisco”, un área particularmente difícil; la corrupción era muy alta. Oficiales de menor grado que él se hacían de pequeñas fortunas a los pocos meses de trabajar ahí, y mi padre estaba dispuesto a vivir en una casa humilde para demostrarle a todo el mundo su honradez. El dueño, un alemán muy viejo apellidado Lynch, exigía que se realizase un contrato por 18 años; el motivo por tan extraño contrato nos es hasta ahora un total misterio.

A mi madre le parecía bien, ya que estaba cansada de cambiar de ciudad de residencia a cada rato. El alquiler era una ganga; era extraño que nadie quisiera alquilar ese departamento. Mis padres firmaron así el contrato gustosos y a partir de ese momento, pasamos a ser los inquilinos de la que nuestros nuevos vecinos llamaban “La casa embrujada de La Victoria”, cosa que descubrimos al poco tiempo.

Recuerdo cuando llegamos al departamento el primer día. Yo era muy chico, pero recuerdo todo: era un departamento muy pequeño (aún no me explico cómo entrábamos ahí mis padres, mis 5 hermanos y yo), de apenas dos dormitorios, una sala-comedor, baño y cocina. Estaba en un segundo piso: en el primero vivía el Señor Lynch y su esposa. La puerta que daba a la calle era de pesado metal forjado, que apenas se podía abrir hasta la mitad, y ocasionando un tremendo estruendo.

Ese fue el motivo de que jamás nos hubiesen robado esa casa mientras vivimos ahí: cualquiera que la abriese despertaría a medio barrio. Frente a la puerta había una inmensa y empinada escalera de escalones de mármol, que daba a la puerta de madera del departamento. Aún recuerdo hoy que cuando se subía, los pasos se sentían con un fuerte eco que retumbaba en tus oídos; te daba algo de miedo eso. El departamento era acogedor pero algo frío y sombrío. Lo que me aterró desde el primer instante fue el Señor Lynch: era alto, fornido, muy blanco, canoso y barbado; apenas hablaba español. Su caminar era pesado y lento. Jamás salía de su casa salvo para ir a nuestro departamento para cobrar el alquiler mensual.

Yo le abría siempre la puerta y me quedaba paralizado al verlo. Al venir mi madre a pagarle, me escondía tras ella. Era un tipo extraño. Se decía en el barrio que en realidad era un nazi escapado de Europa después de la guerra. Y no era para más, su comportamiento lo sugería: no hablaba con nadie, y no tenía amigos. Su esposa solo salía de su casa una vez a la semana, rumbo al mercado.

El Señor Lynch también se encerraba en su casa rodeado de los seis más hermosos y fieros pastores alemanes que haya yo visto jamás, y de los cuales nunca se separaba. Su comportamiento evidenciaba que se escondía de algo, o que quería evitar que algo o alguien, llegase hasta él. Las primeras semanas transcurrieron alegremente en acondicionar nuestro nuevo hogar, hacer nuevas amistades, y muy disimuladamente, hacer saber a los “guapos” del barrio, que éramos una familia de padre policía.

Nadie nos temía, por el contrario; surgió de pronto un sentimiento de respeto del vecindario por nosotros: sabían que para cualquier cosa, es mejor llevarse bien con un oficial de la policía. Lo que enturbió las cosas fue lo que descubrimos en esos primeros días:

“¿Dónde vive usted?”

Preguntaba el tendero o algún vecino que recién conocíamos, y tras decir:

“En el 240 de Casimiro Negrón,..”

La respuesta era inmediatamente la misma:

“¿En la casa embrujada? ¡Qué valientes!”. Prudentemente, mi madre sugirió que no hiciéramos caso. Al poco tiempo, mi padre comenzó a ser destacado a labores que lo obligaban a viajar varios días, dejando a mi madre, y sus tres hijos varones y tres mujeres (entre ellos, yo), solos en esa casa.

