Demencia

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

A cualquiera que esté leyendo estas líneas, le suplico que continúe hasta el final.

En más foros de los que puedo recordar, mi historia ha sido borrada o bloqueada por su carácter “inverosímil” y “fantasioso”. Lo último que me queda es incluirla aquí, a riesgo de que quede perdida entre la realidad y la fantasía.

Disculparán que comience mi historia desde el principio, pero sólo así he podido continuar convenciéndome a mí mismo de que realmente sucedió, y de que todo lo que vi fue real.

Ruego al cielo que alguien pueda creerme, aunque en este punto incluso yo mismo empiece a dudarlo.

──────────────────────────────────────────────────────────────────────

Para que lo sepan, soy, o solía ser, un gran fanático de la exploración urbana. Y pocas ciudades en el mundo dan un escenario tan perfecto como la Ciudad de México. Aquellos de ustedes que la conozcan sabrán que es muy fácil encontrar antiguas casas coloniales abandonadas desde hace décadas, edificios que esperan su demolición hace años, y un sin fin de construcciones olvidadas por el tiempo que resultan irresistibles para alguien como yo.

Especialmente me interesaban las leyendas urbanas. Historias de voces que se escuchan al anochecer, pasos que resuenan en pasillos vacíos, y visiones que aseguran no ser de este mundo.

Ahora que lo pienso, no podría asegurar si mi interés en las leyendas me hizo volverme explorador urbano, o viceversa; pero cada vez que escuchaba una historia sobre algún edificio abandonado en especial, me asaltaba el irrefrenable deseo de visitar el lugar. Aunque debo admitir que la gran mayoría de mis incursiones sólo resultaban excitantes al momento de entrar, tornándose aburridas rápidamente cuando no veía nada más que paredes carcomidas por la humedad y alguna rata escapando de la luz de mi linterna.

Por esto es que cuando supe que la antigua biblioteca de una cierta institución, cuyo nombre no revelaré por razones obvias, iba a mudarse y a dejar abandonado su actual edificio, no pude resistirme a visitarla. Este edificio tiene zonas restringidas que nadie pisó durante años, antiguamente fue una casa funeraria, y circulan muchas historias sobre voces y pasos que podían escucharse a altas horas de la noche; no leyendas urbanas, sino historias que logré recopilar de primera mano y gracias a un conocido que trabajó ahí.

Era simplemente irresistible y, para variar, en esta ocasión esperaba sinceramente escuchar o ver “algo”.

Lograr entrar no era sencillo. Aún cuando la mudanza ya había terminado hacía mucho, no me topé con los usuales candados que se rompen con una simple palanca, ni las puertas de madera medio podridas que se caen a pedazos.

Puertas atrancadas y atadas con cadenas, ventanas tapiadas, y sin entradas laterales. El lugar parecía más una fortaleza abandonada que una biblioteca.

Sin embargo, a dos edificios de distancia, se encontraba un estacionamiento, más alto que la biblioteca, y que convenientemente daba servicio las veinticuatro horas.

Luego de entrar, vi que el cuarto piso estaba prácticamente a la misma altura que el edificio vecino. Midiendo la distancia, me percaté de que bastaría un simple salto para llegar a la azotea, aunque tendría que traer una cizalla para cortar la reja que evitaba que los curiosos hicieran precisamente lo que buscaba hacer yo. Desde ahí, sólo tenía que cruzar a pie y subir al techo de la biblioteca usando un viejo ducto de ventilación a modo de escalera.

Desde mi punto de observación, alcancé a ver una puerta en el techo de mi destino; decidí que esa sería mi entrada; accesible, oculta de la vista, y aparentemente fácil de abrir y cerrar.

Decidí entrar un sábado por la noche.

Dejé mi auto en el propio estacionamiento, pero en un piso distinto para evitar levantar sospechas. Esperé mi oportunidad pacientemente, y cuando estuve seguro que no había guardias cerca, corté la rejilla y salté hacia la azotea.

Sentí el golpe de la adrenalina al instante. Con el corazón acelerado, avancé pendiente de cualquier sonido;llegué a donde se encontraba el ducto y trepé a lo largo de los pocos metros que me separaban del techo de la biblioteca. Una vez ahí, respiré con un poco de mayor libertad, avanzando al abrigo de la oscuridad, y acercándome a la puerta que vi el día anterior.

Estaba abierta.

La miré extrañado, seguro de que la última vez había estado cerrada; una placa de metal oscuro y sin perilla, pero ahora estaba abierta de par en par, invitándome a entrar.

Con algo de desconfianza, me acerqué cauteloso y lancé una rápida mirada al interior. Con la poca luz que entraba de los rascacielos circundantes, alcancé a ver una escalera que descendía formando un espiral.

Esperé durante varios minutos, inmóvil, pero no escuché voces ni ruido alguno. El edificio parecía desierto.

Agradecí que alguien me hubiera ahorrado el problema de forzar la puerta, pero tampoco pude evitar una cierta sensación de desconfianza. Quienquiera que hubiera olvidado cerrarla, podría seguir dentro del edificio y, peor aún, podría tratarse de algún guardia de seguridad.

Aún así, me aventuré dentro tras asegurarme que la puerta no fuera a cerrarse sola luego de que entrara, y comencé a bajar muy despacio el primer tramo de escaleras, atento a la menor señal de alarma.

