Extraño amor

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Comenzó su breve recital melódico con un carnavalito.

Esa tarde, podía hacerlo tranquila porque estaba sola en casa. De lo contrario, rezongos de su mamá, protestas de la abuela y risueños comentarios del padre. Rezongos y protestas solían resumirse en una misma censura que le repetían hasta el hartazgo: —Las niñas no deben silbar, Mila; es asunto de varones.

Los comentarios de su papá —en tanto— aludían a cuestiones ligadas con la música: —¡Déjenla! ¡Ella se quiere convertir en la gran silbadora nacional! Cree que la van a contratar en el Teatro Colón cuando vivamos en Buenos Aires, para que maraville a todos los auditorios con su arte exquisito…

Lo cierto era que Mila silbaba porque sí, cuando se sentía contenta, feliz, como ese día —por ejemplo— en el que había recibido carta de su madrina desde la Capital Federal, anunciándole su próxima visita a fin de estar presente en su cumpleaños número trece.

Lástima; no había nadie a quien contárselo… Seguro que su mamá y su abuela no iban a regresar hasta la nochecita. Habían viajado —muy temprano— hasta la ciudad de San Salvador para efectuar varias compras y algunos trámites. Faltaban pocas semanas para la mudanza y era mucho lo que había que preparar y dejar resuelto antes de partir.

El papá acostumbraba a volver cerca de la medianoche, tan sobrecargado de trabajo como andaba en esa época en que todo parecía salirle mal, aunque se ilusionaba al pensar que las cosas mejorarían una vez que se radicaran en la gran ciudad. Y tampoco había encontrado al Chacho, su vecino y amigo del alma, al que llamó por encima de la medianera para enterarse de que estaría cazando liebres, según le informaron sus hermanitos.

—Y bueno —se dijo Mila— por lo menos puedo silbar en paz. E inició entonces las primeras notas de “El cóndor pasa”, una de sus melodías favoritas, esa que sólo podía silbar a gusto en la soledad del monte cercano a su casa, ése por donde el Chacho acostumbraba a cazar y a donde a ella le encantaba pasar tantos ratos.

Desde que habían nacido ambos vivían con sus familias en un pequeño pueblo jujeño, por lo que el conocimiento que poseían de aquel lugar casi selvático podía compararse al que cualquier chico porteño tiene de la plaza de su barrio… La madrina —cuya carta había desatado la alegría de la nena— también era oriunda de ese pueblito pero estaba radicada en Buenos Aires. Y era ella la que había convencido a la familia de Mila para que también se trasladara a fin de tentar suerte más propicia. En la capital —les decía— hay más oportunidades de conseguir un trabajo que rinda económicamente…

La joven era fotógrafa de revistas de turismo, muy cotizada en su medio, considerada excelente por sus pares, la mayoría varones. Por eso, Mila escuchaba con mucha atención sus opiniones y hasta —a veces— se atrevía a rebatir las de su mamá y abuela repitiendo —como propias— algunas de las de su queridísima madrina. Sobre todo, las que se relacionaban con su afición por el silbo…

—Silbar significa agitar el aire produciendo —precisamente— este sonido agudo —afirmaba, silbando con picardía. —Resulta de hacer pasar con fuerza el aire por la boca con los labios fruncidos… así… como me gusta a mí… o con los dedos colocados en ella convenientemente de este modo, ¿ven?, pero no me sale… o soplando con fuerza en un cuerpo hueco… por ejemplo, el conocido pito, por nombrarles algún elemento que sirve para eso… ¿Es un pecado? ¿Me pueden explicar por qué no deben silbar las mujeres?, ¿eh? —insistía.

Ante semejantes razonamientos, la mamá y la abuela sólo atinaban a responderle “porque no”. Y “porque no” también le contestaba Chacho, a quien la personalidad de Mila le atraía intensamente. Salvo por ese hábito de silbar, todo en ella le parecía encantador.

—Y buah —le decía Mila —estás hipnotizado por una educación de otra época, nene. Si te parece insoportable, no me oigas y listo. Con taponarte con algodones…

Diciembre llevó a Jujuy las vacaciones escolares… el cumpleaños de Mila y —por fin— también a su esperada madrina.

—¡Qué manera de malcriar a tu ahijada! ¿Quién la conforma, después? — le dijeron la mamá y la abuela de la nena, cuando vieron el regalo que la joven le había comprado en Buenos Aires. —¡Nada menos que una máquina de fotos!