Para ese entonces nada importante nos había ocurrido, pero eso cambiaría de pronto cuando se acercaba la llegada de la luna llena. Una noche, unos días antes, los perros del Señor Lynch comenzaron a ladrar y aullar horrorosamente, espantando a mis hermanos adolescentes y a mí: nos apretujados todos nosotros contra el cuerpo de nuestra madre en su cama, escuchando también al anciano ese imprecándoles a sus animales en alemán. Era algo realmente extraño: sé de perros que ladran y le aúllan a la luna, pero nunca que lo hagan días antes de que aparezca. Ese raro suceso se extendió por otras dos noches más.

Al poco tiempo llegó finalmente la luna llena. Mi madre cocinaba el almuerzo. Estaba sola en casa; era de día, y nosotros estábamos en el colegio. Según me contó tiempo después, escuchó que tocaban a la puerta: se extrañó al no haber sentido la pesada puerta de metal abriéndose. Caminó a la puerta del departamento y se sorprendió al abrirla y no encontrar ahí a nadie,… y también al ver la puerta de metal también cerrada, escalones abajo. Regresó extrañada a la cocina, pensando que había imaginado oír un ruido. No pasó mucho para que nuevamente se escuche un golpe en la puerta.

Esta vez mi madre corrió para descubrir al bromista,…pero nada: ahí no había nadie. Ya para ese momento, mi madre estaba muy asustada. Su temor aumentó cuando volvió a escuchar toques en la puerta; esta vez no era un golpe seco: eran golpes insistentes. Armada de valor, abrió de golpe la puerta,….y de nuevo nada. En un arranque muy suyo, abrió la puerta completamente y con un gesto con la mano, dijo en voz alta, dirigiéndose al invisible desconocido:

“¡Entra!”. Tras darse cuenta de que esa actitud era un sinsentido, la cerró de golpe y regresó a sus quehaceres, muy agitada y tratando de mantener la compostura. Volvió a sus deberes sin poder dejar de pensar en lo que los vecinos le habían dicho y mascullando una oración que aprendió mucho tiempo atrás en el colegio de monjas. Decidió en ese momento no decirnos nada sobre lo ocurrido. Aquella noche, mi madre se encerró en su dormitorio, tratando de tranquilizarse su manera, tejiendo.

Cuando mi padre viajaba, mamá era como un general en casa: si ordenaba ir a dormir, todos nos metíamos en la cama y a dormir sin chistar; como en el departamento sólo había dos dormitorios, en uno dormían mis padres y yo (que era el más pequeño), y en el otro mis cinco hermanos. No fue difícil conciliar el sueño por que, curiosamente, los perros del piso de abajo guardaban esa noche un pétreo silencio.

Al filo de la medianoche, mi madre escuchó barullo afuera en la sala: se escuchaban murmullos; se escuchaba como si un grupo de gente conversara. Pensando que eran mis hermanos, les ordenó en voz alta irse a dormir, sin despegarse ella de la cama. Yo dormía profundamente en mi cama, a su lado. Al escuchar ella que los ruidos continuaban, se levantó molesta y se dirigió a la sala. Como éramos una familia de 8, la sala constaba de una enorme mesa también con ocho sillas.

Teníamos la costumbre, en esa época, de poner las sillas sobre la mesa, al modo de los restaurantes, al caer la noche. Mi madre apenas encendió las luces, se indignó ante el espectáculo que observó:

Todas las sillas estaban volteadas y en total desorden. Para ella, era una intolerable travesura. Caminó hacia el dormitorio de mis hermanos, abrió la puerta y encendió la luz: mis hermanos estaban dormidos y se extrañaron al ver a mi mamá muy molesta, preguntándoles quién había sido: ellos no sabían nada de nada.

“Castigados: ¡no van al cine el sábado!”

Fue la sentencia recibida. Mis pobres hermanos pedían explicaciones, pero mi madre no entraba en razón. Conforme avanzó la noche, mis hermanos sollozaban y renegaban en la oscuridad del cuarto, molestos por el castigo injustificado. Henry, el mayor, era el único que tenía el privilegio de tener una cama sólo para él:

Mi otro hermano y mis 3 hermanas compartían, a pares, sendas camas-camarotes. Henry tenía la puerta del dormitorio enfrente: insomne, mi hermano recorría con la vista el cuarto a oscuras, tratando de retomar el sueño. De pronto, se percató que la puerta se abría. El picaporte giró, se abrió la puerta casi por completo, para luego unos segundos después, lentamente, se cerró completamente, y finalizó girando de nuevo el picaporte; ¡no lo podía creer cuando vio el mismo proceso repetirse tres veces más!… La cuarta vez, no se contuvo y susurrando, le avisó a la mayor de mis hermanas, Eliana.