Para cualquiera que guste de la exploración urbana, sabrán que me resultaría muy difícil describir la sensación que te embarga cuando logras entrar a un edificio abandonado. Es una mezcla muy particular de curiosidad y emoción y, aunque estoy seguro que cada explorador lo diría de forma distinta, en mi opinión lo más emocionante es la expectativa ante lo desconocido. Nunca sabes que vas a encontrar dentro de este tipo de lugares, y es precisamente esa ignorancia la que vuelve este pasatiempo algo fascinante.

Luego de entrar, me recibió un silencio absoluto, roto únicamente por el eco de mis pisadas y el palpitar de mi corazón en mis oídos. Viendo como la luz menguaba rápidamente conforme descendía, me vi obligado a sacar mi linterna tras bajar el primer piso. Ahí la oscuridad se había hecho total, y hubiera sido incapaz de ver mi propia mano frente a mis ojos de no ser por la linterna.

A partir de este punto, me topé con unas pocas puertas que parecían guiar a algunas oficinas, pero todas se encontraban firmemente cerradas. Temeroso de hacer más ruido del necesario sin haberme asegurado de que realmente estuviera solo ahí dentro, no me atreví a forzar ninguna, así que seguí bajando con la esperanza de encontrar alguna abierta.

Con cada paso, sin embargo, comencé a notar un hedor al que en ese momento no le presté mayor atención. Era un inconfundible olor a excrementos, y entre más descendía, más fuerte se hacía; pero tampoco me pareció extraño, en ocasiones anteriores me había topado con cañerías rotas, así que seguí avanzando.

Ahí fue cuando recibí mi primera advertencia.

Debajo de mi, proveniente de la planta baja, escuché un sonido escalofriante, como si una decena de pequeños clavos estuvieran repiqueteando contra el piso.

Apagué la linterna instintivamente y me pegué a la pared, atento a cualquier sonido y temiendo que los latidos de mi corazón fueran a delatarme.

Nada.

¿Habrían sido los pasos de un guardia lo que escuché? Y si lo fueron, ¿cuál era el sentido de que estuviera ahí? Si vio el haz de luz de mi linterna desde abajo, ¿por qué esperarme ahí?, ¿quería ver si tenía el valor de entrar?, ¿sintió curiosidad? y ¿se tratará de un guardia? o, ¿de otra cosa?

El miedo y la emoción se agolparon en mi cabeza al verme incapaz de responder mis propias preguntas. Una parte de mí me gritaba que me largara de ahí; pero otra estaba encantada con la idea de que tal vez ese edificio estuviera vacío, y que ese repiqueteo fuera el “algo” que tan estúpidamente ansiaba experimentar.

Debí permanecer ahí, totalmente quieto, cerca de quince minutos. Hasta que finalmente reuní el valor para seguir adelante. La curiosidad venció a mi miedo.

Decidí que, si iban atraparme, bien podía evitar romperme todos los huesos del cuerpo rodando escaleras abajo, así que encendí de nuevo mi linterna, me acerqué al barandal, y dejé que la luz iluminara el espacio vacío en el centro de las escaleras que descendía varios metros hasta el nivel inferior.

Conforme movía el haz de luz de la linterna, logré ver el suelo de la planta baja, una entrada más amplía que daba a lo que parecía ser un vestíbulo, al menos dos pisos más de puertas cerradas, y otros tantos tramos de escaleras.

Entonces la vi.

Fue una fracción de segundo, pero la vi nítidamente. De pie, justo en el piso inferior al mío y mirándome directamente, había una mujer.

Mi cuerpo se congeló.

Aún ahora que estoy repasando lo que me sucedió, sigo siendo totalmente incapaz de describir a esta mujer con detalle. Sólo puedo decirles que estaba descalza y muy delgada, vestida con harapos, de largo cabello oscuro y sus ojos… Dios mío, ¡Lo único que pude ver entonces fueron sus malditos ojos!

Dos pozos de ira llameante muy abiertos, tan grandes que parecían no ajustarse en su rostro desencajado, de un color azul casi iridiscente, y que resaltaban de forma macabra en medio de la oscuridad.

Nadie, ni nada, me había mirado jamás así.

Contra mi voluntad, comencé a temblar y unas lágrimas comenzaron a surcar mis mejillas. En ese instante en que nuestras miradas se cruzaron, fue como si alguien me hubiera golpeado en el estómago con toda su fuerza mientras que me susurraba al oído: “Quiero que mueras”.

Sintiendo como mis manos se crispaban al tiempo que un sabor ácido me inundaba la boca, vomité sobre el barandal sin poder contenerme.

Cuando levanté la mirada de nuevo, ella ya no se encontraba ahí.

Aquello fue más de lo que pudo soportar mi escepticismo.

Cómo una ráfaga, di media vuelta y subí a gatas por las escaleras con la horrible sensación que sólo alguien a quien han perseguido podría entender; sentí su mirada clavada en mi nuca, su respiración acariciando mi piel, y a cada paso que daba temí girarme, pues sabía que me encontraría de nuevo con esos ojos, a escasos centímetros de mi cara.

En mi carrera, más que salir, me arrojé fuera, y la puerta, que tan firmemente había atrancado para evitar que se moviera, se cerró sola con tal fuerza que creí que se rompería.

