El carruaje de la muerte

El Puente Negro
El Puente Negro

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En las ciudades de ayer, eran otras noches; tenebrosas y profundas, oscuras y silenciosas. Ni el sistema “Vergara” de iluminación, ni el arco voltaico en el siglo XIX, cambiaron las sombras de las tinieblas hasta que la luz eléctrica se inauguró el 16 de agosto de 1898.

Se alumbró la Presidencia, El Parián y algunas calles. Un foco en cada esquina de 25 bujías, no fue aún suficiente para espantar las consejas sobre muertos y aparecidos. Ni las casonas en noches de tertulia, profusamente iluminadas con el sistema que fuera, pudieron ahuyentar el duende de la fantasía. Las leyendas y cuentos sobre ánimas eran temas de conversación cotidiana, las almas eran crédulas, las personas proclives al pavor, al susto, al terror.

El toque de ánimas, campanadas lúgubres de triste tañer, más parecían dobles llamados al descanso nocturnal, rutina de cada día del año, que hacer último del campanero, campo propicio para el cultivo y beneficio de cuentos de espanto. El mes de octubre es como los demás, si no fuera por la luna. Un día de todos ellos, es la luna llena. Esa noche el satélite natural de la tierra está más brillante, es cuando faltan unos días para el Día de Muertos, es noche quieta y de inquietos luceros, es cuando los parroquianos han visto el carruaje de la muerte. Los más entendidos en la materia, esa noche no salen de sus casas, se encierran a piedra y lodo. Al filo de las 12 de la noche, no se asoman a la calle. Es frecuente oír el paso de la carreta. Su caminar es inconfundible, empieza con rechinido alto y termina en bajo, molesto es el estridulo, es como un pito de calabaza que baja a clarinete, de aquí a saxofón para terminar en trombón o en tuba. Ése extraño carromato no lleva prisa, pasa lento, nadie sabe de dónde sale; de repente ya está rodando. Por cualquier calle aparece en Santa María, Santo Santiago, San Juan o San Francisco.

Dicen que va de un barrio a otro, de crucita en crucita. Sucede una cosa rara, siempre sale en luna llena de octubre, a unos días del día de los Fieles Difuntos. Hay otros años que el muertero del carricoche de la muerte se le hace tarde para salir y prefiere no esperar la luna llena de octubre. Viene también en noches de relámpagos y tormentas, cuando el aguacero llena calles, plazas y callejones. Es el carro de la muerte, un coche arrastrado por un jamelgo flaco y cojo. Es reconocido por su arrítmico andar, por su eterno chirriar. En el pescante, una señora tílica y ñenga, lleva las riendas del rocín. Los Perros ladran, la madona no se inmuta; sólo voltea y les enseña los dientes. Dicen que pasa por todo el pueblo, la carreta lleva un ataúd al panteón. Una de tantas noches un parroquiano asomó al escándalo; en el momento un rayazo pegaba en la torre del templo, la iluminación momentánea le hizo ver una escena escalofriante: la señora calaca, el penco cojo. En la galera arrastrada por el rocín, un ataúd y en él, tendido entre cuatro velas, el curioso parroquiano. El trueno del rayo se fue perdiendo como se pierden los truenos en la barranca, el parroquiano, lánguido como un difundo, se le puso blanca y erizada la cabeza; cano de la impresión, se quedó y así murió. Dobles al siguiente día. Misa de cuerpo presente en el templo, recibía responsos el compadre de la visión, el que iba en el armatoste entre cuatro velas, el que se asomó par a ver la carreta de la muerte. Por eso es costumbre arraigada oír y cerrar. En cuanto se escucha la carroza de la muerte todos se encierran. Los curiosos pagan con la muerte su indiscreción. No quieren ver ni oír.

— Via Creepypastas

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