Aguja e hilo

Allá afuera
Allá afuera

Durante al menos la última década antes de su clausura, las salas, los pasillos y las celdas del hexágono contaron con la presencia de una mascota; un osito, que alguien decidió llamar Suturas. Era un personaje curioso: su cuerpo estaba conformado por retazos de vendas, gasas, sábanas y fundas; relleno con el hulespuma del interior de las almohadas y camas de los pacientes y delicadamente zurcido con el cabello humano suficiente para mantener juntas todas las piezas de la tierna criatura.

A pesar de las apariencias, Suturas tenía su encanto y ejercía una suerte de atracción que indudablemente aumentaba proporcionalmente hacia los pabellones de alta seguridad; tomar el té con el adorable caballero, llegó a figurar en las listas de premios por buena conducta entre psicóticos, esquizofrénicos y paranoides y tan extraño como resulte, cuanto más inestables y violentos, mayor la mejoría. Fue creado por una paciente: registro 669427-B, pabellón de aislamiento; pacífica, razonable; las notas de control agregaban la recomendación de alejar de ella cualquier objeto puntiagudo, no darle la espalda y hablarle cordialmente.

No siempre fue así. Antes de venir al hexágono, su nombre era Laura Blundel y vivía en el pueblo, frente a mi casa. Era el epítome de la viejita adorable: enormes gafas y mandil impecable; sonrisa eterna, cabello recogido. Si no estaba ayudando en algo en la alcaldía o tomando té con algún miembro de la junta del ayuntamiento, la encontrarías preparando alguna nueva conserva, alimentando a Piolín, u horneando un pastel que invariablemente terminaba enfriándose en el marco de su ventana; cualquier cosa, todas las cosas que has visto hacer a las abuelitas adorables en televisión.

Solía visitarla y pasar el día entero con ella y su esposo Matthew, un veterano de guerra que me llamaba Duende. La mezcla de nunca haber conocido a ninguno de mis abuelos y la soledad que conocí en mi niñez hacían que cada cosa que tuvieran que contarme me resultara mágica. Un día Matt me contó que la señora Blundel se había vuelto una gran costurera durante su juventud; el país apenas se recuperaba de la segunda guerra mundial y la tela para fabricar ropa nueva no abundaba, “así que, o conseguías quién zurciera tus harapos o te jodías, duende”.

“Yo regresé justo como me vez ahora, gallardo, lleno de medallas y con dos rodillas que aún sigo extrañando en tiempos de frío… a veces creo que si Laura no hubiera comenzado a tejer se hubiera vuelto loca, Duende.” El viejo Matt nunca me habló de los tiempos en los que la señora Blundel zurcía cuando ella estaba cerca; esperaba a que Laura saliera a tender la ropa o se entretuviera en algún asunto en el segundo piso, encendía uno de esos cigarrillos que le habían prohibido por sus problemas de corazón y me hablaba, mientras miraba por la ventana.

“Fueron tiempos muy duros para todos, Duende”, concluía y no volvía a dirigirme la palabra; si en aquél entonces me desconcertaba, ahora lo entiendo casi por completo: hay momentos en los que uno podría terminar hablando con un calcetín, porque lo que uno está buscando es reconocer su propia voz, dejar que sirva de faro entre las olas de la memoria; lo que menos importa es si el niño o el calcetín pueden responder “ajá”, o no. Yo nunca logré responder nada, pero un día, acostumbrado a los vaivenes de la posguerra en voz del anciano, mi curiosidad logró cristalizar en una única pregunta: ¿Por qué la señora Blundel había dejado el oficio?

Logré desconcertarlo, recuerdo que aquella tarde la ancianita se había quedado arriba, en su cuarto, haciendo alguna cosa y el viejo y yo teníamos tiempo de sobra para charlar. Giró la silla de ruedas hacia mí, lanzó la colilla por la ventana y rio un poco: “El sol salió Duende, el sol por fin salió. Los materiales, las maquilas y el trabajo regresaron y en lo que cuentas hasta cinco, los niños no volvieron a buscar a Laura para que les confeccionara algún peluche hecho de retazos; llegaron los videojuegos y ella dejó de sentirse útil.”