Caí de espaldas horrorizado, incapaz de alejar la mirada. No podía moverme, no podía gritar, mi cerebro simplemente se quedó pasmado en la única sensación que podía sentir: terror.

Me erguí luego de lo que me parecieron siglos, di media vuelta, y corrí más rápido de lo que jamás me creí capaz. Cuando llegué al ducto de ventilación, salté al vacío y rodé por el piso, seguí a toda velocidad hasta el estacionamiento, y trepé igual a como lo hubiera hecho un mono. Ya dentro, seguí mi desesperada carrera, impulsado por un miedo supersticioso que rayaba en el pánico, y sin dejar de tener la sensación de que alguien aún me estaba siguiendo.

Llegué a mi auto, lo puse en marcha, y aceleré a fondo. Salí del estacionamiento luego de arrojar un par de billetes al confuso cajero de la entrada y me perdí en la noche. Pero no dejé de mirar por el espejo retrovisor ni un instante.

──────────────────────────────────────────────────────────────────────

Pasaron semanas antes de que siquiera me atreviera a hablar con alguien de lo ocurrido.

Ese día, luego de salir del estacionamiento, llegué a mi departamento y corrí todos los cerrojos de la puerta, el pestillo de todas las ventanas, y me encerré en mi habitación, bajo las mantas de mi cama, temblando igual que un niño pequeño.

El temor que aún me atenazaba era demasiado real, demasiado cercano, y sin importar cuanto lo intentara, cada vez que cerraba mis ojos, los veía. Esos pozos azules de odio que se habían quedado grabados a fuego en mi memoria.

Basta decir que no dormí esa noche, ni tampoco las siguientes.

Pasaron los días. Inventé que estaba enfermo cuando llamaron de mi trabajo, y me negué a contestar mi celular cada vez que sonaba hasta que, preocupado, mi hermano llegó a tocar directamente en la puerta de mi departamento, exigiendo que abriera.

Mi hermano (al que llamaré Alex por razones que espero sepan entender) se quedó parado durante horas, aporreando mi puerta, hasta que finalmente lo dejé pasar.

─ ¿Qué demonios te sucedió? – me increpó furioso ─ ¿Sabes lo preocupado que está todo el mundo? Hace semanas que nadie sabe nada de ti; no has ido al trabajo, no has ido a la universidad, y encima tienes el jodido descaro de no contestar mis llamadas ¿Cuál es tu maldito problema?

Se lo conté todo. ¿Qué más podía hacer?

Pero al terminar me lanzó esa sonrisa suya tan característica que, para los que lo conocemos, quiere decir “no te creo ni una palabra”.

Me enfureció que no me creyera, y mi orgullo recibió un duro golpe. ¿Qué imaginaba? ¿Qué me había pasado dos semanas enteras drogándome y teniendo alucinaciones? Pero sin importar con cuanta vehemencia le explicara lo que vi, no logré convencerlo.

─Debió ser un guardia ─ me dijo ─. Sólo que en tu cabecita ya te habías imaginado que ibas a encontrarte con algún muerto viviente y sólo viste lo que querías ver.

─ ¿Y cómo explicas entonces lo de la puerta? – le pregunté.

─Las puertas de las azoteas están siempre diseñadas para cerrase solas. Justamente para evitar que un idiota las deje abiertas y algún holgazán curioso se meta a un edificio abandonado durante la madrugada.

Soy una persona orgullosa, muy orgullosa. Y ese es uno de mis peores defectos, uno que, más de una vez, me hizo tomar decisiones impulsivas y sumamente estúpidas.

Lamentablemente, esta no fue la excepción.

─ Te llevaré para que lo veas tu mismo.

Alex comenzó a reírse con descarada tranquilidad.

─ ¿De nuevo vas a arrastrarme a tus jueguitos? – me preguntó burlón ─. Como quieras, si tantas ganas tienes de que encontremos un abrigo colgado en una puerta en lugar de tu fantasma, adelante, dime qué día iremos.

─ Hoy mismo – le respondí con un hilo de voz, dándome cuenta de lo que implicaría regresar ahí.

Resulta muy interesante como es que nuestra mente, al toparse con algo que no alcanza a comprender y que escapa a los confines de nuestro entendimiento, busca por todos los medios alguna forma de racionalizar lo sucedido; ignorando todo cuanto había visto y sentido, el abrigo, y la puerta diseñada para cerrarse por si sola, resultaron tan buenas excusas como hubiera sido cualquier otra.

Nos encontramos esa noche en el estacionamiento junto a la biblioteca. Y cada minuto del trayecto pensé en retractarme, en aceptar que estaba equivocado, lo que fuera para no regresar ahí. Pero cada vez que mi instinto casi lograba prevalecer, mi lógica de nuevo lo hundía con alguna explicación perfectamente racional. Además, la mera idea de tener que soportar a Alex mofándose de mí y tratándome como un cobarde era algo que no pensaba tolerar.

Sin dejar de burlarse de mí ni un minuto, guié a mi hermano por el agujero que había cortado en el enrejado del estacionamiento, a través de la azotea, y hasta el techo de la biblioteca.

La puerta estaba abierta de nuevo.