“Mira la puerta…”

Le dijo. La molestia de mi hermana por el castigo despareció por completo cuando la vio con sus propios ojos abrirse y cerrarse varias veces más. Ambos estaban aterrados y no sabían que hacer. En un arrebato de valor, Henry se incorporó de su cama y prendió las luces. Cerró la puerta y tras apagar la luz, corrió a su cama. Tratando de no pensar en ese suceso, se volteó para tratar de dormir. Eliana no pudo dejar de ver la puerta a pesar de que ya estaba cerrada. Al poco rato, vio con pavor cómo “alguien” apareció de pronto, sentado sobre un viejo baúl, a los pies de su cama:

Era un anciano, de baja estatura, vestido con un traje raído. El ser espectral no la miraba, miraba hacia el frente, y tenía en una mano una botella y un vaso en la otra, y ajeno a la espantada testigo, hacía una y otra vez el ademán de servirse una copa y beberla. Mi hermana encogió los pies y trató de gritar, pero el miedo era tal que no pudo articular palabra. Fueron eternos los minutos que luchó contra su propio cuerpo que no paraba de temblar, hasta que finalmente pudo voltearse y esconderse bajo las sábanas. A la mañana siguiente, ambos conversaron y decidieron no decirnos a los demás hermanos nada, para evitar que nos asustásemos:

Igualmente, decidieron no decirle nada a mi mamá:

“No nos va a creer”, pensaron; ¡Cuán equivocados estaban!

Los demás hermanos descubriríamos qué pasaba en aquella casa ese segundo día de luna llena, por la noche.

Aquella noche, algo me despertó. Eran voces. Mi madre dormía a mi lado, y yo no sabía nada de lo que había pasado la noche anterior. Por un momento pensé que mi padre había vuelto de viaje y estaba reunido con sus compañeros de trabajo en la sala. A través de la puerta entreabierta pude ver un raro destello que provenía del salón. Presté atención; las voces eran a ratos susurros, a ratos voces más airadas, pero en un idioma extraño. A ratos se sentía el golpe de un puño sobre la mesa, e igualmente se sentía el sonido de que las patas de las sillas eran arrastradas por el piso por efecto del peso de los desconocidos que estaban supuestamente sentados en ellas. Recuerdo que parecía ser una larga velada, por que tras escuchar un buen rato me dormí, rendido. En el otro dormitorio, el drama familiar ya cobraba visos espantosos:

Mis otras dos hermanas, Rossana y Janet ocupaban las camas de arriba de las dos camas-camarotes. Janet dormía apaciblemente, ignorante de lo que ocurría afuera. Según ella me contó, volteó de posición y abrió los ojos por un momento, para tener frente a sí un espectáculo pasmoso:

Frente a ella, a escasos centímetros de su rostro, y flotando en el aire, a buena altura del suelo…, ¡había un bebé!

Janet se quedó paralizada del espanto. El bebé flotaba en el aire, ingrávido. Estaba desnudo y movía agitadamente los brazos, con sus ojos cerrados, cerrando sus puñitos. Al poco rato, comenzó a gemir y a llorar. Era un llanto lúgubre y realmente macabro. Rossana despertó al sentir el inusual ruido. Ambas observaban a esa entidad de pesadilla en medio de ellas, flotando ingrávido. No les quedó más que voltearse y, protegiéndose con las cobijas, trataron de no verlo ni oírlo, rezando sin cesar. A la mañana siguiente, muy temprano, seguí a mi madre a la sala: ella estaba parada, mirando las sillas revueltas por todo el lugar. Quiso recriminar a mis hermanos otra vez, pero ellos no la dejaron hablar:

Había sido demasiado y, uno tras otro, le comenzaron a explicarle lo vivido hasta ese momento:

“¡Mamá, en esta casa penan!”

