El alma de una guitarra

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Juan Sebastián estaba al borde de las lágrimas, se sentía frustrado por no ser capaz de alcanzar físicamente donde sí llegaba su mente, su corazón, su alma. Las paredes de su habitación se estrechaban emulando una celda que poco a poco iba oprimiendo su ilusión. Juan Sebastián era músico, o más bien deseaba serlo, pero no encontraba la inspiración y, sobre todo, parecía no poseer el talento para poder ser una estrella de rock, que es lo que más deseaba en el mundo.

Cada tarde, después de clase, acudía raudo a su habitación donde ensayaba durante horas con la guitarra eléctrica que le regalaron sus padres dos años antes. Sus vecinos casi eran partícipes de su sueño, ya que tenían que aguantar estoicamente cada acorde del muchacho con bendita resignación.

Las veinticuatro horas que tenía el día Juan Sebastián se las pasaba pensando en música, en letras de canciones, en melodías, en ritmos o acordes virtuosos que en su mente salían sin dificultad pero, a la hora de posar los dedos sobre el mástil, no sonaba como había imaginado. Su vida era la música, respiraba música, soñaba música, no veía otra cosa que música. Tenía tanta devoción por su guitarra que ésta se había convertido en su mejor amiga, en su única amistad, porque Juan Sebastián no tenía amigos y en más de una ocasión había notado que sus compañeros de clase se burlaban de él. Sabía que lo llamaban el loco de la guitarra, pero eso a Juan Sebastián le daba igual, sólo quería llegar a casa y notar la maravillosa sensación del tacto de las cuerdas de su guitarra en la punta de sus dedos.

Apenas se bañaba para que la dureza de sus dedos se mantuviera, si se mojaba mucho los dedos el agua reblandecía la piel y no tocaba igual. Tenía diecisiete años y apenas había logrado alguna actuación en uno de los bares más cochambrosos de la ciudad. Sus ídolos eran Joey Satriani, Yngwie Malmsteen y, en menor medida, Steve Vai. Quería llegar donde ellos habían llegado, pero cada vez que agarraba la guitarra se daba cuenta que le faltaba lo que a ellos les sobraba; talento. Y eso le frustraba porque sentía que, por muchas horas que practicara, por mucho que amara la guitarra y la música, nunca llegaría a ser como ellos.

Cada tarde, cuando salía de la escuela, camino de su casa, Juan Sebastián pegaba carteles por las paredes y dejaba panfletos en los bares donde se lo permitían solicitando una banda: un batería, un bajo y una guitarra rítmica. En ese anuncio dejaba muy claro que él sería el líder de la banda y que ésta estaría sujeta a las exigencias de la guitarra solista. También había puesto multitud de anuncios en internet pero, dadas las altas exigencias, muy pocos habían sido los que habían llamado y una vez les había hecho una pequeña prueba, los había descartado a todos. Ninguno tenía la suficiente calidad para acompañarlo, porque Juan Sebastián no era como sus ídolos pero su nivel estaba muy por encima de la media. Pero para él no era suficiente.

Cada día que tocaba era como una pequeña agonía, necesitaba llegar un poquito más lejos, alcanzar los acordes dónde no llegó el día anterior, buscaba superarse a cada momento, hasta que llegaba al punto en que no era capaz de avanzar. Era una obsesión que le carcomía día y noche. Sus padres le observaban con preocupación, le insinuaban que debía hacer amigos, salir y dejar un rato la guitarra, pero como única respuesta obtenían silencio y el ruido de la puerta de su cuarto al cerrase para enseguida escuchar nuevos acordes saliendo de su amplificador. “Si lo sé, no le compramos la maldita guitarra” dijo su padre en una ocasión. No comprendían como el mundo de su hijo se había reducido a las seis cuerdas de su guitarra.