Comencé a temblar incontrolablemente, pero Alex pareció no darse cuenta. Sin mirarme siquiera, comenzó a avanzar hacia la entrada, feliz de que tuviéramos tanta suerte.

Yo no estaba tan seguro de eso.

Alex cruzó la puerta y comenzó a hacerme señas para que lo siguiera al tiempo que encendía su propia linterna. Pero mis piernas, en un acto de sabiduría, se negaron a moverse.

─¿Qué estás esperando? – me preguntó burlón ─. ¿Piensas quedarte ahí parado sin hacer nada?

No respondí. Así que, encogiéndose de hombros, dio media vuelta y comenzó a bajar las escaleras.

Me quedé solo en el techo, con mis pies negándose a obedecerme.

Con desesperación, volví a repasar en mi cabeza todas las excusas que me había creado para no sentir miedo, para convencerme de que no había nada que temer, y lograr que mis rebeldes piernas volvieran a obedecerme. Pero entonces me di cuenta de algo.

La cara de la puerta que miraba hacia el interior del edificio estaba destrozada de pies a cabeza por lo que parecían ser incontables arañazos hechos con algún artefacto sumamente afilado.

Mentiría si dijera que mi primer instinto no fue darme media vuelta y largarme de ahí. Pero ese imbécil era mi familia, y en el fondo sabía que era la única persona que, a pesar de no creerme, me habría acompañado a ese lugar para convencerme de que todo estaba en mi cabeza.

Avancé hacia la entrada, y al momento en que cruce la puerta me di cuenta del enorme error que estaba cometiendo, simplemente lo supe, pero tenía que encontrar a Alex.

Ya no me importaba confirmar nada, ni tampoco si mi hermano me trataba como una niñita asustada el resto de mis días; sólo quería encontrarlo y largarme de ahí.

Me asomé por el vacío en el centro del espiral, esperando ver la luz de su linterna. Pero abajo sólo había tinieblas.

Lo llamé con la voz entrecortada, pero nadie me respondió. Así que haciendo acopio de fuerzas, comencé a bajar, adentrándome en la oscuridad del edificio.

Descendí cada peldaño sin atreverme a mirar a mí alrededor. Ahora incluso dudo si la razón por la que no vi nada fue porque no encendí mi linterna, o porque me negué a abrir mis ojos.

Cuando me di cuenta, ya me encontraba en la planta baja y aún no había señales de Alex.

Reprimiendo el miedo que amenazaba con paralizarme, atravesé un pórtico y me encontré en un enorme vestíbulo que debió haber sido la recepción de la biblioteca; era verdaderamente gigantesco, o al menos me lo pareció en ese momento.

Di algunos tímidos pasos esperando que mi linterna de alguna forma lograra penetrar las tinieblas que me rodeaban y llamé a Alex con desesperación, pero nuevamente sólo me respondió el eco de mi propia voz.

Al menos hasta que lo escuché de nuevo.

Era el sonido de los clavos, repiqueteando contra el suelo a lo lejos, ocultos en la penumbra que se tragaba el fondo del vestíbulo.

Un sudor frío me perlo la frente y pude sentir un nudo en la boca del estómago; estaba aterrado.

La mera idea de tener que volver a mirar esos ojos, me quebró.

No puedo explicarlo, y aunque lo hiciera, no lo entenderían. La sensación que me embargó cuando nuestras miradas se cruzaron fue espeluznante, un escalofrío recorrió mi espalda al tiempo que una oleada de emociones me recorría; miedo, odio, terror, ira. Soy incapaz de describirlo, simplemente no puedo, y el pensar que tendría que volver a mirarlos fue más de lo que pude soportar.

Grité histérico el nombre de Alex, corriendo de un lado a otro del vestíbulo, hasta que lo vi. Estaba de pie, mirándome divertido, justo en el pórtico que daba a las escaleras en espiral.

Corrí hacia él, y pude ver la transformación en su rostro cuando vio el miedo que me impulsaba. Ya no dijo nada, sólo evitó que me estrellara contra él cuando finalmente lo alcancé y ambos salimos disparados hacia las escaleras.

De nuevo los clavos, pero esta vez el sonido venía de arriba, bajando por las escaleras.

-¿Qué rayos es ese ruido? – me preguntó confuso y con una nota inconfundible de miedo en la voz.

-Es ella ─ fue mi escueta respuesta.

No le di tiempo de responder. Lo cogí del brazo y lo arrastré de nuevo hacia el vestíbulo, donde el sonido que escuchara acercándose desde el otro lado de la habitación se había hecho más fuerte. Nos tenían acorralados, fueran lo que fueran.

Teníamos que encontrar una salida, cualquiera, y teníamos que hacerlo rápido.

¿Alguna vez se han visto en una situación donde actúan por mero reflejo? Si lo han experimentado, podrán entender mejor cómo fue que me sentí en ese momento. Ya no pensaba, mis piernas y mi cerebro funcionaban por el mero instinto de supervivencia, y solamente enfocados en sacarme de ahí.

Sabía que la puerta principal estaba totalmente tapiada y asegurada con cadenas, por ahí no sería posible salir. Pero en un edificio de ese tamaño tenía que haber una entrada de servicio, un estacionamiento, o cualquier ventana por la que pudiéramos escabullirnos.

