Herman Webster Mudgett

Allá afuera
Allá afuera

Herman Webster Mudgett, también conocido de H.H. Holmes, o Dr. Holmes fue uno de los primeros asesinos en serie de Norteamérica. Capturó, torturó y asesinó a unos doscientos huéspedes en su hotel-trampa de Chicago, un lugar que se le llegó a conocer con el nombre de “The Murder Castle”, el castillo de la muerte. Su oscura mente ideó una mansión llena de trampas propia de una retorcida novela de terror.
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Holmes nació en 1861, en el seno de una honrada y muy puritana familia de New Hampshire. De pequeño padeció del abuso de los demás niños por ser solitario. El mismo Holmes contó que una vez los chicos lo forzaron a ver y tocar un esqueleto humano. Tras lo cual nació en el la fascinación por los cadáveres y la muerte que lo llevó posteriormente a estudiar medicina.

Pronto comenzó a robar cadáveres de la universidad con un doble fin, usar los cuerpos para experimentar y defraudar a los seguros, ya que previamente los aseguraba con nombres falsos. También comenzó a vender una supuesta cura contra el alcoholismo.

Muy pronto manifestó hacia las mujeres, sobre todo hacia las mujeres con fortuna, un interés poco corriente que lo enmarcaría como un Don Juan del crimen, era joven guapo e inteligente, así que no tenía problema en seducir a las mujeres.

Con 18 años se casó con Clara Lovering, una joven de familia rica que costeó sus estudios de medicina. Cuando se gradúo como doctor en la universidad de Michigan, abandonó a Clara y se fue a vivir con una viuda joven y guapa, quien tenía una serie de hostales que le daban grandes beneficios. Cuando la hubo arruinado, se marchó hacia Nueva York, donde trabajó como médico un año, y después fue a Chicago. Allí decidió abrir un hotel, ya que el 1 de Mayo de 1883 se inauguraría la Exposición Universal de Chicago. Al llegar a su nueva ciudad no tardó en seducir a una joven encantadora y millonaria, Myrta Belknap. Aquí adoptó el nombre de Holmes, se casó con ella y, gracias a unas falsificaciones de escrituras, se apresuró a estafarla 5.000 dólares para hacerse construir, en Wilmette, una casa suntuosa. Consiguió entonces la titularidad de una farmacia propiedad de una viuda millonaria en Englewood. Convirtiéndose en su amante logró hacerse dueño de todos los bienes de la mujer, después la hizo “desaparecer” y fue entonces cuando puso en marcha su gran proyecto: el Castillo Holmes. Para construir su castillo, Holmes recurrió a varias empresas, a las que siempre ponía toda clase de excusas para no pagar, y se acababan marchando sin haber cobrado ni terminado su trabajo. De esa manera, Holmes era el único que conocía detalladamente un edificio cuyo extraño diseño, obra de él mismo, habría podido impresionar a más de uno.
Murders

El “castillo Holmes” fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la fábrica de matar del Dr. Holmes estuvo a pleno rendimiento por la cantidad de visitas que recibía la ciudad. El verdugo escogía a sus “clientas” con mucha precaución. Tenían que ser ricas, jóvenes, guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos o familiares, su domicilio tenía que estar situado en un estado lo más alejado posible de Chicago.

La planta baja estaba conformada por negocios y era relativamente normal, sin embargo sus sótanos y pisos superiores estaban plagados de cientos de trampas, escaleras que no llevaban a ningún lado, habitaciones secretas, puertas correderas, laberintos y pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas visuales disimuladas en las paredes, el doctor podía observar a escondidas el vaivén de sus clientes y sobre todo de “sus clientas”.Disimulada bajo el entarimado, una instalación eléctrica perfeccionada le permitía por otra parte seguir en un panel indicador instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras víctimas. Con sólo abrir unos grifos de gas, podía finalmente, sin desplazarse, asfixiar a los ocupantes de unas cuantas habitaciones. Utilizando la gran variedad de máquinas de tortura y habitaciones “especiales” que su mansión poseía algunos de sus “juegos” más pervertidos se basaban en atar a sus victimas colgando de los brazos y bajarlas lentamente a un pozo lleno con ácido; o encadenarlas a una prensa rotatoria que lentamente iba triturando sus huesos. También era normal también que practicara “autopsias” o desollara a la persona estando ésta aun con vida.

Un montacargas y dos toboganes servían para hacer bajar los cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según los casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en un incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. El castillo también poseía habitaciones con paredes que se cerraban aplastando a sus victimas, cámaras de gas, trampas que al ser pisadas activaban todo tipo de dardos venenosos, pinchos y disparos. En una habitación, bautizada como “el calabozo”, estaba instalado un impresionante arsenal de instrumentos de tortura. Entre las máquinas sádicas instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó particularmente la atención de los periodistas. Era un autómata que permitía cosquillear la planta de los pies de las víctimas hasta hacerles literalmente morir de risa.

Con el final de la Exposición Universal, las rentas del hotel acusaron una caída brutal, y Holmes se encontró pronto necesitado de dinero. El medio más sencillo que imaginó para procurarse ingresos fue incendiar el último piso de su inmueble y reclamar a su asegurador una prima de 60,000 dólares, sin pensar un instante que la compañía podría muy bien hacer una investigación antes de pagárselos. Descubrieron que el fuego había empezado en seis puntos distintos de la planta y Holmes huyó a Texas, donde vivió a base de estafas que lo llevaron a la cárcel.

Liberado bajo fianza, volvió a idear otra estafa. Un cómplice, llamado Pitizel, debía hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Se presentaría luego como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No habría más que repartir la prima que cobraría la Sra. Pitizel, mientras que el “muerto” escaparía durante algún tiempo para no levantar sospechas. Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su plan y de matar realmente a Pitizel para ahorrarle la búsqueda peligrosa de un cadáver y, sobre todo, permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima, deshaciéndose después de la Sra. Pitizel y de sus hijos. Acudió a la morgue para reconocer el cuerpo de su amigo, fue a Boston a buscar a la desdichada viuda y la trajo a Filadelfia para que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo compañero de celda, Marion Hedgepeth, vino a sembrar la duda en los aseguradores, y la policía abrió una investigación. Holmes confesó primero la estafa a la compañía aseguradora y, ante las pruebas abrumadoras reunidas en su contra, incrédula mente declaró haber asesinado a tan solo 27 personas de las 200 que se le imputaron, ya que entre las maderas calcinadas de la casa las autoridades hallaron los restos de cerca de doscientas personas.

Tras un escandaloso juicio en 1896, y con 35 años, fue condenado a muerte por el tribunal de Filadelfia y el 7 de mayo del mismo año fue colgado. Al estar mal colocada la soga, su cuello no se rompió instantáneamente, provocando una dolorosa agonía durante 15 minutos.

Para evitar que su cuerpo fuera mutilado o robado el mismo Holmes pidió que fuera enterrado en un ataúd lleno de cemento. De hecho hubo guardias presentes durante su entierro en una fosa del doble de profundidad igualmente rellenada con cemento y sin lápida que identificara su lugar. Los abogados de Holmes rechazaron una oferta de $15,000 dólares que un instituto médico les ofreció por el cerebro de uno de los primeros asesinos en serie de la historia de Norteamérica.

— Via Creepypastas

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