Una tarde, cuando Juan Sebastián salía de un bar de mala muerte al que había ido a dejar algunas hojas anunciándose para tocar y otras para buscar una banda, pasó por un callejón en el que había un vagabundo escarbando en el interior de un cubo de basura. No supo por qué, pero Juan Sebastián permaneció unos segundos observando al viejo trajinar dentro de la basura. Era una escena con cierto patetismo, Juan Sebastián pensó que por nada del mundo acabaría como ese hombre. Cuando ya se disponía a marcharse el viejo le llamó.

-Eh muchacho, espera un momento.

-¿Qué quiere?-dijo Juan Sebastián desde donde estaba, mostrando cierta desconfianza.

-Supongo que un muchacho como tú tiene muchos sueños y por nada del mundo quiere verse metido en un cubo rebuscando entre la basura, ¿verdad? –El mendigo se acercó a él lentamente, cojeando.

Sonreía, mostrando una boca carente de prácticamente todos los dientes. Tendría más de sesenta años y la cara llena de arrugas y desgracias. En la cabeza portaba una especie de gorra de lana que no lograba esconder un pelo enredado y dejado. Llevaba un abrigo raído y sucio abrochado hasta el cuello y que le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas. Como calzado, unas botas rotas que dejaban ver unos calcetines agujereados y con apariencia de llevar más tiempo en los pies del viejo que la propia miseria.

-Sí, pero, ¿qué es lo que quiere? No tengo dinero.

-No quiero tu dinero, tan sólo quiero saber cuál es tu sueño.

El vagabundo ya estaba a la altura de Juan Sebastián, a escasos centímetros. Desde esa poca distancia pudo comprobar los surcos que la vida había dejado en el rostro del viejo en forma de arrugas y también percibió la pestilencia que emanaba el mendigo. Era un olor a pescado podrido y orines que le hizo retroceder.

-Mi sueño…-vaciló-pues me gustaría ser un gran guitarrista pero…

-No tienes el talento que te gustaría tener.

-Sí, pero…

Juan Sebastián no sabía que hacía hablando de sus sueños con un vagabundo, pero había algo en ese hombre que ejercía cierto magnetismo y no podía resistirse a hablar con él. Era su mirada o tal vez su tono de voz, grave, seguro de sí mismo.

-¿Qué darías por tener ese talento que ansías?-preguntó el viejo mendigo clavando sus pequeños ojos negros en el rostro de Juan Sebastián.

-No sé, yo…

-Veo que no estás muy seguro de lo que quieres-el viejo parecía estar retándolo.

-Todo, daría todo por cumplir mi sueño.

-Todo… ¿Qué es para ti todo?

-No sé…todo es todo.

-Pongamos un ejemplo. ¿Darías una pierna por alcanzar eso que llevas anhelando toda tu vida?

-Si-dijo Juan Sebastián sin vacilar un solo segundo.

-¿Estás completamente seguro de ello?

-Sí, completamente seguro.

Juan Sebastián se imaginó tocando ante miles de espectadores con una prótesis en una de sus piernas. La falta de una pierna no era obstáculo para poder tocar bien la guitarra.

-Muy bien muchacho, muy bien. En esta vida se ha de estar dispuesto a sacrificarse por lo que uno quiere.

Juan Sebastián no entendió muy bien el sentido de aquel diálogo, y ante el silencio del viejo dio media vuelta para marcharse, pero antes de que pudiera iniciar su camino unas palabras frenaron de golpe sus intenciones.

-Buena suerte, Juan Sebastián-la voz sonó como muy lejana, con cierto eco.

Juan Sebastián se giró de golpe pero en el sucio callejón donde antes estaba el viejo mendigo no había nadie. “¿Cómo sabía ese viejo mi nombre?”, se preguntó. No le dio mucha importancia, se subió el cuello de su chaqueta, metió las manos en los bolsillos y se fue caminando hacia su casa.