Ese ruido nos seguía cercando por dos direcciones y la puerta principal no nos servía, así que corrí junto con Alex hacia el lado opuesto, donde aguardaban los viejos estantes de los libros. Estos se elevaban varios metros sobre el piso y formaban innumerables pasillos que ocupaban una sala aún más grande que el vestíbulo.

El repiqueteo se hacía cada vez más fuerte. Y no sé qué era más aterrador, saber que esas cosas se estaban acercando, o no tener idea de qué eran.

Avanzamos, y al final del pasillo central de estantes, estaba ella.

En el instante que mis ojos se clavaron en los suyos, en esas dos monstruosidades de color azul, la poca compostura que aún me quedaba fue reemplazada por un pánico incontrolable. Sólo quedó en mí el instinto animal de la supervivencia.

No recuerdo que sucedió con Alex, sólo sé que corrí tan rápido como me lo permitieron mis piernas hacia un costado de la sala mientras que en mi cabeza se agolpaba el único pensamiento racional que podía concebir: “No quiero morir”.

De algún modo logré llegar hasta el último pasillo de estantes, y me las arreglé para abrir una puerta con un letrero que leía “Prohibido el Paso”.

Azoté la puerta y comencé a amontonar frente a la entrada todo lo que se puso a mi alcance. Coloqué un librero sobre un viejo escritorio, varias sillas plegables, y lo que quedaba de un roído sofá. En el momento no me paré a pensar si la mujer de los ojos azules necesitaba de una puerta para entrar en la habitación, pero fue lo único que me hizo sentir seguro.

Respirando agitadamente, me dejé caer en la esquina más apartada y oculté el rostro entre las rodillas, dejando escapar un sollozo incontrolable.

Ignoro si fue por miedo o por remordimiento.

Sabía que Alex seguía ahí afuera con esa cosa, pero cada vez que sentía que mi determinación comenzaba a arder de nuevo, inmediatamente sus ojos azules aparecían de nuevo en mi cabeza, con toda la claridad y malicia que mi trastornada imaginación podía otorgarles.

Ignoro cuanto tiempo fue que pasé ahí, temblando y abrazando mis rodillas.

Cuando logré recuperar algo de mi destrozada cordura, me tomé un momento para mirar a mi alrededor. La habitación era una anticuada oficina llena de basura y muebles inservibles que seguramente nadie se molestó en llevarse consigo al momento de la mudanza.

Todo a mi alrededor tenía un cierto aire de tristeza y abandono. El piso de madera crujía con cada paso, y el cuarto se encontraba apenas iluminado por la cada vez más débil luz de mi linterna.

Me levanté tambaleante mientras apuntaba el haz de luz en todas direcciones, esperando encontrar otra puerta o alguna ventana que pudiera ser mi salida de ese infierno, pero me encontraba rodeado por cuatro sólidos muros. Avanzando hacia donde había estado el escritorio, sentí que mi pie chocaba con algo en el piso.

Me incliné para mirar más de cerca, y me di cuenta con alegría de que se trataba de una trampilla disimulada, justo en el lugar donde antes había estado el escritorio. Tal vez ahora podría encontrar a Alex y salir por ahí.

Les puedo decir ahora, sin temor a equivocarme, que haber encontrado esa puerta escondida ha sido el peor error de mi vida. Debí pensar que esa puertecilla estaba oculta por una razón, y que el enorme candado que la cerraba no era sólo un mero adorno, pero en ese momento me pareció una bendición.

Casi animoso, me atreví a dirigirme hacia mi barricada con la intención de buscar a Alex y salir con él de ahí, pero en el instante en que di el primer paso hacia la puerta, algo comenzó a golpearla con increíble furia.

En mi cabeza se dispararon horrendas escenas en que la mujer de los ojos azules lograba alcanzarme, y contra mi voluntad, comencé a sollozar de nuevo.

Golpearon de nuevo, esta vez con mayor fuerza. Pude ver como la perilla giraba con violencia, y como la puerta se veía detenida a duras penas por mi improvisada barricada.

Sentí como la adrenalina y el miedo recorrían mi cuerpo de nuevo. Girándome hacia la trampilla, tomé una silla plegable y, usando una de sus patas a modo de palanca, la introduje entre el arco y el cuerpo del candado.

La puerta seguía resonando con los golpes, pero ya no escuchaba. Todo mi instinto de supervivencia estaba centrado en encontrar una salida. Así que, con un supremo esfuerzo, puse todo mi peso sobre la silla, esperando que fuera suficiente para que el viejo candado se rompiera.

Con un tronido seco, finalmente se partió, y me apresuré a levantar la trampilla. Con un rechinido quedaron a la vista unas viejas escaleras que descendían hacia una puerta de madera, pintada de una descascarillada pintura roja.

Descendí sin pensármelo dos veces, cerrando la trampilla sobre mi cabeza, y abrí la vieja puerta que se encontraba en el fondo, lo que había al otro lado me dejó perplejo.

Lo primero que me recibió fue de nuevo ese asqueroso olor a excrementos; tan fuerte que incluso me provocó arcadas. Rápidamente me cubrí nariz y boca con el cuello de mi playera en un intento de disminuir el hedor; la nueva habitación era un pequeño cuarto de techo muy alto, repleto de enormes estantes cubiertos de telarañas alineados a lo largo de la habitación. La capa de polvo que cubría el suelo era tan gruesa que mis pies dejaban a su paso huellas blanquecinas.