—Hace tiempo que se la había prometido…

—¡Es totalmente automática! ¡Y tiene control remoto! —exclamaba Mila al borde de la euforia. —¡Puede sacar fotos por sí sola; aquí en el folleto indica cómo! ¡Es extraordinaria! ¡Gracias, madrina; gracias!

Y con un silbidito remarcó su profunda alegría.

Aparte de la cámara, la chica recibió tres rollos color de treinta tomas cada uno.

El primero lo usó casi por entero, para retratar a su familia y a todos los amiguitos que la acompañaron en el festejo de sus trece.

En especial, a Chacho, porque andaba algo melancólico el pobre. ¿Qué le pasaría?

Bajo la supervisión de la madrina, Mila pronto aprendió a manejar aquella maquinita y cuando —días después— la joven viajó a Salta para realizar la producción fotográfica que le había encargado una de las revistas de la capital, el aparato ya no guardaba secretos para su ahijada.

—¡Vas a ver, madrina; cuando vuelvas dentro de dos semanas, ya habré fotografiado medio monte!

—Ah, pero —para entonces— también deberás tener tu equipaje preparado para la mudanza, Mila y si no ayudas un poco con el embalaje de las cosas de la casa, tu mamá me hará responsable a mí… Hay mucho para empacar…

—¡Y mucho para fotografiar, madrina!

Cuando Chacho escuchaba estos comentarios casi no podía disimular la tristeza. La partida de Mila rumbo a Buenos Aires estaba cada vez más próxima. Ya no iba a verla a diario y —quizá— nunca de nuevo. Aunque ella le decía que sí, que no dramatizara la separación, que le iba a escribir, que haría visitas al pueblo de tanto en tanto…

—No voy a olvidarte, zonzo —trataba de consolarlo, aunque sin éxito. — ¿Soy tu mejor amiga o no?

“Ahora tendría que confesarle que —para mí— es muchísimo más que mi mejor amiga… —pensaba él— … que la sueño como… como si fuera mi novia… ¿Pero… y si se enoja? ¿Si se ofende y no me habla más? Mila es brava… Por ejemplo, como —de puro turulato— se me ocurre retarla porque silba… ya no me deja acompañarla en sus paseos por el monte. .. Si seré estúpido yo… Capaz que si le digo que siento algo diferente a la amistad la pierdo… No. Más vale que me calle…”

Chacho siguió —entonces— de amorcito oculto en el silencio y fingiendo ser el mismo buen amigo que Mila suponía que era. Por eso, le juraba respetar (aunque de dedos cruzados por detrás para invalidar el juramento…) el deseo de la chica de marcharse sola hacia el monte y le avisaba con anticipación las horas durante las cuales él iría de caza.

—No quiero que vengas conmigo, Chacho —le había advertido ella con mucha seriedad—. Ahora no voy solamente a silbar sino —también— a sacar fotos. Necesito concentración. Además, te molestan mis silbidos tanto como a mí el que andes matando animalitos…

A pesar de asegurarle de que no la seguía, lo cierto era que —desde que se había enterado de la mudanza que le arrebataría a Mila de su lado— Chacho no cumplía siempre con ese pedido.

Él sabía que la nena había elegido un árbol como su favorito y que a su sombra acostumbraba a sentarse para silbar a sus anchas. Por eso, a veces la contemplaba desde lejos, escondido entre unos matorrales y oía aquellos silbidos que —cosa rara— habían empezado a resonarle como emitidos por un ángel… A lo largo de la primera semana de la ausencia de la madrina, Mila fue todas las tardecitas rumbo al monte.

Apenas Chacho le comunicaba que ya había regresado a su casa, salía ella, de silbo en el corazón y máquina fotográfica colgada al hombro. Ni sospechaba que —en algunas ocasiones— su amigo la seguía y se dedicaba a observarla desde una distancia prudencial, para que no lo descubriera.

Pero justo aquella tarde de sábado, de la increíble sorpresa para Mila, Chacho no había ido detrás de ella. Muy a regañadientes, el muchacho había viajado con su familia hasta San Salvador para asistir al casamiento de la menor de sus tías. ¡Qué fastidio para él! No por la boda, claro, pero era tan escaso el tiempo que restaba entre ese sábado y el siguiente en que Mila iba a mudarse… Para colmo, sus padres habían resuelto disfrutar de tres o cuatro días en San Salvador después de celebrado el matrimonio.