Sé lo tonto que suena en voz de un adulto, pero escuchar a Matthew contándome que Laura había dejado el oficio por culpa de los videojuegos me hizo sentir directamente responsable; pude imaginarla allá arriba, un día, sentada bajo la luz engañosa de las seis de la tarde, sosteniendo sus agujas y dedicando un último suspiro al tiempo que había concluido, al tiempo en el que había sido útil. Había despojado a una de las personas más agradables que conocía de lo que más amaba, yo y el resto de los niños, por ninguna razón, por el transcurso de los días, por Pac-Man.

Esa noche, hice lo que cualquier otro niño termina haciendo cuando mira sufrir a alguien que quiere y es perfectamente incapaz de remediarlo: recé, recé con verdadera fuerza, apretando los dientes, esperando que allá al encargado de tomar nota, no se le pasara ni una palabra, por primera vez en mi vida, con todas las esperanzas de las que era capaz; que la señora Blundel recuperara la inspiración; que comenzara a coser de nuevo que encontrara un lugar, alguien que apreciara su talento, que volviera esa magia de la que Matt me había hablado.

Puedes imaginar mi sorpresa cuando llegué a su casa algunos días después y la encontré con una aguja en una mano y unas trusas en la otra. Según me explicó, tenían muchísimo tiempo rotas, pero por uno u otro motivo, simplemente no había encontrado el tiempo para repararlas. Para cuando regresé a casa, algunas horas después, ella seguía con sus agujas y yo regresaba feliz de haber presenciado un milagro, de haberla visto parchando camisas, remendando blusas y bastillado pantalones de vestir; organizando y arreglando todo el extenso guardarropa que había reunido en su clóset.

En la siguiente mañana, mientras desayunaba antes de ir a la escuela, vi a mi papá conversando con Matthew por la ventana de la cocina; se detuvieron en la entrada de la casa del viejo, se veía preocupado. La señora Blundel abrió la puerta y los interrumpió, llevaba en la mano el uniforme militar de Matt para mostrárselo, lo extendió delante de él y de mi padre, orgullosa. Un instante después, asentía y regresaba dentro. Mi papá le dijo algo más al viejo, le puso una mano en el hombro y se encaminó por mí.

Intenté encaminar la charla con mi papá hacia los vecinos, pero él eludía el tema y realmente no contaba con mucho tiempo para hostigarlo de camino a la escuela, así que me quedé con la duda durante todo el día. Cuando volví de la escuela, fui casi de inmediato a la casa de Laura. Matt me abrió la puerta, estuve a punto de pasar pero me detuvo adelantando su silla. “Es un mal momento Duende”, me dijo mientras tensaba los labios. Noté que la camisa que traía puesta tenía bordado su nombre y lo señalé entusiasmado.

“Sí… Me la dio esta mañana, se ve lindo, ¿verdad?; el asunto es que está haciendo lo mismo con cada prenda… Incluso con los calcetines, ¿entiendes?, con cada uno de los calcetines.” No, no entendía. El día anterior había visto a la señora Blundel con un brillo nuevo en el rostro, había visto sus manos rápidas y hábiles deslizándose como arañas pálidas entre tela y tela y por fin había sido testigo de la magia de la que el viejo me había hablado tantas veces, ahora ni siquiera me dejaba pasar a la casa. Le dije que sí, que entendía; “necesitamos unos días, Duende, sólo danos un poco de tiempo, estoy seguro que las cosas mejorarán dentro de poco”, me dijo y cerró la puerta.

Hice lo que se me pidió y me fui a casa. Pasé la noche jugando, haciendo cualquier cosa; me fui a la cama preguntándome cuando podría volver a ver a abuela Laura (como a veces me pedía que la llamara), de nuevo. Volví a verla esa misma noche, cuando los gritos al otro lado de la calle me despertaron, venían de casa de los Blundel. Mi papá entró a mi cuarto y me encontró asomado por la ventana. Le pregunté qué estaba pasando, me dijo que no sabía. Para cuando bajaba las escaleras yo ya tenía puestas unas chanclas y una chamarra, lo alcancé corriendo, a la mitad de la calle, apenas si me miró.