En ese momento, simplemente asumí que era otro cuarto con más libros, pero los estantes se encontraban totalmente vacíos, y la cantidad polvo indicaba que esa habitación llevaba abandonada desde mucho antes que la mudanza terminara su trabajo en el edificio. Sin embargo, toda sospecha que mi febril mente hubiera podido concebir en ese momento se vio eclipsada ante la hermosa visión que se me presentó al fondo del pasillo.

Se trataba de una ventana.

Pasé entre los estantes y libreros sin prestar la menor atención a lo que pudieran contener. Al llegar a la ventana, sin embargo, noté que esta se encontraba no sólo cerrada a cal y canto, sino tapiada con gruesos tablones desde el exterior.

Me invadió la desesperación y golpeé el cristal con ira, pero lo único que conseguí fue hacerme un profundo corte en la mano al partir el cristal.

No había forma de quitar esos tablones.

Regresé a la puerta roja con la intención de, al menos, colocar otra barricada ahí. Pero cuando me disponía a derribar frente a la puerta uno de los anaqueles, mi linterna iluminó algo en el suelo que me congeló la sangre.

Junto a las huellas que había dejado en el polvo del piso, había otro par de unos pies desnudos.

Sentí una corriente eléctrica que recorrió mi espalda y erizó los vellos de mi nuca. Gotas de sudor frío perlaron mi frente mientras que mis ojos se veían incapaces de despegarse de la vista de esas nuevas huellas.

Había alguien, o algo, en el cuarto conmigo.

En un acto reflejo, salí corriendo hacía la trampilla. Subí las escaleras y me arrojé sobre la puertecilla, la levanté sobre mí, y asomé la cabeza.

Ella estaba ahí, inclinada sobre mí y mirándome con esos horrendos ojos azules; tan cerca que incluso pude sentir como su cabello rozaba mi rostro.

Sin dejar de mirarme, abrió su boca más allá de lo que cualquier ser humano normal habría podido abrirla, y dejó escapar un aullido sobrenatural que ningún ser vivo podría ser capaz de imitar.

La escena no debió haber durado más de unos segundos antes de que saltara hacia atrás, rodara escaleras abajo, y abriera de golpe la puerta roja con mi caída.

Me arrastré por el suelo polvoso y quedé boca arriba mirando como un estúpido la puerta roja, la misma puerta que esa cosa ahora mismo estaba cruzando.

Avanzaba por el piso igual a como lo habría hecho una araña. Sus piernas y brazos en posiciones imposibles al tiempo que la impulsaban hacia adelante a una velocidad de la que no la hubiera creído capaz. Y con cada paso, sus uñas golpeteaban contra el suelo, haciendo un sonido muy similar al que los clavos harían al golpear una superficie dura.

En un intento desesperado, le arrojé mi linterna, pero lo único que logré fue golpear la pared detrás de ella y quedarme sumido en la más absoluta oscuridad, interrumpida solamente por el macabro brillo de sus ojos azules.

Me arrastré hacia atrás incapaz de apartar la mirada. El absoluto horror que me invadía no puede describirse, era tan fuerte que creo que incluso dejé de respirar por unos momentos.

Los ojos seguían acercándose a mí, y miré con terror como, detrás de ellos, se abría en la oscuridad otro par, y luego otro, y otros más.

En un instante, había un centenar de demonios mirándome desde las tinieblas, desde el techo y los estantes, a través del suelo, y en las paredes.

Lo único que escuché entonces fue el repiquetear de sus uñas, tantas que parecía el sonido de una cascada.

Algo rozó mi brazo, sentí la inconfundible sensación de un aliento gélido en mi nuca, cabellos acariciando mi cara, y los ojos azules que brillaban con macabra satisfacción a centímetros de mi rostro.

Luego comenzaron a tocarme, a sujetar mis piernas con sus putrefactas manos, y luego a tirar de mí, intentado todas a la vez acercarme a ellas.

Estaba paralizado, no podía pensar; la imagen dantesca de todos esos ojos mirándome a la vez, ya no con ira, sino con deseo, con hambre, hizo que la sangre se me helara en las venas.

No tuve tiempo de pensar si era o no una buena idea. Atravesando el velo de terror que se cernía sobre mi mente, el último desesperado instinto animal de mi subconsciente alcanzó a recordar un cristal roto, y el dolor palpitante que aún laceraba mi puño.

La ventana estaba detrás de mí, a pocos metros.

Levantándome bruscamente, pateé, mordí y golpeé todo lo que se puso a mi alcance. Sentí como empujé un cuerpo frío y blando mientras que un centenar de manos intentaban sujetarme, arañando mi piel cuando logré escabullirme.

Me abalancé hacia la ventana tapiada, y salté.

Escuché como se rompía el resto del cristal, sentí como las tablas cedían ante el impulso de mi carrera, y después sólo pude ver el pavimento de la calle, precipitándose hacía mí.

────────────────────────────────────────────────────────────────────

Desperté varias semanas después en una cama de hospital, con Alex sentado a mi lado con cara de preocupación.

Había saltado de un tercer piso y me había roto ambas piernas, la cadera, varias costillas y un brazo.

