¡A la hoguera!

Allá afuera
Allá afuera

Hoguera

El hombrecillo parado tras el atril se volvió hacia la mujer atada terminada su arenga.

-Estás ante este tribunal acusada de herejía y de actos de brujería. ¿Cómo te declaras?

-Inocente -declaró ella sintiéndose incómoda ante la desnudez de su cuerpo. Un murmullo recorrió a la multitud reunida en torno conformada por viejos amigos suyos, algunos, incluso, familiares, hasta que, finalmente, roto el orden y sustituido por el caos, rugió la multitud de voces su veredicto:

-¡Culpable, culpable!-. Casi lo coreaban mientras lo decían, sus voces eran tan altas que las mentiras casi parecían reales.

-¡Quémenla, es una bruja! -rugió una mujer de aspecto senil y cabello encanecido, pero bien peinado al estilo puritano, parada al fondo de la audiencia y, si bien el resto no calló del todo, sí silenciaron lo suficiente para escucharla-. Yo la vi, flotaba y maldecía. “Padre, decía, Satán señor del mal, has que caiga sobre nosotros la desgracia y las llamas” Luego se inclinó sobre un libro, se levantó la falda y comenzó a hacer cosas horribles… ¡Quémenla! -volvió a pedir y los demás corearon junto con ella.

-Escuché que su esposo no murió de una enfermedad -exclamó un hombre empujando a otro para hacerlo callar y hacerse escuchar entre los gritos de la audiencia- ¡Lo asesinó ella! ¡Quémenla, está maldita!

-¡Sí! -dijeron algunos.

-¡Quémenla! -pidió la mayoría.

El hombre tras el atril se limpió las manos grasientas en los pantalones y se mesó el cabello ante los veredictos.

-Culpable -declaró al fin, tras el corto e injusto juicio. La audiencia lo celebró con maliciosas sonrisas y más peticiones de que la quemaran-. Pónganla de rodillas -pidió, y dos hombres le atizaron los muslos con pesadas cadenas al rojo vivo hasta que estuvo hincada frente a la hoguera, con los muslos lacerados y sangrantes por las heridas. El pelo se le pegaba a la frente por el sudor y más abajo, en las mejillas, por las lágrimas-. Ahora vas a confesar -rugió y la multitud con él- Se te acusa de herejía y de brujería, ¿cómo te declaras?

-Inocente -volvió a contestar la mujer e inmediatamente las pesadas cadenas cayeron sobre ella a modo de látigos. Tuvo suerte y una de ellas se estrelló en las cuerdas que le ataban las manos, pero la otra le dio de lleno en la espalda y le dejó una profunda herida.

-¿Cómo te declaras? -volvió a preguntar el hombrecillo ante las ovaciones de los presentes.

-Inocente -contestó, y, nuevamente, las cadenas le golpearon, esta vez una en el cuello y la otra sobre uno de sus senos dejándole una mordida roja sobre la piel. Lloraba y gemía por el dolor que atravesaba su carne, pero aun así volvió a declararse inocente cuando el juez preguntó una vez más. La tercera vez que se declaró inocente no fue capaz de resistir el dolor de las cadenas sin gritar, así que inclinó la cabeza hacia el suelo y empezó a proferir chillidos enloquecidos.

-¡Cállate puta! -rugió uno de los hombres que cargaban las pesadas cadenas dejándola caer sobre su espalda. El peso de la cadena la hizo perder el equilibrio y su cuerpo se desplomó sobre la arena levantando espesas nubes de polvo: Aún berreaba de dolor cuando las cadenas comenzaron a caer sobre ella, ya, sin control.

El hombrecillo, elevando la voz sobre los gritos de la mujer volvió a preguntarle:

-¿Cómo te declaras? -y ella solo pudo dejar de gritar el tiempo suficiente para responder.

-¡Culpable! ¡Soy culpable! ¡PAREN, POR FAVOR! -pero las cadenas seguían vibrando en el aire y lacerando su carne roja de sangre.

-¡A la hoguera! -sugirió alguien y los demás le secundaron con homólogas peticiones. El juez terció la petición haciéndola oficial, y los hombres de las pesadas cadenas terminaron con su justa y la llevaron en hombros al centro de la hoguera. Ella se debatía y chillaba para escapar, pero era inútil, estaba demasiado débil. Finalmente la ataron al poste de madera del centro encadenándola con las mismas cadenas que la habían golpeado galvanizadas en sangre. Su mente hace rato que se había roto y ya no podía ni siquiera pensar, pero podía sentir, sentir el dolor que atravesaba su carne de un lado a otro, como si se dispusiera a horadarla, aunque lo asumía en silencio pues quizá inconscientemente sabía que si gritaba la harían callar golpeándola otra vez.

-Te sentencio -declaró el juez, aquel ni siquiera era un juez: al verdadero juez lo habían juzgado y colgado hacía tres días por el delito de herejía cuando había fallado en favor de una mujer inocente- a morir en la hoguera por el crimen de ser una bastarda de Satán para que el fuego purifique tu alma si es que queda algo de ella.

No, por favor no -pidió la mujer en voz tan baja que nadie logró escucharla ensordecidos por el clamor general que rugía gritos de aprobación.

-¡Quémenla! -dijo el juez y los dos hombres encendieron la fogata mientras el público aullaba su conocido y malicioso coro. La pira comenzó a arder entonces, incendiándose casi al instante por completo y devorando a la mujer que chillaba agónicos aullidos. Tan poderosos y con un dolor tan evidente que algunos de los presentes se taparon los oídos para no escuchar aquella hórrida letanía sangrienta, pero, cuando el fuego alcanzó la madera del enorme tronco al que estaba atada la mujer, todos, incluso el juez, tuvieron que cubrirse los oídos pues los gritos alcanzaron un volumen superior y una consistencia más agónica.

Finalmente, en medio de estremecimientos y el clamor de la multitud que aplaudía la muerte de la bruja cuyo cuerpo aún ardía en la pira, el juez volvió a limpiarse las grasientas manos en los pantalones y exclamó:

-¡Aplaudamos la muerte de la bruja número setenta y uno juzgada en Salem!

La multitud se debatió en furiosos aplausos. Algunos, incluso, lloraban.

-Hagan entrar al siguiente-pidió

— Via Creepypastas

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