El Vestido Blanco

Allá afuera
Allá afuera

Se hallaba sentado sobre la cama, en un rincón de la habitación, aún vestido y con sus lustrados zapatos puestos. Aquel día, como tantos otros, no había salido a la calle, pero siempre calzaba zapatos, y cada mañana dedicaba varios minutos a cepillarlos. Apoyaba fuertemente la espalda y la cabeza contra las paredes, casi hasta el punto de causarse dolor, con el único fin de visualizar toda la estancia. Tenía que verlo todo, y no debía perder de vista ningún ángulo, aunque sólo fuese por un instante. En un segundo se gana o se pierde, se vive o se muere. No había luces encendidas, pero tampoco eran necesarias. Tan sólo la descolorida persiana de madera envejecida, situada a su izquierda, dejaba colarse unos indeseables trazos rojizos del nocturno mundo exterior: un mundo demasiado lejano y despreocupado que se perdía tras la puerta; un paraíso inundado de falsa ciencia y absurdas teorías —aunque redactadas a la perfección— que creían dar una explicación satisfactoria a todo cuanto pudiera acontecer. Y cuando algo se les escapaba de las manos te encerraban bajo llave en la sexta planta, en el pasillo largo y blanco donde todos se cruzaban sin ver, cada cual con su historia, vistiendo un holgado pijama y arrastrando los pies. Ese había sido su error: hablar demasiado.

Las gotas de sudor recorrían su tembloroso rostro y le humedecían los labios, sazonándolos y mezclándose con las lágrimas nerviosas que brotaban sin interrupción. Su corazón latía por todas partes: brazos, piernas, sienes; en las sienes los latidos eran más profundos y más ruidosos, como poderosas opresiones que intentasen deformarle la cabeza y todos los pensamientos y recuerdos que en ella danzaban sin control.

Había vuelto la noche.

Había vuelto el temor, la impotencia…

Tenía miedo de verla otra vez, de que se volviese a repetir esta noche. Aunque lo hubiera deseado, en aquel momento no podía ocultarse bajo las sábanas intentando que su pensamiento se dirigiese a otros derroteros. Tenía miedo. ¿Y si ella aparecía de nuevo? ¿Y si estaba allí, de pie junto a él, mirándole a los ojos? Lo de la noche anterior no podía compararse en modo alguno con los otros sucesos, a los que ya había llegado a habituarse.

Sucesos extraños…

A la voz que le había despertado por las noches mucho tiempo atrás llegó a considerarla como su propia conciencia. Demasiado autónoma, tal vez, pero estaba dentro de su cabeza, nadie más que él podía oírla, aunque siempre, desde el primer momento, había deseado que callara; porque esa voz era horrible y le obsesionaba, haciéndole entender oscuros significados a palabras que jamás habían sido pronunciadas por nadie.

Pero lo de ahora era distinto, y le preocupaba más. Si ella volvía esta noche tenía que saberlo y hacerle frente de una vez por todas. No podría dormir tranquilo vuelto hacia la pared, con la intensa duda flotando densamente sobre su conciencia. Por muy terrorífica que fuese la visión, era aún peor la duda, y la desbocada imaginación creando gestos, acciones, objetos y miradas a su antojo.

La tenue luz de la habitación era de agradecer en ese momento. No era una luz encendida, que les hace quedarse tras la puerta y esperar al día siguiente, sin prisas, porque tienen todo el tiempo guardado en sus bolsillos; y tampoco era la oscuridad total, el negro absoluto que te impide ver el rostro de quien exhala su aliento cálido y putrefacto sobre ti en plena noche.

El reloj digital marcaba las tres en punto.

A esa hora todo era silencio.

¿Servirían de algo las medidas de seguridad: la puerta blindada, y la cadena, y el cerrojo de su dormitorio? No recordaba si la noche anterior había puesto el cerrojo. Nunca solía hacerlo, desde que se fueron los niños, y su madre, y se quedó solo con sus obsesiones. Ésa fue la despedida: “Quédate solo con tus obsesiones.” Palabras frías, carentes de sentimiento —presente, pasado y futuro—, hirientes; mucho antes ya se encontraba solo.

Incluso estando los niños y su madre, durante los últimos meses, aquel cerrojo tampoco había tenido ninguna utilidad. Como si él tuviese la culpa, como si hubiese elegido adrede aquel destino, que en modo alguno consideraba enfermedad, lo dijese quien lo dijese.

Todo era tan absurdo… Porque él, por sí mismo y con los medios que tenía a su alcance, no podía hacerle frente.

Se me escapa de las manos.

Tampoco podía pedir ayuda ni confiárselo a nadie.

No, otra vez no.

El secreto mejor guardado es el que uno se lleva consigo al infierno; la única forma de que las palabras no se vuelvan contra ti, mal entendidas y malintencionadas.

Y allí estaba, temblando como el niño que oye los pasos de su padre en la escalera, sobre los peldaños de madera acartonada, uno tras otro, subiendo con precaución mientras se despoja de la correa de cuero y tropieza en el rellano con el macetero de pie que contiene un sucio tiesto de plástico. Pero esta vez no era su padre, por desgracia. ¡Ojalá y hubiese sido él! Porque después de sacudirle con el cuero cálido, o con la hebilla fría, en la espalda, volvían de nuevo, junto con el agridulce sabor a lágrimas, el silencio y la tranquilidad. Y sabía que hasta el día siguiente todo había terminado.