─ Gracias al cielo – fue lo primero que dijo mi hermano ─. ¿Qué demonios sucedió contigo? ¿Por qué te lanzaste a la calle desde una ventana? ¿Querías matarte, imbécil?

─La mujer de los ojos azules – logré tartamudear.

─¿De qué diablos estás hablando?

─ ¡De los demonios de ojos azules! –dije en vos demasiado alta ─. Esas monstruosidades estaban ocultas en la trampilla. Había un cuarto oculto. Las huellas en el polvo. ¡Sus ojos! ¡Sus ojos estaban en todas partes!

─Tranquilo – me dijo Alex en tono conciliador al tiempo que me obligaba a recostarme ─. No debes moverte. Fue un milagro que no te mataras, pero de nada habrá servido si no dejas que tus huesos sanen, ¿de acuerdo?

─Pero, las mujeres, ¡Las mujeres estaban encerradas en el cuarto! – seguí gritando.

Un relámpago de dolor cruzó mi cuerpo y me impidió seguir hablando. Lentamente me recosté, y sólo entonces me percaté de la gravedad de mis heridas; estaba cubierto de pies a cabeza de vendajes y yeso.

─¿Qué mujeres? ─ me preguntó mi hermano en un intento de distraerme de mi visible dolor.

─ ¿Es qué tú no la viste? – pregunté perplejo.

Mi hermano meneó la cabeza de un lado a otro y se encogió de hombros.

─ Luego de escuchar ese extraño ruido en las escaleras, me llevaste a rastras hacía los estantes de los libros, completamente aterrado. Avanzamos unos metros entre ellos, y de pronto saliste huyendo hacia una bodega. Durante un buen rato aporreé la puerta intentando abrirla, pero estaba bloqueada. Después de eso escuché la sirena de la ambulancia y me las arreglé para salir, cuando llegué, te estaban subiendo en una camilla.

─ Pero entonces, ¿no la viste? ¿no viste a la mujer de los ojos azules?

En condiciones normales, no dudo que mi hermano hubiera dejado escapar un suspiro de hastío, pero dada la situación y mi insistencia, creo que sólo logré preocuparlo más.

─ Escucha, ahí dentro no había absolutamente nadie. Estábamos solos.

Iba a replicar, a insistir que no había imaginado nada, a gritar hasta que mis pulmones se quedaran sin aire si era necesario con tal de que me creyera, pero entonces noté que, desde una esquina del techo blanquecino de ese cuarto de hospital, un único y malicioso ojo azul me miraba desde arriba.

Perdí el control por completo.

A pesar de mis heridas, me arrojé de la cama gritando aterrado y me arrastré por el piso en un desesperado intento de salir de ahí.

Se necesitaron de mi hermano y dos camilleros para someterme mientras que una enfermera de mirada dura me inyectaba algo en el antebrazo. La oscuridad se apoderó rápidamente de mí.

Cuando desperté, noté que me encontraba atado a la cama con correas y sentía un punzante dolor en cada centímetro de mi cuerpo.

Alcanzaba a escuchar la voz de mi hermano en el pasillo hablando con alguien, pero debido a la droga, no logré entender mucho de lo que hablaban. Sólo escuché que mi hermano daba vueltas inquieto, y que otra voz mencionaba preocupada la posibilidad de “daño cerebral” y “alucinaciones”.

¿Realmente había perdido la cordura? ¿Estaba loco? ¿Cuánto de lo que vi fue real y cuánto fue fantasía?

Lloré en silencio al tiempo que la droga volvía a nublar mi mente y me arrastraba al mundo de los sueños.

No los aburriré con el detalle de los meses que siguieron, principalmente porque ignoro cuanto de ello realmente sucedió, cuanto imaginé, y cuánto fue producto de los fuertes narcóticos que me administraban para reprimir mis “episodios violentos”.

Con cada semana mi cuerpo sanaba, aunque no así mi trastornada mente. Constantemente me vi invadido por horrendas pesadillas en que ojos azules me miraban desde el techo de mi habitación, los muros, o incluso el propio rostro de aquellos que me visitaban.

Podría intentar describir mis sentimientos, pero no lo haré porque simplemente nadie los entendería. Nadie aquí podría comprender que es vivir durante más de seis meses sumido en constante y absoluto terror.

Cuando mis huesos finalmente terminaron de sanar, fui diagnosticado con esquizofrenia, y mi hermano se vio obligado a darme asilo en su casa mientras que, en sus palabras, “la situación se normalizaba”.

Aún me causa gracia esa frase, ¿qué entendía él por “normal”? ¿Creía que un día despertaría y correría hacia sus brazos exclamando “hermanito, ya no estoy loco”?

Pobre Alex. Pobre del imbécil, arrogante e ignorante Alex.

Casi un año después de los sucesos en la biblioteca, los ojos continuaban siguiéndome a todas partes, mirándome con malicia desde muros, espejos y rostros. Pero como ya me había sucedido una vez, mi mente se refugió en la explicación más segura: No estaban ahí, sólo eran alucinaciones.

O eso creí hasta lo que me sucedió hace dos noches.

Dormía en el cuarto de huéspedes del departamento de Alex, una habitación simple, algo sucia, y con techo de plafones.