Unas semanas después de ese encuentro, que Juan Sebastián ya había olvidado, al volver de la escuela y con prisas para llegar a su casa, ya que quería practicar unos acordes a los que había estado dándole vueltas desde la mañana, Juan Sebastián cruzó sin mirar una calle, tan solo escuchó un fuerte frenazo y, durante la fracción de segundo que le dio tiempo a mirar, vio un coche tan cerca que tuvo la certeza de que iba a ser atropellado. Después del terrible golpe, la oscuridad total.

Juan Sebastián sufrió múltiples facturas, pero la peor secuela que le dejó el accidente fue la amputación de su pierna izquierda. Cuando despertó, tras pasar inconsciente varias horas tras la operación, no sabía qué había pasado ni dónde se encontraba. Se vio postrado en la cama de un hospital y su madre sentada en una silla al lado suyo. Ella se incorporó como un resorte al ver que su hijo había despertado, tenía los ojos rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando durante horas. Tras muchas vacilaciones, le dijo a su hijo que había perdido una pierna. Juan Sebastián alzó la sábana blanca y en el lugar donde anteriormente estaba su pierna sólo había vacío. No tenía pierna de rodilla hacia abajo. No musitó una sola palabra. Tardó unos segundos en recordar al vagabundo y sus extrañas preguntas. Un escalofrío recorrió toda su espalda.

Tras un mes de estar tumbado en aquella cama, Juan Sebastián por fin pudo ir a su casa y lo primero que hizo fue lo que había estado deseando hacer durante el último mes; coger su guitarra ante la estupefacción de sus padres.

Llevaba días pensando en nuevos acordes y melodías. La música que flotaba por su cabeza como un barco a la deriva fue su mayor estímulo para pasar el mal trago de la convalecencia. Ante su sorpresa, no le fue difícil trasladar a su guitarra los acordes que tenía en mente, era como si sus dedos se deslizaran por el mástil con total autonomía. Nunca había movido sus manos con esa soltura, con esa agilidad y determinación. No podía creerlo, ni siquiera pensó en la pérdida de su pierna, sólo podía pensar que estaba tocando la guitarra como nunca lo había hecho. Para su pierna ya tenía una prótesis.

Después de encontrar una banda que sí satisfacía todas sus necesidades, comenzó a tener actuaciones por los clubes más importantes de la ciudad. Estaba labrándose un nombre y las llamadas se multiplicaban tras cada actuación. Tras esas primeras actuaciones y los primeros aplausos, Juan Sebastián pensaba que ya había logrado todo, pero tras las primeras noches de gloria, saciado el ego primerizo, se encontró de nuevo con hambre de ser mejor. Se decía a sí mismo que todavía podía hacerlo mejor, aún podía llegar más lejos. Quería llegar donde nadie antes hubiera llegado. Quería ser el número uno. Llegó a aburrirse de tocar en esos clubes, ya no le llenaba actuar delante de doscientas o trescientas personas. Deshizo la banda y pensó en su “ángel de la guarda”.

Pasó varias veces delante del callejón en el que había tenido el encuentro con el vagabundo pero nunca lo encontró. Volvía a estar desesperado, volvía a estrellarse con un límite a su talento, no podía ir más allá, era como correr para avanzar y toparse con un sólido muro.

Una mañana, tras salir del local de ensayo que habían podido alquilar gracias al dinero recaudado, Juan Sebastián se dirigió a comer algo al bar que se hallaba al lado del local, cuando un limpia botas sentado en su silla se incorporó y le abordó para limpiarle los zapatos. Juan Sebastián se negó, sin apenas mirarle a la cara siguió su camino, pero el hombre insistió.

-Le dejaré los zapatos relucientes señor. Unos zapatos relucientes son el primer paso para cumplir todos sus sueños.

Esa última frase hizo que Juan Sebastián se detuviera en seco. Levantó la mirada y ante él vio a un hombre de unos cincuenta años, con el pelo cortado a cepillo pero limpio y una sonrisa amplia. Sus dientes eran amarillos y sucios, pero tenía todas las piezas. No cojeaba. Su mirada era clara y firme, aunque continuaba pestañeando continuamente, como si algo no le dejara ver con claridad. Juan Sebastián supo ver en ese rostro al viejo vagabundo, pero rejuvenecido más de diez años.