“¡Vámonos!”, dijo Janet, totalmente aterrorizada. Tratando de poner calma en la familia, mi madre trató de convencernos que ahí no pasaba nada, para finalmente decir que esperaríamos a que vuelva mi padre para decidirlo.

Al poco rato, él llegó. Papá siempre fue un total escéptico frente a esas cosas, así que, enterado de lo que pasaba, nos convenció de que no sucedía en esa casa nada raro, mientras nos colmaba de mimos y de regalos. Así, ese día tuvimos algo de paz….

Por lo menos hasta la noche. Esa vez me tocó a mí vivir una terrible experiencia. Estando papá en casa, nos quedamos todos juntos en la sala viendo televisión hasta muy tarde. Al día siguiente no había clases. Poco a poco nos fuimos todos a dormir. Yo, exhausto, fui cargado hasta mi cama. Pasada la medianoche, me desperté. Mis padres dormían y yo me levanté de la cama:

Mi papá me había traído un muñeco de peluche y yo lo había olvidado en la sala, y hacia ahí me dirigí. La sala estaba totalmente a oscuras. Vi el peluche en el piso, sobre la alfombra, y me apresuré a recogerlo, agachándome. Le tenía

y le sigo teniendo miedo a la oscuridad y quería regresar cuanto antes a mi cama. De pronto, no pude incorporarme. Frente a mí apareció de pronto una luz, que comenzó a crecer muy rápido. Esa luz pulsaba frente a mí y tomaba una forma vagamente humana. Quedé paralizado, y no pude hacer nada más que gritar:

¡Y grité y grité!

¡Y grité!

Y nadie me escuchó: simplemente no salió ningún sonido de mi boca. El terror me tenía paralizado; no podía moverme de ese lugar, era como si estuviese pegado al suelo. La luz comenzó a crecer y a acercarse a mí.

No recuerdo más nada. Tampoco supe quién me llevó de vuelta a mi cama donde desperté al día siguiente: ni mis padres lo saben. Ahora pienso que he perdido varias horas de mi vida en ese suceso; no lo sé. También esa noche, el hermano que no había sufrido ningún encuentro con lo desconocido hasta ese momento, Martín, tuvo un encuentro, al ir a la cocina por algo de comer, pero nunca ha querido decir qué fue lo que pasó.

A la mañana siguiente, mis padres se encerraron en su dormitorio a solas, para decidir qué hacer. Tampoco han querido hasta hoy decirnos qué discutieron, pero la decisión fue tajante:

Nos quedaríamos a vivir ahí. A partir de ese día, poco a poco nos fuimos acostumbrando a vivir en esa casa. Cada mes, los perros ladraban antes de la luna llena, para luego callar de golpe al aparecer la luna y junto con ella, esos y muchos otros terroríficos sucesos, y que necesitaría yo hacer un libro para relatarlos todos juntos. Cuando las apariciones eran espantosas, mi madre, con su acostumbrada lógica, nos decía:

“No le teman a los muertos, témanle a los vivos” o “Si no te molestan, déjalos en paz; también cuidan la casa”. Nunca pudimos hablar con el Señor Lynch acerca de lo que pasaba en esa casa: simplemente esquivaba el tema. Definitivamente ocultaba algo, y demostraba que les temía más que nosotros.

Hoy en día más que nunca, mi familia y yo creemos que era cierto lo que algunos suponían en el barrio: que eran los espíritus del pasado que buscaban a un anciano atormentado por sus actos pasados, que trataba de huir de ellos, y que nosotros estábamos en medio de esa extraña búsqueda de justicia. Algunas veces he ido, en el transcurrir de los años, a mi viejo barrio.

Lynch y su esposa ya deben haber muerto, no lo sé. Me paro en la calle y veo ese pequeño departamento, que ahora se ve más viejo que antes, y cubiertas las paredes de graffitis de las pandillas: el barrio ha empeorado. No sé quién vive ahí ahora, pero daría lo que fuera por pasar aunque sea una noche de luna llena, de nuevo en esa casa.

— Via Creepypastas

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