En síntesis: recién podría reencontrarse con su amorcito secreto a mediados de semana. ¡Cuántas horas de su compañía debía perderse! Mientras Chacho se trasladaba en el micro que los conducía a San Salvador, perturbado por estos pensamientos, Mila se hallaba silbando bajo la sombra protectora de “su” árbol. En ese momento desde las ramas del mismo comenzó a descolgarse una enorme boa esmeralda.

Aunque —en apariencia— es uno de los reptiles más impresionantes, Mila no tuvo demasiado miedo. Sabía perfectamente que esa corpulenta serpiente es pacífica por naturaleza, que no ataca a los seres humanos a menos que éstos la acosen y que no es venenosa. Sabía —también— que sólo se alimenta de aves por lo que continuó vigilándola sí —manteniéndose inmóvil pero sin dejar de silbar— durante los instantes en que la boa se deslizó suavemente hacia el suelo, zigzagueando su bellísimo cuerpo verde, rayado en blanco y amarillo.

Lo increíble para Mila no era ver aquella especie de boa. En ciertas oportunidades ya había visto ejemplares similares. ¿Lo asombroso? Que la gigantesca serpiente no le demostrara la menor aprensión, que se arrastrara hacia ella no únicamente con absoluta calma sino como subyugada por sus silbidos.

Pronto la tuvo muy cerca de sus pies.

El gran reptil empezó —entonces— a enroscarse sobre sí mismo hasta quedar de medio cuerpo erguido hacia ella. Verdaderamente, era como si la mirara a los ojos y la estuviera escuchando, en estado de fascinación debido a su silbo.

Mila conservaba la quietud y silbaba. Seguía silbando cuando la boa se desenrolló con lentitud, recuperó su movimiento zig-zag y —tan suavemente como se le había aproximado— se escurrió entre las hierbas y las piedras de los alrededores del árbol, con un leve sonido metálico.

Enseguida, volvió sobre sus huellas y se izó —enganchando su cola a unas ramas— hasta confundirse entre el tupido follaje del que se había desprendido. Recién entonces Mila se levantó y —sin dejar de silbar— se fue caminando despacio hasta alcanzar unas rocas enanas, donde volvió a sentarse. Estaba ahora a unos diez metros de “su” árbol.

Pensaba en la boa.

¿Acaso la boa pensaría en ella?

Aguardó un buen rato antes de decidirse a emprender la vuelta a su casa. Había aprontado la cámara fotográfica. Si la extraordinaria serpiente se asomaba nuevamente… ¡clic! ¡clic!, quedaría cautiva —al menos— en su rollo.

Y Mila consideró que era muy suertuda porque —antes de que el sol se apagara— el animal retornó a girar en derredor de ella, como convocada por su ininterrumpida melodía silbada.

No podría decirse que posaba para las fotos pero Mila se convenció de que sí, tal era la mansedumbre con que rotaba, se enrollaba, se desenroscaba o elevaba su cabeza ante ella. ¿Estaría bailando al compás de su silbatina? (Si bien ese tipo de serpientes suelen poseer una voz aguda y penetrante que se asemeja perfectamente a un silbo, a Mila le resultaba casi inconcebible que el gigantesco bicho bailara respondiendo al suyo de la manera afectuosa en que lo hacía.)

Fue entonces cuando —deslumbrada por esa danza insólita— Mila se animó a hablarle con la confianza con que se dirigía a su perro.

—Ya oscurece. Mañana vengo, ¿entendiste?

Por toda respuesta, la boa se deslizó hacia el árbol como si hubiera sido una manguera a la que alguien recoge de prisa.

Antes de prenderse de unas ramas mediante su cola y de escabullirse entre la hojarasca de la copa, giró su cabezota y sostuvo la mirada de Mila unos segundos. ¿Cómo era posible?

Mila se apresuró a gatillar su cámara aunque ignoraba si había alcanzado a capturar esa última imagen que la había deslumbrado.

El domingo se presentó de límpido cielo azul.

Después de almorzar, Mila se dirigió hacia el monte. No había contado a nadie de su fantástico encuentro con la boa. ¿Para qué? ¿Quién iba a tomar en serio su relato? Y de creerlo, seguro que no le permitirían volver allá sola. Tenía que ser paciente hasta que revelaran los negativos. Entonces sí, cuando todos vieran las fotos que había tomado (y las que aún quería sacar) no cabrían dudas.

Le causaba gracia —sobre todo— imaginar la cara de estupor que pondría Chacho —a su regreso de la boda— ante cada fotografía del gigantesco reptil. Y si salían nítidas, acaso su madrina las llevase para publicar en alguna de las revistas para las que trabajaba… ¡Ja! ¡Eso sí que sería grandioso!