No era su padre, no. Era una niña pálida. Una niña vestida de blanco que tendía su mano con la mirada extraviada.

La niña del vestido blanco.

No había sido un sueño. Sus dolorosos gemidos le despertaron la noche anterior. Su imagen, cándida y espeluznante a un mismo tiempo, le paralizó. Ella estuvo durante un momento frente a su cama —un interminable momento— tendiendo la mano, como dando o reclamando algo que él no lograba comprender. Al cabo la recogió, dio media vuelta y salió del dormitorio. Entonces una ráfaga de aire helado, o lo que fuese, le recorrió todo el cuerpo, desde las piernas hasta la nuca. Y no pudo más que temblar de horror.

No había encendido la luz. No había parpadeado siquiera en toda la noche, porque ella no se había ido. No podía explicar el porqué, pero lo sabía. Presentía que si salía de la habitación la encontraría sentada en el suelo del pasillo, esperando, con la cabeza apoyada sobre las rodillas. Sentía su presencia, desolada y angustiosa. Sus manos frías, sus ojos secos, que podían ver más allá de lo tangible.

No movió ni un solo músculo de su cuerpo en aquellas interminables horas alargadas por el miedo, y al no poder contenerse durante más tiempo, se orinó encima, abrasándose las nalgas.

Cuando ella se marchó, casi amaneciendo, pudo escuchar el sonido de sus pies desnudos en el pasillo. Pero no era carne lo que sonaba en el suelo. Era un sonido seco y resbaladizo. Entonces se tranquilizó, pudo respirar, por vez primera, y comenzó a llorar ruidosamente.

La cama estaba fría y mojada. El reloj marcaba las seis, la hora habitual de levantarse; pero ese día no tenía que trabajar, estaba de baja, y sin esperanzas de incorporarse en breve a su puesto de trabajo, porque el psiquiatra se la había renovado para un mes la semana anterior.

Hablar demasiado, ese había sido el error.

Ahora eran las cuatro y media de la madrugada. Los pasos descalzos, gelatinosos, blandos y resbaladizos, comenzaron a acercarse por el pasillo con lentitud. El pestillo de la puerta se abrió en silencio y la manivela comenzó a girar. La puerta cedió dejando una ranura a través de la cual se sintió observado y desnudo. Intentó hundirse más en el rincón, pero sus deseos de traspasar las paredes o fundirse con ellas no eran posibles. La niña entró de nuevo en la habitación, como hiciera la noche anterior, situándose a los pies de la cama, frente a él, con su cara pálida, su pelo largo y lacio pegado a las mejillas y aquellos ojos secos que miraban sin ver. Volvió a extenderle la mano, y quedó quieta durante un momento.

El Cristo crucificado que presidía el dormitorio había vuelto la cabeza hacia otro lado.

Un momento interminable. Y no era un sueño.

La estaba viendo desde su rincón. Incluso los bajos de encaje con que contaba su atuendo se balanceaban, rozando las rodillas amarillentas. No parpadeaba. No respiraba, pero se movía levemente hacia los lados.

Extendía la mano, suplicante, cérea al igual que los brazos en los que se adivinaban resquicios de hematomas. Manos infantiles de uñas mordidas y negruzcas, con restos de tierra en sus bordes irregulares, con señales inequívocas de haber jugado con la tierra del jardín, o de haber escarbado la tierra de su sepultura para liberarse de aquella prisión en la que la habían dejado sola, abandonada y olvidada para siempre.

Con una increíble agilidad se abalanzó sobre él, en la cama, y sus frías manos le agarraron con fuerza de los tobillos, helándole la sangre.

Gritó. Gritó todo lo que pudo, pero era consciente de que nadie le oía, al igual que sucede en los sueños en los que no puedes abrir la boca, o utilizar un miembro, o correr más aprisa que aquel que te persigue. Su grito no se escuchaba, era un alarido ahogado e inútil. Y esta vez no despertó un segundo antes de que le diera alcance el ser sin rostro de su sueño.

La niña intentaba arrastrarlo por los pies y sacarlo de la cama. Su fuerza era increíble. Él se aferró al lecho, clavando sus dedos en el colchón, y comenzó a dar sacudidas con los pies, pero ella le tenía bien agarrado.

Tras unos instantes de gritos inaudibles y forcejeos logró soltar su pierna derecha, y sin pensarlo, simplemente por instinto, le propinó a la niña una gran patada en la cabeza que sonó a hueso quebrado, a dolor y a remordimiento. Cayó al suelo. Él volvió a hacerse un ovillo en su rincón, con el temor de que aquel acto de violencia no había estado bien, y que ahora ella diría “pues si es lo que quieres… vamos a hacernos daño”. Pero nada más lejos de la realidad. Se incorporó poco después, con el pelo desmadejado sobre la cara, adecentó su vestido, y se volvió de nuevo hacia él.

No me ha dolido.

Comenzó a sonreír —una sonrisa inocente y endiablada— mirándole con sus ojos blanquecinos, y mostrando los diminutos dientes sucios que se escondían tras sus flácidos labios.

Mis labios pronto no cubrirán mis dientes.

Volvió a ofrecerle su mano.

Vente a jugar conmigo.

Él dudó durante un instante. Después se levantó, y accedió a su súplica otorgándole la mano. Sintió en la unión el frío de su cuerpo, la ausencia total de calor, de vida, y juntos salieron de la habitación sin mirarse, ni hacerse preguntas, en dirección al balcón del quinto piso.

— Via Creepypastas

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