-Siéntese amigo y hablemos de sus sueños mientras le limpio sus zapatos.

Juan Sebastián se sentó sobre la silla dejándose caer, como hipnotizado, sin voluntad, sabiendo que ese hombre era el único que podía darle todo lo que anhelaba.

-Cuénteme amigo, ¿tiene todo lo que desea?

-¿Qué quiere esta vez? ¿La otra pierna?

-Veo que quiere ir al grano. Me gustan los hombres decididos, sí señor, pero le diré que la otra pierna no, esta vez habría que hacer un sacrificio mayor, ¿no cree?

Juan Sebastián no contestó y se limitó a mirar al viejo, esperando a que continuara.

-A mayor recompensa, mayor sacrificio. ¿Qué le parece su vista a cambio de sus sueños?

-¿Mi vista?-exclamó asustado Juan Sebastián-pero eso es…

-Veo que ya no está tan seguro de lo que quiere.

-Sí, sí lo estoy, pero si pierdo la vista no podré tocar la guitarra, no veré el…

-Sí, sí podrá tocar la guitarra, mejor que nunca. Le guiarán sus dedos no sus ojos.

-Está bien, pero esta vez quiero ser el mejor, el número uno.

-A mayor sacrificio, mayor recompensa, Juan Sebastián. Listo, ¡zapatos brillantes!

A la mañana siguiente, al despertarse, Juan Sebastián notó que había perdido parte de su visión. Apenas podía distinguir los objetos más alejados de su habitación. Todo parecía estar bajo una bruma que le impedía ver las cosas con claridad. No le importó, agarró la guitarra y comprobó que sus movimientos eran más rápidos, más ágiles, más virtuosos. No le hacía falta ver, la música le salía de dentro, incluso cerraba los ojos para sentir mejor el baile de sus dedos recorriendo el mástil. Las notas que surgían de su guitarra parecían extraídas de la partitura de alguno de sus ídolos. Lograba un sonido limpio, sin asperezas, totalmente pulido, a la vez que agresivo y original.

Un mes después, Juan Sebastián se había quedado completamente ciego y firmaba su primer contrato en una discográfica.

Los siguientes cinco años representaron el encumbramiento de Juan Sebastián como músico, en el mundo artístico fue conocido como John Sebastian. Se labró una carrera exitosa, vendía millones de discos alrededor del mundo, era portada de las revistas especializadas más importantes, tenía miles de fans, llenaba los pabellones y estadios más grandes. Se podía decir que con sólo veintitrés años era el mejor guitarrista del planeta. Nadie parecía dudar de su talento.

Una mañana, uno de sus asistentes le estaba leyendo una de esas revistas especializadas. El asistente, sin pensar mucho en las consecuencias, se fijó en el titular de un artículo “¿John Sebastian es el mejor guitarrista de la historia?”, y se lo leyó. Dicho artículo estaba desarrollado en las páginas interiores, en las que los críticos exponían sus puntos de vista, y varios de ellos negaban que fuera el mejor de la historia, incluso “se atrevían” a criticar su estilo, que describían como “demasiado barroco y complejo”. Encolerizado, Juan Sebastián tiró la revista y golpeó todo lo que tenía alrededor, incluso al asistente que le estaba leyendo la revista, estaba fuera de sí. Destrozó la suite en la que se encontraba. Fue detenido por la policía y todos los medios de comunicación se hicieron eco de ese episodio violento.

A las pocas horas fue puesto en libertad tras pagar una fuerte suma de dinero como fianza. Tal cantidad fue abonada por el ejército de abogados que velaban por sus intereses. Pero John Sebastian no volvió a ser el mismo tras ese incidente. Anuló todos sus compromisos y conciertos y se dedicó únicamente a ensayar y a probar cosas nuevas. Se pasaba horas y horas en sus estudios de grabación, apenas dormía, casi no comía, tenía un aspecto demacrado, pero fue consciente de estar viviendo una experiencia ya conocida: La de haber llegado al límite de su talento.