—Capaz que me nombra su ayudante… o su socia… ¿por qué no?— fantaseaba Mila. Con la admiración que le profesaba a su madrina, nada ansiaba más que emularla, convertirse en fotógrafa profesional como ella… Entretenida con estos pensamientos, Mila llegó hasta “su” árbol.

Tendió una manta junto al tronco y se reclinó allí, de cámara apoyada en el pecho y ojos hundidos en la frondosa copa de su compañero vegetal. Se echó a silbar su más dulce tonada…

¿Aparecería la boa esmeralda?

Para decepción de Mila, la boa no se hizo presente a pesar de que la nena silbó y silbó casi sin parar, durante más de una hora.

—¡Eh! ¡Qué hermosa melodía! ¿Quién te enseñó a silbar así? ¡Sensacional!

La voz de un muchachito que caminaba hacia ella la sobresaltó de repente. Con un ademán instintivo se llevó las manos al pecho, para resguardar la máquina de fotos.

El chico se rió: —¿Qué es eso?

-No converso con desconocidos —le respondió Mila, incorporándose.

—Me llamo Silvestre. Vivo del otro lado de aquellos zarzales. Soy pastor de cabras.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo nunca nos topamos por aquí si yo vengo casi siempre? Además, ¿de qué cabras me estás hablando? Nunca vi ninguna pastando en este lugar…

—Que te haya dicho que vivo del otro lado de aquellos zarzales no significa que sea cerca.

En cuanto a las cabras, pastan dentro de la dehesa de mi familia, no andan sueltas por todo el monte… Es peligroso…

—¿La dehesa? ¿Qué es eso?

—Ajá. Tampoco oíste hablar de una dehesa… Bueno, hagamos un pacto. Yo te cuento de qué se trata a cambio de que me digas qué es eso que te cuelga del cuello… y tu nombre…

Mila sintió que el pastorcito empezaba a conquistarla con su simpatía. Además, esos rasgos afilados… Pero ¡qué ojos preciosos los suyos! Tan verdes y brillantes, tan en contraste con su piel ocre y —como si eso no bastara para conmoverla— ¡había manifestado gran entusiasmo por su silbo!

—De acuerdo —le dijo entonces con una sonrisa seductora —pero dos contra dos… También quiero saber qué estás mascando…

—Pedacitos de raíces de una planta que crece entre los zarzales…

—¿Puedo probar?

—Es muy, muy amarga… pero si te…

—No. Entonces no, no, gracias. Ah, me dicen Mila. Y esta máquina es una cámara de fotos.

—Mmmhj… Estee… ¿y para qué sirve?

—¡Te falta explicarme qué es una dehesa!

—Es una parcela de tierra que se destina al pastoreo. Está rodeada por postes. En un terreno así andan mis cabras…

A medida que charlaba con el muchacho, Mila experimentaba sensaciones contradictorias. Por una parte, notaba que Silvestre la iba atrayendo como un imán y —por otra— sentía que —acaso— la boa no había venido espantada por su presencia. Entonces le confió todo lo sucedido la tarde anterior y el chico llegó a asombrarla con sus notables datos acerca de estos ofidios.

Al rato, los dos charlaban animadamente y era como si toda la vida hubiesen sido amigos.

Mila usó los controles remoto y automático de su cámara y se sacó un montón de fotografías junto a Silvestre. En la última pose que se tomaron —antes de despedirse hasta el día siguiente— el pastorcito le rodeó los hombros con su brazo y la nena se ruborizó, aunque no rechazó esa demostración de afecto.

—Mañana te espero aquí mismo, debajo de “tu” árbol, alrededor de las tres… —le dijo Silvestre no bien Mila le anunció que debía irse. —No me falles, ¿eh?

A partir de ese domingo y durante el lunes, martes y miércoles que le siguieron, Mila y Silvestre repitieron la cita apegándose uno al otro cada vez más.

Gozaban tanto del tiempo compartido que —aunque no se lo dijeran— los dos sabían que aquella necesidad de estar juntos denotaba —a las claras— que se habían enamorado.

—Mi primer amor… —pensaba Mila por las noches, en la intimidad de su cuarto ya casi totalmente desmantelado para la mudanza. —¡Qué desgracia; enamorarme ahora, cuando debo partir hacia Buenos Aires! ¡Ay!, ¿cómo se lo cuento a Silvestre?, ¿cuándo?; se le va a quebrar el corazón… —y entonces sollozaba apretando la cara contra la almohada, para que su familia no la oyera.