Los gritos no cesaban. Entiendo que nadie en sus cinco sentidos llevaría a un niño de siete años con él hacia una casa de donde salen gritos espantosos; pero eran las tres de la mañana y en favor del juicio de mi padre, en realidad pocas personas reaccionan correctamente delante del incidente más pequeño en sus vidas, además, ¿qué podía estar pasando, qué era lo más terrible que imaginarías encontrarte en una casa habitada por ancianitos? Era una noche sin luna, la puerta de la casa estaba abierta. Él entró primero y se encaminó hacia las escaleras. Yo entré y me dirigí al comedor en donde siempre hablaba con Matt.

Los gritos eran de Matthew, estaba en el comedor; boca abajo, amordazado y amarrado a las patas de la mesa del comedor. Cuando me vio, sus ojos se abrieron como los de un gato, gimió y sacudió la cabeza con tal fuerza que se golpeó solo, entendía a la perfección lo que intentaba decirme, porque era lo que cada parte de mí me había comenzado a rogar desde que había cruzado la puerta: que me fuera, que aquí no había nada más que veneno para Duendes; pero la parte que me conducía tenía mucho más fuerza, y quería ver con claridad lo que le había pasado al viejo Matt:

Eran letras cursivas y cuidadosas, comenzaban en su cadera y subían lentamente por el centro de su espalda: propiedad de Laura M. Blu. Al parecer, el hilo negro se había terminado.

Quise moverme, desatarlo, correr, pero no hice ninguna de esas cosas, no podía moverme, era un niño de siete años, paralizado, porque para ese entonces había vuelto a ver los ojos de Matt y Matt, estaba mirando justo detrás de mí. Me di la vuelta muy lentamente. Tenía un par de tijeras en una mano y una aguja para zurcir en la otra. Me miraba con esa tibia y amable sonrisa suya que había visto tantas veces ya. Me habló con ese tono suave que alguna vez había usado para arrullarme, cierta noche en la que me quedé a dormir en su casa: “Qué tal jovencito. Me temo que aún no está terminado, así que, ¿por qué no regresas en un par de horas, hm?”

Algo dentro de mí reventó. Todo se convierte en una bruma densa después de eso, ¿el golpe en el suelo que recuerdo de forma tan nítida fue el de mi propia cabeza chocando de nuca contra el suelo? No lo sé. Gritos, los gritos de Matt, los que me parecían los míos, un jaloneo, algo que me arrastra y me levanta, mis manos columpiándose; la voz de mi papá repitiendo: por favor no, por favor no, por favor no, en el momento en que logro abrir los ojos y atisbo el cielo sacudiéndose en una carrera que parece enorme, eterna. Una de sus manos choca contra una de mis mejillas. Tardo en reconocerla, en reconocer su voz.

Estamos en la acera de enfrente, más vecinos se han despertado y nos rodean. Era una noche sin luna, sin estrellas. Papá jadea todavía, me abraza, me palmea el pecho y el abdomen y vuelve a abrazarme. Alguien ha llamado a la policía. El contingente de vecinos espera a las patrullas en la acera, vigilando que Laura no intente huir; alguien plantea la posibilidad de entrar y sacar a la anciana a rastras si los polis tardan. Los polis llegan y ella no huye; la encuentran trabajando. Lo sé porque puedo escucharla tarareando, por encima del llanto enloquecido de su viejo esposo.

No logró terminar de etiquetarlo, pero el hilo entró profundo y subió lo suficiente. El juez consideró que no había caso en mantener presa a una ancianita y en su lugar la transfirió al Reagan, esperando que pudiera recibir tratamiento para su caso. Cuando Matthew entró en paro mientras intentaban retirarle el hilo en una operación, se decidió que, más que intentar curarla, se quedaría ahí como una suerte de condena no oficial.

Abuela-tejiendo

En la bitácora de evolución, el psiquiatra registró el deseo insaciable de coser de su paciente: Aún desprovista de materiales y herramientas para la tarea, ella continuó robando e improvisando artilugios para trabajar en algo secreto. Una sorpresa, le confesó: “un regalo para quien me rodea… Se lo mostraré cuando el caballero esté listo”. Quién comenzó a llamar al oso Suturas, está a media luz entre el misterio y una remembranza cordial al pasado de las hábiles y arrugadas manos que lo crearon y en fin, como se dijo ya, no era nada más que una cosita fea, bizarra y delicadamente absurda y así, los motivos por los que llegó a ser tan amado dentro del hexágono se vuelven evidentes.

— Via Creepypastas

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