Quería ir más allá de donde nadie había llegado. Quería que todo el mundo tuviera la certeza de que era el mejor guitarrista de toda la historia. Debía encontrarse con la única persona que podía darle lo que estaba buscando. Salió a la calle con su bastón y dio vueltas por toda la ciudad, esperaba más bien que el viejo diera con él, ya que Juan Sebastián no podía ver. Exhausto, se sentó en el banco de un parque. Cuando ya había perdido toda esperanza, una voz pareció dirigirse a él.

-¿Qué tal va el día?-dijo una voz suave. Hombre de unos treinta y cinco años de edad, no es él, pensó Juan Sebastián.

-Mal-dijo secamente el guitarrista.

-¿Qué necesitaría para que fuera mejor?

-Nadie puede darme lo que necesito.

-Prueba, quizás yo sí puedo cumplir todos sus sueños.

Juan Sebastián no podía verlo, pero supo que estaba sentado una vez más al lado del hombre que le había dado todo. Si hubiera podido verlo, se habría sorprendido del nuevo aspecto de su “ángel de la guarda”. Era un hombre sano, fuerte, de amplia y limpia sonrisa, de mirada clara y mata de pelo abundante. El hombre que había a su lado apenas tenía treinta y cuatro años.

-Quiero ser el mejor y esta vez quiero serlo y que nadie dude de ello.

-Bueno, eso requerirá un gran sacrificio.

-Pida lo que quiera, estoy dispuesto a dárselo.

-Esta vez tiene que ser algo exclusivo, ya que lo que pides es algo… digamos muy especial.

-Dígalo de una vez. ¿Qué quiere?

-Su corazón.

-¿Mi corazón? Sin él no podría vivir ¿Qué sentido tendría?

-No, tu corazón seguiría latiendo, vivirías, pero dejarías de sentir, tan sólo eso.

Por unos segundos se estableció un tenso silencio.

-Me parece bien.

-¿Estás seguro? Luego no habrá marcha atrás.

-Estoy completamente seguro.

-Perfecto, Juan Sebastián. Tendrás lo que has deseado.

Juan Sebastián se levantó al notar que ya no había nadie a su lado. Estaba deseando llegar a casa y coger una de sus guitarras, pero enseguida pensó que no siempre “el milagro” era inmediato. Divagó unos instantes sobre la pérdida de la capacidad de sentir, y llegó a la conclusión que tampoco era tan importante mientras todo el mundo reconociera que él era el mejor guitarrista de toda la historia.

Cuando despertó a la mañana siguiente, fue raudo a por una de sus cientos de guitarras. Intentó tocar pero le fue imposible, no sabía qué ocurría pero era como si en vez de mejorar hubiera empeorado. No reconocía como suyo lo que estaba escuchando. Los dedos se movían con rapidez y agilidad pero la música que salía era algo como metálico, era frío, como sin alma.

Sonó el teléfono de su mansión y al poco rato un criado le comunicó que había llamado el presidente del jurado de un importante premio musical y que habían acordado darle por unanimidad el premio al mejor guitarrista de la historia. John Sebastian no dijo nada, estaba angustiado, era como si una gran garra oprimiera su estómago. Lo intentó de nuevo y no obtuvo nada, era incapaz de comunicarse con su guitarra. Probó con otras, con todas y el resultado fue el mismo. Era como intentar sacar jugo de un limón totalmente exprimido. Su música no tenía sentimiento.

En un fogonazo, una luz, un flash hizo que Juan Sebastián pudiera ver, y se vio reflejado en el gran espejo que tenía enfrente de él. Fue sólo un segundo, pero lo que vio le heló la sangre: Ante él había un viejo demacrado, sucio y enfermizo que se asemejaba terriblemente al viejo vagabundo que un día se le acercó y le preguntó por sus sueños.

— Via Creepypastas

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