Atareados como se hallaban sus padres y su abuela con múltiples preparativos, no advertían la angustia de Mila. Y si en algún momento les parecía que la nena se mostraba callada, tristona, lo atribuían a que sentiría pena por abandonar la casa natal del querido pueblito, sus compañeros de infancia… y — lógicamente— lo consideraban normal. Si ellos también estaban bastante apenados. Ni pizca sabían de la existencia de Silvestre…

El jueves al mediodía, Chacho se encaramó sobre la medianera que dividía su huerta de la de Mila y la llamó: —¡Ya volví! ¡Te traje una bolsita tejida para que pongas tu máquina y los rollos!

Fue la abuela de la nena la que le comunicó que ella se había ido al monte a sacar las fotos que aún quedaban.

Ansioso por verla como estaba, Chacho se apresuró a marchar hacia allá. Iba dispuesto a encontrarla y a confesarle —finalmente— su secreto amor.

—Mañana viernes es el último día y seguramente va a estar muy ocupada, ayudando a empacar… Se va el sábado bien tempranito… —pensaba Chacho. — Tengo que apurarme; las horas de su compañía se me vuelan… Y si se enoja conmigo me lo voy a aguantar… porque si no se lo digo, reviento como un sapo.

Cuando llegó a los matorrales entre los que solía esconderse para espiar a Mila y la vio allá a lo lejos, sentada debajo de “su” árbol, Chacho creyó que en ese instante iba a estallar como un batracio y no más tarde. Mila no estaba sola.

Un muchacho de su edad, sentado a su lado, charlaba y reía con ella.

¿Quién sería ese maldito que le robaba a la niña? Porque era muy evidente que ella se mostraba arrobada frente a ese compañero…

El sol lo encegueció tanto como sus celos y —sorbiéndose las lágrimas— desanduvo —a la carrera— el camino de vuelta al hogar.

Cuando —casi al atardecer— Mila llegó a su casa, ni cuenta que se dio de que Chacho estaba apostado en la puerta de la suya, conteniendo la furia que lo embargaba desde que había sido involuntario testigo del romancito montaraz. Distraída volvía ella, volcada hacia adentro sobre sus sentimientos y su pensar.

El recuerdo de Silvestre, a quien aún no se había animado a contarle de su viaje, ocupaba su total atención. De pronto, la voz de Chacho y su tormenta de palabras hirientes la desconcertaron al máximo.

—¿Pero qué comiste, loco, pasto envenenado? ¿Qué te hice yo para que me acuses de traicionera, de mentirosa y de esa sarta de ridiculeces que no merezco?

—¿Con que yo soy tu mejor amigo, eh? ¿Y ése con el que estabas hoy en el monte meta jirijijí? ¿Así que me prohibiste que fuéramos juntos porque “no me gusta que silbes”… por “odio la caza”…? ¡Zonzo al creerte! ¡Rezonzo! ¡Lo que buscabas era tapar tu noviazgo, falsa!

Mila lloriqueaba. Dolorida por lo que Chacho le decía y —también— indignada, le gritó —entonces— antes de entrar a su casa: —¡Espía habías resultado! ¿Quién te mandó seguirme? ¡Que te embromes, pavote! Además, ¿con qué derecho me estás retando si nunca fuiste para mí otra cosa que un amigo? ¡Ojalá que te lleve el diablo, estúpido!

Esa noche, Mila no logró dormirse, tristísima por la pelea con Chacho, tristísima, pero aún más, mucho más (¿y qué sentido tenía engañarse a sí misma?) al recordar a Silvestre. El día de la verdad había llegado. Ya no podía ocultarle que se mudaba a Buenos Aires.

Y la idea de la obligada separación le aceleraba los latidos. Cuando esa tardecita se encontró con el pastor no pudo silbar ni siquiera una nota. Las lágrimas le velaban la carita. De golpe le contó —entonces— el asunto de la mudanza a la capital y esta revelación repercutió como un golpe en el corazón de Silvestre. Nervioso, el chico mascaba sus raíces con inusitado vigor cuando reaccionó —a duras penas— de la ingrata noticia y le dijo:

—Mila, nadie, no, ninguno, nunca, podría comprender cuánto te quiero. No voy a soportar tu ausencia, ni vivir extrañando tus bellos silbidos… Y no creo que regreses aquí… Por eso, no voy a permitir que te vayas… No… Yo te quiero… Te quiero…

Desesperado, el muchacho la abrazó a la par que escupía esa especie de chicle de raíces. Mila comprendió que iba a besarla y —vergonzoza como era— trató de resistirse, aunque deseaba ese beso tanto como él.