Era esa extraña hora en que la línea entre la fantasía y la realidad se desdibuja, cuando la neblina del sueño cubre aún ojos y oídos, a pesar de estar totalmente lúcido.

Sentí como algo trepaba a mi cama.

Mi boca se secó, y una corriente eléctrica erizó los vellos de mi nuca. Creí escuchar una respiración entrecortada y como el colchón de mi cama cedía ante el peso de lo que fuera se estuviera arrastrando hacia mí con lentitud.

Ya había tenido pesadillas similares antes, pero no por eso ésta fue menos aterradora. Quedé paralizado y, sin poder abrir mis ojos, no pude más que permanecer quieto, al borde de las lágrimas y dudando de si lo que estaba sintiendo era real o no, pero mi mente pronto volvió a sumirse en el ensueño.

No debieron haber pasado más de un par de horas cuando finalmente logré abrir los ojos.

Nadie estaba sobre mi cama ni había huellas espectrales en la alfombra. Estaba solo en mi habitación e, incluso, me di el lujo de dejar escapar un suspiro de alivio.

Acostado, mi mirada se dirigió hacía el techo y comencé a divagar siguiendo las líneas regulares que formaban los plafones.

Uno de ellos estaba fuera de lugar, dejando ver un hueco oscuro.

Lo miré extrañado y casi divertido, hasta que lo vi moverse y volver a su lugar.

Mi hermano entró corriendo a mi habitación a los pocos segundos luego de escuchar mis alaridos e intentó obligarme a tomar mis medicinas. Pero no lo iba a permitir, no esta vez.

Me había cansado de jugar al demente inválido, me había cansado de estar siempre aterrado, me había hartado de todo. Iba a hacer algo para terminar con esto, así muriera y tuviera que arder en el infierno por ello.

Ignoro si en ese instante fue que recuperé mi cordura o si, simplemente, la perdí por completo.

Con extraña firmeza, le arranqué las medicinas de la mano y las arrojé al otro lado de la habitación; acto seguido, lo tomé por los hombros y, mirándolo directamente a los ojos, le conté en pocas palabras todo lo que había sucedido, lo que había realmente sucedido.

─ Tienes que ayudarme – le imploré una vez que hube terminado ─. No imaginé nada de esto, realmente está pasando, y si no me ayudas, entonces realmente me volveré loco.

Pude notar la lucha que se desató en la conciencia de Alex. Una parte de él confiaba en mí, en su hermano y en su propia sangre, pero la otra le instaba a tomar el teléfono y llamar a un manicomio.

─De acuerdo – me dijo finalmente ─. Te creo. A pesar de lo estúpido que suena todo, te creo. ¿Qué debemos hacer?

─Regresar la biblioteca y terminar con esto – respondí con determinación.

──────────────────────────────────────────────────────────────────────

Ayer por la noche, Alex y yo entramos de nuevo a la biblioteca.

En esta ocasión, sin embargo, casi como si esos monstruos respetaran lo que planeaba hacer, no escuchamos los clavos, no sentí que nadie me mirara desde las sombras, ni vi tampoco los espeluznantes ojos que me habían seguido a todas partes desde la última vez que estuvimos ahí.

Guié a mi hermano hasta la bodega y a través de la trampilla, los restos del candado aún permanecían tirados a nuestros pies.

Descendimos por los escasos escalones que guiaban hacia la puerta roja y extendí mi mano hacia la perilla, pero no me atreví a tocarla.

¿Qué demonios era lo que estaba pensando? ¿Qué aberración estaba a punto de cometer? ¿Realmente estaban ahí dentro, del otro lado de la puerta? ¿Dejarían de perseguirme si terminaba lo que vine a hacer?

Sentí la mano de Alex sobre mi hombro, apoyándome e instándome a seguir.

Puse la mano en el picaporte, lo giré, y abrí la puerta.

Entonces, con fría calma, me di la vuelta, golpeé a mi hermano en la cabeza con mi linterna, y lo arrojé dentro, cerrando la puerta inmediatamente.

──────────────────────────────────────────────────────────────────────

Hace horas que amaneció, y me encuentro en la casa de mi hermano, desde donde le envío este mensaje a todo el que quiera escuchar.

Al escribir estas palabras ya no soy capaz de trazar la línea entre la demencia y la cordura, pero debo hacerlo, tengo que hacerlo, por Alex.

Sé muy bien que mi alma no tiene salvación, pero para lo que sirve, lo siento mucho, de verdad lo siento, ¡pero no tenía opción! Ya no soportaba que me miraran, ¡ya no toleraba verlas en todas partes!, tenía que hacerlas parar, así que lo lleve con ellas.

Tenía que darles de comer…


— Via [Creepypastas](/creepypastas/)
Total
0
Shares
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Related Posts
Asesinos del Zodiaco

Psicofonias

El estudioso de lo paranormal, Alejandro Castro, creía firmemente en la vida después de la muerte, en que…
Read More
El Puente Negro

El mico brujo

En todo El Salvador se conoce la leyenda del “Mico Brujo”. En algunas partes también lo relacionan con…
Read More
Allá afuera

SCP-038

Í tem #: SCP-038 Clasificación del Objeto: Seguro Procedimientos Especiales de Contención: SCP-038 debe ser regado dos veces…
Read More