No pudo.

El abrazo de Silvestre aumentaba en intensidad hasta el punto de dificultarle la respiración y su boca se posaba sobre la suya, cuando — horrorizada y al borde de la asfixia— Mila vio que el pastorcito se iba transformando —velozmente— en una boa esmeralda, en la misma boa que había acudido fascinada por su silbo días atrás, en esa que —ahora— se le enroscaba alrededor del cuerpo y ante la cual no tenía defensa alguna.

Dos tiros de escopeta alteraron la siesta campesina.

Mila y la boa cayeron —estrechamente unidos— sobre las hierbas y junto al árbol de sus encuentros.


La niña despertó —horas después— en una sala del hospital de la zona, rodeada de su familia. La madrina le acariciaba el pelo. Todos parecían haberse colocado máscaras de dolor.

Mila trató de moverse. El yeso que cubría su torso se lo impidió. Un collar ortopédico le sujetaba la parte del cuerpo que une la cabeza con el tronco. No entendía nada. ¿Acaso la pesadilla que evocaba vagamente y muy en fragmentos —debido a la medicación— no había concluido aún?

¿Qué le ocurría?

La mudanza se postergó hasta que Mila fuera recuperándose físicamente por completo.

Las costillas quebradas se soldaron a la perfección.

Los huesitos del cuello recobraron su habitual movilidad.

Las lastimaduras de sus labios cicatrizaron sin dejar rastros.

Sólo su alma seguía profundamente herida, con el espanto instalado en toda su dimensión.

Y bien presentía ella que esa herida iba a permanecer abierta… La madrina fue la encargada de contarle —con suma delicadeza— lo que le había sucedido.

Gracias a Chacho estaba viva.

Muerto de celos, la había seguido al monte sin que ella se diera cuenta, aquella tardecita de la última cita con… digamos con Silvestre… Chacho cargaba su escopeta por las dudas de que Mila lo pescara por allí. Era un pretexto. Le diría que andaba cazando y que —por casualidad— se habían cruzado.

Escondido —como acostumbraba a hacerlo cuando espiaba a su amiga— presenció el episodio entero que la había tenido a ella como protagonista. Abrumado por los celos primero y sobreponiéndose a su propio terror después, había visto entonces —también— cómo el supuesto pastorcito se convertía en una serpiente gigantesca que se arrollaba en torno a la chica. No dudó en dispararle dos veces.

Sólo cuando tuvo la certeza de que el reptil estaba muerto y Mila desvanecida entre el viscoso cuerpo que la aprisionaba, corrió en busca de auxilio para el rescate.

Los médicos del hospital solicitaron la colaboración de algunos viejos curanderos para recolectar y analizar raíces que “Silvestre mascaba continuamente”, de acuerdo con el estremecido testimonio de Mila.

Aunque le costó convencerse, no tuvieron más remedio que aceptar su versión de los hechos como la única posible. Las pruebas eran irrebatibles.

—Los reptiles que recorren los campos pueden —a veces— tomar formas humanas… —dijo uno.

—… con sólo triturar en su boca la raíz de esta planta que se usa para brujerías… —agregó otro.

—Su transformación en personas dura mientras la mastiquen y mastiquen sin cesar… —afirmó el tercero. —Por eso, la boa mantuvo su apariencia de muchacho en tanto no se desprendió de ella…

—Entonces, ese pastorcito que conoció la niña… fue sólo una ilusión óptica… —concluyeron los médicos.

—¡No! ¡Silvestre era un chico de carne y huesos! —exclamó Mila cuando le informaron acerca del fenómeno. —¡Tan real como yo! ¿Por qué no revelan las fotos que nos sacamos juntos?

En las fotografías —que la madrina demoraba en revelar debido a la aversión que le producía rememorar la espantosa experiencia vivida por su ahijada— pudieron ver —todos— sendas series de imágenes de absoluta nitidez.

En la primera de ellas, un gigantesco ofidio captado en diferentes serpenteos y mirando fijamente a la cámara en ciertas tomas… En la segunda serie, la amorosa parejita que componían Mila… y ese “pastor” de rasgos afilados y ojos brillantes y verdes, verdes como la piel de la boa esmeralda que era y que había vibrado con tan extraño amor.


Fuente original:“Queridos monstruos” de Elsa Bornemann

Subido por: Naaga

— Via Creepypastas

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